domingo, 30 de diciembre de 2007

La soledad invisible

Es el cruce de la carretera que va desde la capital hasta la frontera y de la calle que recorre el margen del río. Es un ir y venir incesante de camiones de dos y tres remolques, de camionetas cargadas hasta desbordarse con importantes y voluminosos paquetes y personas que no lo son tanto, de tuk-tuks de turistas y monjes, de motos con una, dos, tres, cuatro y hasta cinco personas en un hormigeo constante y de escolares y campensinos en bicicleta. Chirriar de frenos y bocinazos son la banda sonora de un película de humo de tubos de escape y nubes de polvo en la que el sol brilla inmesiricorde o en el que sus rayos se filtran penosamente tras el paso de un desvencijado y humeante tráiler que recuerda, por sus vapores, a un tren de vapor y carbón. Los taxistas a la sombra, con sus gorras puestas, están subidos en sus motos para captar a cualquier incauto e inconsciente viandante y no perder ni un segundo del tiempo que un instante antes dejaban pasar con desgana. Todo es movimiento o espera de éste.

Excepto él. Acuclillado bajo una chaqueta y un gorra para esconderse más aún de todo y todos pasa las horas y los días indiferente, inmerso en sí mismo. La máxima concesión es cambiar de lado de la calle algún que otro día, pero haciéndolo más a escondidas que un ladrón, a esas horas tan tardías en las que la gente de bien y de mal duerme y sólo él es testigo, si es que es consciente, de ese acto, de ese único movimiento.

¿Cómo llamarle? Podría decirse que es el hombre invisible porque todo el mundo pasa a su lado y nadie, ni tan siquiera los perros, le ve o el hombre solitario que da fé de que el dicho "solo entre la multitud" nunca fue más cierto. No sé como se llama, ni cuanto tiempo lleva ahí, ni tan siquiera llego a adivinar su edad y mucho menos su estatura ya que jamás le he visto erguido. Supongo que se le marcan los huesos y sé, esto sí que lo sé y no lo conjeturo, que habla pero no porque haya hablado conmigo ni porque tenga intención de hacerlo sino porque con sus aspavientos, resoplidos y chillidos emite algo que diríanse son palabras dirigidas a sí mismo. ¿A quién si no? Tal vez esté dándose ánimos para buscar comida. Sin embargo, sus escuálidos pies, que dejan verse al final de un raído y mugriento pantalón, revelan que no debe de tener mucho éxito en ese empeño. El suficiente para seguir ahí día tras día a sol y sombra, bajo una incesante lluvia de sol, una más refrescante calma lluviosa o un aturdidor chaparrón de agua.

También sé indubitable y desgraciadamente que sin estar jamás acompañado no está sólo porque es una multitud solitaria la que, como él, vive en un silencio invisible. Es la camboyana una sociedad en la que a pesar de que las posibilidades de poder estar a solas con uno mismo escasean, la solitud no lo hace.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Inaugurando etapa

Acabo de inauguarar una nueva década del mejor modo que puedo imaginar. Oficialmente acabo de dejar atrás la veintena y la tierna juventud y alocamiento que se le supone para asentarme en la época adulta. Digo esto porque uno no lee en los periódicos que a alguien de 30 años le tilden de "chico joven" sino más bien un "hombre joven". Y aunque sí es cierto, porque las matemáticas no mienten, que si nací en 1977 ya no puedo contar mi edad en la veintena no lo es que haya desaparecido de mí, afortunadamentede, cierto comportamiento infantil. Las manos enrojecidas de tanto aplaudir y dar palmas, la garganta irritada de gritar y animar, la camiseta sudada y sucia de bailar, jugar, revolcarme, correr, empujar sillas de ruedas y de comportarme como uno más de los chavales del centro me hace creer que el tiempo se quedó encallado en la puerta de embarque del avión que aquí me trajo. Si no fuese por unas cada vez más incipientes entradas y por la característica ropa de abuelo que me han regalado los mismos niños no diría que ya he cumplido un año más.
Con los ojos vendados me llevaron a un cobertizo alrededor del cual estaban todos reunidos. Al retirarme la venda un "Happy Birthday" de inicio silencioso y final seguro y lleno de sentimiento salió por la bocas de unas sesenta personas. Una tradicional camisa de color crudo y ancha y unos pantalones camboyanos color burdeos fueron su regalo, además de una tarjeta en la que han firmado con sus nombres en escritura jemer y qye será un jeroglífico a descrifar cuando me aburra. Tras vestirme con esas prendas me iban diciendo que como hacen los abuelos, pues así me llaman, "Ta", me fuese al templo a rezar. Apuntando a mi frente me señalan con el dedo y me preguntan por mis entradas "¿Ahí tienes pelo?" como queriendo rearfirmar el hecho de que ya estoy en plena madurez.
Para no llevarles la contraria haré uso de la nueva hamaca que hay al lado de mi cuarto y me haré unas buenas siestas de hombre fatigado por los años. Ahí, suspendido en el aire, he aprendido que los españoles nos hemos atribuido una costumbre, la siesta, en la que en realidad no somos más que aprendices y que aquí se cumple a rajatabla entre el mediodía y las dos de la tarde. Haciendo gala de una buena adapación a esta tierra termino aquí el artículo pues al que llaman Ta ya no le quedan más que diez minutos para comer y tumbarse en la hamaca a reposar sus años.

jueves, 27 de diciembre de 2007

Recuerdos de madre

Alzo la cabeza y al mirarme los pies no puedo evitar acordarme de mi madre. Tantos años detrás de mí pidiéndome, rogándome, ordenándome que no me descalzase. Repeticiones casi incansables hasta que tuvo que rendirse ante la evidencia de que prefería el contacto de mis pies desnudos con el suelo. Miro alrededor y veo a las otras madres ordenando a sus hijos que se quiten las sandalias. Mamá, suerte que no naciste aquí.

Es costumbre y buena educación camboyana quitarse las sandalias, aquí casi ninguno usa zapatos, en el linde de la puerta, antes de acceder a la casa o a la oficina. En los templos e iglesias aquello parece un mercadillo en el que misteriosamente todo el mundo encuentra su par entre los cientos de zapatos. Allí, sentado entre medio de una multitud con los pies desnudos, que no malolientes porque siempre están aireados, te das cuenta que la pedicura no está muy extendida. Los pies son anchos, como si el zapato nos los mantuvieses finos y estrechos, y los dedos se desparraman como los de un lagarto o los de un palmípedo intentado dar la máxima estabilidad posible. El polvo acumulado de años y la suciedad quedan disimulados por el color oscuro de su piel pero sabes que está ahí porque sólo tienes que pensar en el empeño que pones en limpiarte los tuyos. La suela plana, porque todos parecen tener pies planos, es tan gruesa que es cualquier intento de hacerles cosquillas es vano. Se te quedan mirando con unos ojos que delatan que piensan que estás mal de la cabeza. En definitiva, sus pies son simplemente feos.

Y a pesar de ese manto dorado en el suelo, que por muy bonito que parezca sigue siendo polvo, al que entra en casa le dices "por favor, quítate los zapatos que ensuciarás el suelo". Y ya nos ves su mirada extrañada porque has vuelto a la tuyo. Más bien, al ir descalzo lo limpia al actuar sus pies de escoba, la verdad sea dicha.

Al volver a bajar la cabeza y sentir la dura baldosa en mi nuca vuelvo a acordarme de ella. Me acuerdo de mi empeño en tirarme por el suelo para ver la televisión o para hacer la siesta. Y aquí son muchas las madres y sus hijos que la hacen del mismo modo. Total, cuando me levante me sacudiré la camiseta y listo, piensas. Después de haber tenido una reunión, en la que no existen ni sillas ni mesas, de no sabes dónde aparece una pequeña almohada, que mejor no sacudas si eres alérgico a los ácaros, y a veces una esterilla y en un abrir y cerrar de ojos ya tienes amueblado el “salón” (entre comillas bastante grandes). El suelo está duro y no te permite girarte de lado, al menos a ti porque a ellos, los camboyanos, parece que les da igual y eso que no tienen ningún colchón de grasa que les haga más cómoda la posición. Sientes el pelo áspero de la humedad y el polvo pero es increíble lo que puedes llegar a dormir con este calor que amuerma hasta la cafeína.

Mamá, perdóname pero tras la ducha me he vuelto a acordar de ti. Es cierto que he dudado en ponerme una camiseta limpia porque sé que dentro de media hora volveré a estar sudando pero mis principios inculcados desde pequeño se han impuesto. También con el desodorante, que la mayoría de camboyanos no conocen. Sin embargo, por estas latitudes mucha gente ha de dejar de usar desodorante. Se suda tanto que al usar un desodorante con talco o con algo que tapone los folículos lo único que se consigue son infecciones. Recomendación del médico: no usar desodorante. Tampoco parece que su uso sirva de mucho como atestiguan las grandes manchas de sudor en las axilas de las camisas de casi todo el mundo (y también incluyo a las mujeres, camboyanas u occidentales). Es algo comúnmente aceptado, como cuando aceptas que alguien en el trabajo no vaya recién afeitado: Te lo miras pero no dices nada y te olvidas al cabo de un momento.

Al final, al mirarme al espejo recién duchado, afeitado, con ropa limpia y las uñas recién cortadas me imagino a mí mismo dentro de unas horas, tras varias visitas por las aldeas, tan desaliñado que mi madre me podría espetar "¡Vas tan sucio que pareces un.....!", "niño camboyano, mamá, un niño camboyano" especificaría yo tirado en el suelo, descalzo y sudando.

jueves, 20 de diciembre de 2007

El ciclo del arroz

Llegado diciembre es el momento de la siega. El verde intenso deja paso al amarillo y el suave mecer de la brisa en los largos tallos rematados por pesadas espigas son las olas de este mar de arroz. Todo se está secando secando a pasos agigantados bajo un cielo que rápidamente ha olvidado lo que es un nube mientras una cada vez más espesa cortina de polvo lo cubre todo. Es la hora de la hoz.

Ahora segamos aquello que sembramos en mayo y transplantamos en agosto con los chavales discapactiados del centro Arrupe y todos los del pueblo de Tahen (pueblo del que un día tengo que hablar).

7:30h de la mañana, ya listos para empezar a hacer crujir las espaldas y a forzar los riñones. No todos, ya que una multitud de ellos irán en sus sillas de ruedas. Yo me acuerdo de mis días de vendimia. ¡Qué bonito es el campo!¡Qué hermoso el campesino con su buey arando! ¡Qué fácil decirlo desde el borde del camino, desde dentro del coche o en el sofá de casa!
Empiezo haciendo fotos pues hay que tener recuerdo de este momento. Sin embargo, cuando ya me remuerde la conciencia por ver a los chavales trabajando a destajo me uno a ellos.
Comienzo a segar temiendo cortarme con una hoz tan afilada. Voy más lento que un caracol enfermo y encima o corto el tallo demasiado largo o excesivamente corto. ¿De verdad que a muchos de los que me rodean les falta una pierna?
Mejor me pongo con otra tarea. Lo de anudar los haces de arroz ya parece complicado a simple vista por lo que tras una brevísima inspección ocular decido que tampoco es lo mío. Tan sólo me queda hacer de mulo de carga: trasladar cada haz de arroz del campo al carro o al lugar en el que se secará.

Aquí, todo sudado, me quedo pasmado mirando al que tiene polio en una pierna apoyarse en la otra y en una muleta mientras usa la otra muleta a modo de vara para colgar en cada extremo un fardo de arroz. Y en la mano suelta lleva un tercero. ¡Y yo, entero como estoy, sólo llevo dos! Y a Saron, ciega, caminar sin problemas por el campo de arroz y riéndose al tropezarse.


Pero cuando llega el grupo de Tahen, el ritmo de trabajo se vuelve vertiginoso y no hay más máquinas de recolección que sus rapidísimos brazos en cuerpos menudos. ¡Y pensar que un kilo de arroz sólo cuesta 25 céntimos de euro! Y luego piensas que el consumo medio de una persona son unos quinientos gramos al día y empiezas a traducirlo en tallos que cortar y haces que cargar y te alegras de haber conocido la era industrial.
Tras más de nueve horas bajo al sol termina el trabajo del día. El siguiente paso es separar el grano de la cáscara y el arroz volverá a llegar a mi plato. Está claro que al final cosechas lo que siembras.






Ahora solo cabe esperar a que cuando los campos yazcan yermos por la falta de agua llegue la temporada de lluvias, dentro de varios meses, para poder empezar a trabjar, de nuevo, la tierra.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Seguridad laboral


Hay palabras que a los camboyanos les suenan a castellano (y no digo chino porque algunos aún lo entenderían). Palabras que sencillamente no existen en su diccionario. Y juntar las palabras seguridad y laboral se les antoja un imposible.
Todo empieza cuando ves a un niño de unos cuatro años llevando en su mano un cuchillo de carnicero que desde el suelo le llega hasta más arriba de la rodilla. Lo lleva como quien lleva la bolsa del pan: hablando con la gente y tan sólo de vez en cuando mirando hacia delante. Horrorizado se te ahoga un grito en la garganta. Aliviado suspiras cuando ves al niño entregar tan descomunal cuchillo a un adulto responsable. O tal vez debería decir irresponsable al ver como se sienta inestablemente de cuclillas, los pies descalzos y sin ninguna malla de protección en las manos para empezar a cortar con enérgicos y duros machetazos algún trozo de carne, con el cuchillo golpeando la madera a escasos centímetros de los mugrientos dedos de sus pies.
Me gustaría poderle decir: "Buen hombre (por decir algo gentil), ¿no te das cuenta que vas a hacer pinchos de salchichas con tus dedos? ¿Que si ese cuchillo es capaz de partir la columna vertebral de una vaca tus dedos son más blandos que un azucarillo en el café?". Seguramente, como mucho, el tipo levantaría la vista y miraría en derredor. Le seguirías la mirada para ver:

Al chapista que pinta las motos con spray y sin ningún tipo de máscara y acaba con las manos y la cara del color de la pintura, el soldador al que saltan las chispas en el pie y acostumbrado como parece estarlo sólo se preocupa por el estado de su sandalia, al herrero que sólo se le ocurre comprobar si el metal sigue candente poniendo su mano crónicamente llagada encima, al recolector de cocos que trepa a la copa de palmeras de veinte metros confiando en que si se cae le saldrán alas (eso sí, lleva una cuerda para atar los cocos porque no hay que echar a perder lo más valioso), al de la gasolinera fumando mientras está recargando los depósitos de combustible o pidiéndote que pongas en marcha el coche mientras repones gasolina para poder escuchar la radio, al que busca en el basurero entre toneladas de basura en sandalias en las que se clavan decenas de agujas y clavos, al electricista haciendo apaños sin cortar la corriente o en medio de la calle en plena tormenta tropical, al peón de obra subido al quinto piso de un andamio de troncos retorcidos y que amenaza caerse, a los camioneros llevando una carga tan alta que dobla la altura de su camión y tan pesada que hace crujir suspensiones y ejes hasta que se rompen, al carpintero dando patadas, por supuesto con sandalias, a una sierra automática de amenazantes dientes para que se ponga en marcha o para que pase el último trozo de madera con aquella bien afilada y funcionando perfectamente, al enfermero poniendo vías y sueros y sacando sangre sin guante alguno, al que limpia metiendo la mano dentro de cubos llenos de productos de limpieza muy corrosivos para que todo se mezcle correctamente, etcétera.

Viendo lo baldío de tu intención te vuelves a casa sin articular palabra. Y tampoco vas a argumenar sobre la necesidad de sindicatos. Sin embargo, al pasar por delante del hospital te paras y entras a saludar y ves al chapista con problemas de pulmón, al soldador con el pie en carne viva por las quemaduras, al herrero con las manos vendadas por las llagas, al recolector parapléjico en la cama, al del basurero que le acaban de comunicar que tiene alguna enfermad muy seria transmitida por los pinchazos (tal vez sida), al electricista echando chispas por todo el cuerpo del chispazo que se ha pegado, al peón de obra haciendo compañía al recolector de cocos, al camionero con todos los huesos rotos tras habérsele caído encima toda la carga, al carpintero echando de menos a sus pies o sus manos, al que limpia echando de menos la piel de sus brazos.

Buff, respiras tranquilo por un momento, por suerte aún no has oído hablar de ninguna gasolinera que haya saltado por los aires. Sin embargo, ¿No te suena ese enfermero que está sacando sangre al que trabaja en el basurero?

P.D.: ¿Alguien ha visto el arnés en la foto?

jueves, 13 de diciembre de 2007

Vuelta a casa

Una larga espera en una butaca precede a otra aún más larga luchando contra pesados párpados para pasar en un instante del invierno al verano. El gélido aire de la meseta deja paso a un frío aire artificial que anuncia un bochorno sin tregua al acecho tras el cristal. Todo cambia lenta pero rápidamente. He visto nacer y morir al sol en el horizonte bajo esta cúpula de hormigón. La cucharada lleva a la boca sabores que no hace mucho resultaban extraños y que ahora extrañas tras haber saboreado aquellos que añorabas pero que ahora te son ajenos. El picante oscuro y envolvente tan sólo cederá ante un nuevo e infinito bocado de arroz, convertido en necesario. Las frutas exóticas son ahora las más comunes y las que fueron comunes son exclusivas e inalcanzables. Mangos por manzanas, peras por papayas. Especias por doquier, un río vaporoso y fuerte, espeso como una niebla de invierno, que se ve, se siente pero no se toca, lo inunda todo. La nariz se satura y corresponde al paladar sacarte de dudas sobre qué es lo que comes. De tanto oler ya no hueles nada. Diríase que es la evolución natural para escapar así de un cargante hedor de contaminación y basuras. De tanto ver ya no ves nada. El desorden ordenado de una ciudad sin orden ya no te aturde. Los maduros verdes plátanos y las sabrosas verdes naranjas te aseguran que los colores del arco iris son pocos o están mal explicados. El amarillo es verde y el naranja también. De tanto oír ya no oyes. Como al sumergirte en agua, un manto de silencio de sonoros ruidos indeterminados se confunde tapándote los oídos. La música es tal que el aire: lo ocupa todo, es imposible escapar a él y sólo se consigue cuando ya no hay vida. De un modo apagado celebras que en tus oídos aún resuenen sin tregua los acordes agudos de instrumentos de cuerda ya tan familiares. Intuyes el ruido sordo que se escapa por un ajado tubo de escape proveniente del motor renqueante de la moto que te lleva. Y aunque ya no ves las imágenes te llegan nítidas y con perspectiva. Ha bastado recorrer medio mundo para volver a crecer, a pesar de tu edad, y sacar una cabeza a tantos. Un par de manos, palma contra palma, a la altura del pecho te dan la bienvenida mientras a mi alrededor se suceden las leves sacudidas de cabeza y multitud de expresiones onomatopéyicas. Mi respuesta es autómata. Ya nada te sorprende, piensas mientras sonrío, contento. Has vuelto a la que ahora es tu casa.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Periplo español


Han sido dos semanas de viaje por España: Hemos visitado Madrid, Oviedo, Gijón, Bilbao, Barcelona, Lérida y vuelto a Madrid. Han sido dos semanas de convivencia continúa y de descubrirles un poco más. Han sido catorce días de preguntas curiosas, hechos anecdóticos, sorpresas y descubrimientos. Escribo algunos ejemplos de lo que me viene a la cabeza:

¿Por qué son tan grandes los perros en España?¿Por qué todo el mundo juega con ellos, les silba y acaricia? Es difícil de entender cuando estás acostumbrado a ver chuchos de poca altura y menor peso al que todo el mundo tira piedras.

¿Por qué tienen un pájaro disecado en la habitación? He de reconocer mi total incapacidad para explicar que alguien quisiese tener un pájaro muerto consigo.

¿Es que la gente no para de comer? Acostumbrados como están a que comer no sea más que una necesidad vital, les sorprende ver tanta y tanta comida tan a menudo. Su frase favorita: estoy lleno.

"Estoy lleno" han soltado siempre antes de atracarse a jamón o de probar algún nuevo alimento. Como los niños pequeños dicen que no les gusta antes de probarlo, ellos dicen que ya no les cabe nada más. Les encanta el jamón, el salchichón, el fuel y el chorizo.

La mayor de la sonrisa iluminó sus caras cuando, por fin, les dieron salsa de soja para acompañar el arroz. Más bien el arroz acompañó la salsa de soja: un bote duró les duró dos comidas a los cuatro niños.

¿Cuántas manzanas pueden llegar a comerse antes de saciarse? Olvídate de las tartas, helados y demás postres y dales manzanas. Se vuelven locos pues es una fruta muy cara allí y las que hay son malas, para ser sinceros.

"¡Estás fumando!" te dicen riéndose al ver que te sale vaho por la boca. No conocen el frío. Estando en Bangkok, y para intentar hacerse una idea, Ratanak me coge la mano y me la coloca sobre un coco, que ha estado en la nevera, y me pregunta si en España hace tanto frío como lo que siento en la mano. De hecho, aunque se estén pelando de frío no te pedirán las chaquetas ya que no están acostumbrados. Al preguntarles si les gusta más Camboya o España te responden que su país es más bonito ya que ahí no hace frío.

La fascinación por las montañas y por el mar. Se quedaron embelesados viendo el mar desde el Castillo de Montjuic en Barcelona. ¡Y eso que miraban el puerto industrial de la Zona Franca! Les parece tan amplio y tan bonito que no entienden que la gente no se bañe ahora.

La alegría de Ratanak cuando le pusieron gafas. ¡Cómo se reía al poder ver las letras a 4 metros de distancia con sus gafas de once dioptrías! Y más contento que se le veía aún de poder ver de cerca con sus lupas de treinta y una dioptrías (y no es un error). No me extraña que se queje de que las gafas son pesadas.


Los diez minutos que se pasó en el lavabo hasta que me acabo llamando. Al acudir veo el suelo lleno de agua; ¡No sabía tirar de la cadena! pues nunca había visto un váter con cisterna. Con la única mano que tiene, en la que le faltan dos dedos, intentaba llevar agua del lavabo a aquél.

Lo alucinado que estaba el pequeño con los ascensores empujando las puertas para que se abriesen como si fuese un forzudo.

Y lo más sorprendido que estaba al ver el tamaño de chavales más jóvenes que él pero de mayor tamaño.

Las risas de todos al caérsele el ojo a Ratanak. Le pusieron un ojo postizo y todos se rién cuando se le cae y lo enseña, toca y mira como si fuese de verdad.

Las caras de asombro de la gente al ver a Mao llevar en la mano su prótesis de la pierna, como quien lleva una bolsa más.

La sorpresa de la Infanta Cristina al hacerle Mao, motu proprio, una genuflexión con una sóla piernas y las muletas al despedirse.
La insistencia en que cada uno duerma en una cama "como se hace en España" para luego encontrarme a Mao tirada en el suelo cubierta con el edredón porque "es más cómodo", acostumbrada como está a dormir en tablas de madera.

El agradecimiento sincero de cuatro chavales ante el apoyo de tanta gente que ha venido a verles, pues ellos son el motivo de nuestra visita. Constantemente saludando con una "hola, guapa", "adiós, guapo" a todo aquel que se cruzaba con ellos.

Los gritos de mamá y papá con acento camboyano imitando los míos sorprendidos por la relación entre padres e hijos, tan diferente a la que ellos han conocido.

La satisfacción de Channeng al poder contar su experiencia personal como víctima de las minas antipersona y poder participar en la campaña contra las bombas de racimo. La dura conferencia de Madrid que nos conmovió e hizo un nudo en la garganta a todos: http://www.elmundo.es/elmundo/2007/12/03/solidaridad/1196693137.html

El humor de Channeng deja muestras allá donde va: un periodista le pidió a Kike que cruzase las piernas para hacerle una foto y Channgeng soltó "¿Yo también hago lo mismo?" ¡Y no tiene piernas!.

Los abrazos de corazón que han ido repartiendo por los más insignificantes regalos y detalles. A la vuelta todo se compartirá entre todos los chicos del centro, reflejo de un auténtico espíritu navideño aunque los cuatro sean budistas.


A la gente que me dice "menudo trote" yo respondo "¡Qué gozada!"

lunes, 19 de noviembre de 2007

Channeng, el poderoso brazo del humor


19 años que aparentan 16 por su acné y por un cuerpo de tan sólo 30 kilos. Humor mordaz y ganas de reirse de todo, incluso de si mismo. Agradecido a más no poder con cualquier detalle. Tímido, como todos los camboyanos, en primera instancia pero lanzado una vez rota esa barrera. Le encantan las mujeres más que un lápiz a un tonto. Inquieto y con ganas de estudiar informática. Saltarín y bravo portero de fútbol que se tira sin temor a los pies de los delanteros aún a riesgo de partirse la cara. Tenaz, duro; no quiere compasión ni ayuda que no sea necesaria.
Ahora nos iremos juntos de viaje un par de semanas y no sé a quien de los dos le hace mayor ilusión visitar mi casa y ver como vivimos en España.

Y sí, no me olvido, una mina se le llevó por delante las dos piernas y un brazo hace un par de años.
Hoy se abierto el cielo sobre Battambang y muchos hubieran dicho que aquí empezaba el diluvio universal. Él me ha comentado que en su escuela había casi un palmo de agua y casi se desternilla de la risa al comentar que él no tenía porque preocuparse porque no se iba a mojar los pies.
¡Qué tío!


P.D.: Se muere de ganas de ir en bici


viernes, 16 de noviembre de 2007

Una boda camboyana (más)

Es el final de la temporada de lluvias. Eso conlleva la gran ventaja de que los caminos están embarrados y podrán ser reparados quedando bien para varios meses. Además, significa volver a disfrutar de atardeceres espectaculares. Y también de los amaneceres porque significa despertarse casi todos los días a las cinco de la mañana ya que empieza la temporada de bodas. ¡Y yo vivía tan tranquilo acostumbrado ya a los rezos de monjes y de imanes!
Las bodas camboyanas son toda una experiencia que, desgraciadamente, se repite todos los días y por todas partes. ¿Por qué no se desarrollan un poco y hacen como los países occidentales: irse a vivir juntos sin papeles o enlaces de por medio? Se podrá estar de acuerdo o no pero lo que es indiscutible es que me ahorraría unas cuantas ojeras. Con millones de jóvenes en edades casaderas (el 65% de la población tiene menos de 25 años) son infinidad las bodas que se celebran. Número que se ha de multiplicar por dos ya que las bodas duran dos días y el ruido dura dos días.
Los enlaces camboyanos parecen de quita y pon. En España cuando te vas a una boda, te preparas a conciencias. Los hombres la verdad es que tampoco tanto. Como mucho te afeitas y te compras una corbata nueva (porque te lo ha ordenado tu mujer o tu pareja para ir a juego con ella porque tú irías con la que tienes en el armario). Las mujeres lo pasan peor y se llegan a gastar un dineral con eso de no poder repetir vestido.
En Camboya todo es diferente. Tu día es como cualquier otro con la única diferencia de que sabes que a cierta hora tendrás que ir a un banquete. Sí, al banquete porque a la ceremonia, como ellos son budistas, sólo van los esposos y los monjes. Un par de horas y de vuelta.
Ellas sí se arreglan, y bastante. Sinceramente, están mejor sin arreglar que con todo esos kilos de maquillaje encima en un intento de aclararse la piel lo máximo posible. Y sin esos pelos crepados, rizados y lacados. También cuidan mucho el vestido, que ha de ser de falda larga y parte superior sexy (palabra usada por ellas para referirse a hombros descubiertos y multitud de flores y ornamentos básicamente horteras). Pero la gran diferencia es que el traje es alquilado. Por 8 dólares tienes el último grito del mercado. Yo siempre he sido muy favorable a alquilar pero una y otra vez he perdido esa batalla con cualquier mujer a la que se lo he planteado. Lo volveré a intentar y sé que volveré a perder. Lo único que han de comprar son esos zapatos con tanto tacón que no parecen lo más adecuado para un día de campo, pues es en medio del campo donde se celebra la boda (el cercano olor de vacuno te lo confirma).
Ellos tardan en arreglarse lo que tarda un calvo en peinarse. Hay algunos que llegan a ponerse corbata (seguro que tienen alguna cercanía familiar con los novios) pero son las excepciones. Eso sí, camisa y no camiseta.
Al llegar a la boda, que es fácil de localizar porque la música resuena a kilómetros de distancia, te hacen entrar, a través de un pasillo de damas y caballeros de honor vestidos del mismo color que los novios y que te dan una flor de bienvenida (envuelta en plástico, como todo en este país). Luego alguien te indica donde sentarte bajo una carpa de rosas, amarillos, verdes y azules con guirnaldas que pretenden ser doradas. Las mesas son para diez comensales y todas las sillas, de plástico, están recubiertas por una tela de colores marrones y rojizos y motivos geométricos. Hasta que no se han sentado diez personas en la mesa no sirven nada de comer. Y nada quiere decir que no te dan ni agua, ni hielo, ni cerveza, ni Coca cola (o algún sucedáneo más barato) mientras miras como algunos ya van por el tercer o cuarto plato. Porque tal y como llegas te pones a comer sin esperar a que llegue el resto de la gente. Tampoco es necesario haber visto a los novios que están dando vueltas por ahí o cambiándose en una de esas cinco mudas que han de vestir como mínimo (blanco, amarillo, azul, verde y rojo son los colores básicos).
A los camboyanos les encanta que la ropa les quede grande y lucir grandes hombreras y zapatos de punta así que muchas veces parecen niños jugando a probarse la ropa de sus hermanos mayores, luciendo un aire a veces grotesco.
En todo eso te fijas sentado en la mesa pues no puedes hacer más, ni tan siquiera hablar con los que están a tu lado ya que el volumen de la música es tan potente que te tapas los oídos. Es inútil levantarse y dirigirse al pinchadiscos para que te dé un respiro. Intentas hacerle comprender que no quieres que te vibre el cerebro con la letra de "Revlon Charlie", el último éxito camboyano dedicado a una colonia de hombre. En el preciso momento en que te vuelves a sentar en tu silla vuelve a girar el mando y suben los decibelios.
Por fin somos diez en la mesa (si nos juntamos más a alguno le parecerá inmoral) y llega la comida. Deliciosos aperitivos entre los que tan sólo llegas a distinguir cacahuetes pues el resto parece sacado de un documental de La 2 de extraños alimentos. Al menos tienes el vaso lleno de hielo hasta rebosar (fórmula cortés camboyana) y ya te han traído algo de beber. Hay que tomárselo con calma ya que irán saliendo bandejas y más bandejas. Es un festín y más en un país donde hay tanta gente pobre. El último plato, y como excepción al día a día, es arroz. Y de postre, como regalo, un paquete de galletas rellenas. Sí, de esas que compras en el súper cuando quieres picar algo.
Entre tanta comida, tragos de cerveza. Tragos largos, muy largos y larguísimos, con algún que otro sorbo corto para moderar. Tragos que se beben una cerveza de un litro de un tirón. Se trata de "beber cuánto puedas, lo más rápido posible durante el mayor tiempo posible". Es decir, pillar tal borrachera que luego se pasan la tarde durmiendo. No saben beber de otra manera y no paran de brindar entre ellos, y alguna vez con alguna mujer, para así beber más.
Y entre sorbos y trozos de pollo el tipo que tengo detrás mío, sentado en otra mesa, se gira para poder escupir y hurgarse entre los dientes sin molestar a los otros comensales de su mesa pero a tan sólo un palmo de mi cara.
Sinceramente, puede escupir porque en el suelo ya que entre el barro (ayer llovió), la paja, las botellas, latas y papeles un escupitajo no supondrá que tengan que ponerse a limpiar.

El momento de bailar ha llegado. Como ya han desmontado varias mesas que se han de llevar a otra boda (entre mesas de gente que aún no ha acabado de comer) hay espacio para los bailes. Éstos básicamente consisten en dar vueltas a una mesa como quien juega al corro de la patata, alzando los brazos y moviéndolos rítmicamente de un lado a otro como la tradición camboyana manda, al son de versiones jemeres de antiguos éxitos occidentales (escuchar "Eternal flame" en camboyano, con el estribillo en inglés, me hace pensar en lo cutre que es medio traducir las canciones, incluido al castellano). Bailes entre hombres que apestan a alcohol y con sus camisas por fuera ya llenas de grandes manchas de cerveza. Y ellas casi no bailan porque, aparte de descartar tan agradable compañía, se les clavan los tacones en el barro.

Han pasado ya 2 horas y es el momento de depositar nuestro regalo (un sobre, que te dan en la misma boda, para que pongas el dinero dentro) en la urna de alpaca e irnos. Por fin se acabará la música de unos altavoces más altos que yo y podré descansar.
Hasta que esta mañana me ha vuelto a despertar el entusiasmo de unos novios anunciando a bombo y platillo que se casan.
Si alguna vez me sentí despechado porque no me invitaron a una boda ahora pido, suplico no ser invitado.
Por favor, ¿Cuánto falta para que empiece otra vez la temporada de lluvias?
P.D.: La semana pasada, en otra boda, les pedí a los novio, ya que trabajan conmigo y viven al lado, que la música empezase tarde. Me contestaron que de acuerdo, que empezaría a las 5:30h. ¡Gracias, gracias por esa media hora más!

miércoles, 7 de noviembre de 2007

¡Qué mono!


Domingo, 2 de la tarde, en el autobús pasando las cinco horas de vuelta a Battambang, dormitando tras haberme echado sólo unas tres horas en la cama y deseando que todo pase sin sobresaltos. Primera parada, despertar incontable. Además de los innumerables sobresaltos, frenazos, gritos por los altavoces y bocinazos hay tres paradas para comer en un recorrido de trescientos kilómetros. Ya no cuento las veces que me han alejado de Morfeo a pesar de mi voluntad en visitarle. El autobús se vacía rápidamente pues por una vez parece que refresca más fuera que dentro. Estoy sentado en la penúltima fila y justo detrás de mí donde tendría que haber cinco personas hay nueve. Eso les motiva a salir más deprisa si cabe. Tanto que, viendo mi pereza en moverme, una madre me mira y me señala algo de los asientos de la última fila. Me giro par ver y me vuelvo para mirarla a ella, ya alejada, sorprendido. ¡Me está diciendo que me haga cargo del niño!
No tendrá más de dos años y está plácidamente dormido estirado ocupando poco más de un asiento, vestido sólo con una camiseta y un pantaloncillo viejos. ¿En qué habrá pensado para decidir que yo soy el tipo más adecuado para ocuparme del niño? No importa mucho porque esto parece ser muy camboyano. Tanto es así que los niños se van con el primero que les da la mano, acostumbrados como están a que sean muchas las personas las que, en un momento dado, les cuidan. Sin embargo, al cabo de un par de minutos, en los que el niño ha seguido durmiendo y yo aún no me he levantado de mi asiento, llega un niño mayor. Mayor porque es de más edad que él pero apenas levanta un metro del suelo ya que debe de tener, como mucho, cinco años. Aliviado con este súpercanguro me decido a bajar del autobús para estirar un poco las piernas.
El canguro y yo ya nos conocemos, el roce hace el cariño, o las ganas de enviarle a sentarse en la otra punta del autobús. Incluso la física camboyana ha encontrado su límite intentando hacer encajar nueves cuerpos en cinco asientos por lo que a él le ha tocado sentarse en el suelo, en el escalón que hay delante de la última fila, obligándole a asirse a los reposabrazos de los asientos de los de la penúltima fila. Uno de ellos es el mío y cada dos por tres noto su mano debajo de la mía, o encima, o apoyándose contra el reposabrazos, o indistintamente contra mi cabeza o mi hombro. Al principio me callo pero, cansado de no descansar, le pido que no se apoye tanto. Finalmente parece que hemos llegado a un acuerdo no escrito ni hablado de no molestarse el uno al otro e incluso me sonríe.
Y me sonríe cuando levanto la vista del libro y miro como los dos, el mayor y el pequeño, juegan. Y sonrío yo también. Allí, en medio, del autobús lo que parecen ser dos hermanos (eso sería una suposición demasiado occidental) se ríen, se sacan la comida de la boca el uno a lo otro y se la ponen en la propia, se ríen y se divierten sin importarles en absoluto las incomodidades.
Vuelvo a mi libro hasta que un sonido me fuerza a volver a mirarles. Estoy convencido: eso ha sido un pedo, una flatulencia, una ventosidad, un cuesco. Llámese como se quiera pero sonoro y maloliente. Si el ruido es proporcional al descanso que habrá sentido entonces es mejor que un masaje a cuatro manos.
Risas. ¡Qué mono el niño! (si fuese alguien mayor se me ocurrirían otros adjetivos como guarro, cerdo, gorrino, puerco, cochino antes que mono). Pero ya no parece tan mono cuando al mirar para abajo, al piso, nos damos cuenta que junto al pedo ha aparecido, marrón y vulgar, una cagada. Sí, allí en medio, bueno, en medio dura un momento porque con los zarandeos de su hermano acaba pisándola y su pequeño pie hace de espátula esparciéndola un poquillo. Nada, allí, a medio metro de mí.
Porque no, en este país no hay pañales. Los pañales son caros así que durante el tiempo que el niño no aprenda a aguantarse sus necesidades las dejará allí donde esté. ¡Qué invento los pañales!
Las ventanas se abren y las cabezas se asoman por ellas buscando un poco de aire no tan fétido. La marcha continúa hasta que el olor lo inunda todo y el ayudante del conductor llega hasta las últimas filas para ver qué ha pasado. Su cara no refleja la famosa sonrisa camboyana y manda al chofer pararse.
La madre saca una bolsa de plástico y junto a su hijo y ayudados los dos por un cromá (pañuelo típico camboyano) se ponen a limpiar las heces de ese niño tan mono, al que tras mirarle el pandero deciden que no hay que limpiarle más (será un niño muy limpio, pienso yo). Parece que ya han acabado y dejan el cromá y la bolsa, anudada, eso sí, en el suelo, como si la tela impregnada no oliese hasta que el ayudante con voz de sargento les dice que lo tiren fuera: se abren las puertas del autobús y afuera se fue. (nota aparte. Eso es lo primero que ves bajar del autobús en cualquier parada: la basura lanzada a través de la puerta aunque una vez abajo haya, de milagro, algún container). Pero sólo han tirado la bolsa ya que la madre se resiste a desprenderse del cromá. Casi empiezo a creerme que estos hacen desaparecer los olores pero no cree lo mismo el sargento-ayudante que también le ordena deshacerse de él. Tras unos repasillos más aquello parece que está limpio. Pero no. Falta el remate final. Falta pulverizar muy abundantemente con insecticida. Tanto que los que estamos al lado (en todo este rato nadie se ha levantado de su asiento) empezamos a asfixiarnos. Ya no sé si es peor el remedio o a la enfermedad.
Y todos me miran y se ríen como si yo fuese el único al que le molestase el olor de la mierda de un niño tan mono.
¡Vamos, que llegamos tarde! grita el chofer para dar por concluidas las tareas de limpieza, como si esperar un minuto más fuese a añadir mucho a nuestro ya retraso de cuarenta minutos.
Y vuelvo al libro, y los niños a jugar, y la música a sonar. Todo como antes, como si nada hubiese pasado, pero con las ventanas aún abiertas y sin ningún cromá más de recambio.

martes, 6 de noviembre de 2007

Día mundial contra las bombas de racimo

“Make it Happen” (Haz que suceda) es el lema bajo el cual ayer se organizaron actividades de información y protesta en alrededor de 40 países pidiendo la prohibición de las bombas de racimo en la próxima conferencia de Viena del 3 de diciembre.

Impulsados por el Cluster Munition Coalition (http://www.stopclustermunitions.org/), movimiento civil internacional que agrupa organizaciones civiles y no gubernamentales de desarrollo, y del Servicio Jesuita, quien lidera la campaña en Camboya, la Prefectura Apostólica de la Iglesia Católica en Battambang ha querido, a través de la decisión de Kike, el Prefecto Aspostólico, apoyar este movimiento global, por estar muy vinculado a la lucha contra las minas antipersonal.

Las bombas de racimo (conocidas en inglés como “cluster bombs”) son bombas que una vez en el aire abren su coraza para esparcir cientos de bombas más pequeñas del tamaño de una mano, los racimos, sin dirección y control alguno explotando y causando daño haya donde caigan, afectando mayoritariamente a la gente corriente. Sin embargo un porcentaje elevado de estos racimos, entre el 5% y el 30% según el modelo, no llega explotar esperando en el suelo para matar a mutilar a quien las recoja, actuando de este modo como minas antipersonal.

El gobierno camboyano, involucrando oficialmente en este proceso desde el principio, expresó esta misma semana través del Rey, Norodom Sihamoni, su deseo de que se incluya “asistencia a las víctimas, limpieza del terreno y sensibilización al riesgo”. Desde Camboya, fuertemente bombardeada con este tipo de bombas durante la guerra de Vietnam y con millones de minas aún por desactivar, ha surgido el testimonio de miles de víctimas.

En la sede de la Prefectura se organizaron por la tarde bailes tradicionales camboyanos y una conferencia abierta al público para dar a conocer qué son las bombas de racimo y en qué países se han utilizado,. Channneng, un chico de 19 años mutilado de ambas piernas y un brazo, testimonio cruel del uso de explosivos, participó en las lecturas entre otras personas discapacitadas. Así mismo Bopha, una bailarina de 14 años vestida de paloma de la Paz, manifestó estar “muy contenta de bailar por la paz en Camboya en el mundo entero”. Alrededor de 300 personas asistieron al evento, entre ellas un gran número de niños, quienes corren un gran riesgo al confundir los racimos explosivos con juguetes.


El grupo de baile del centro Arrupe para discapacitados representó el baile de la bendición y el grupo de baile de Tahen, que estuvo ya en España en 2.005 y volverá en octubre del próximo año, llevó a cabo una serie de bailes folclóricos acabando con el baile de las minas, alegoría de la situación que se vive en Camboya, pidiendo así la paz y la prohibición de las bombas de racimo.

Más tarde se hizo participar al público mediante concursos, preguntas sobre qué son las bombas de racimo y rellenado en palomas de papel sus mensajes de esperanza. El evento finalizó, entre cantos, con la liberación de palomas de la paz y de globos a los que se engancharon las palomas con los mensajes escritos.

Mientras, a tan sólo 400 metros, ingresaba en el hospital de Emergency una nueva víctima de mina: un hombre joven, padre de dos hijos, vecino de Chem, una mujer también mutilada de mina que trabaja en la Prefectura.

P.D.: El día 28 de noviembre, en Barcelona, y el 29, en Lérida, daremos Kike, Channeng y yo unas charlas sobre las bombas de racimo en El CaixaFoum.

Siempre he sido pacifista pero nunca me consideré militante activo pues, como nos pasa a todos, esto me caía muy lejos. Sin embargo, aquí se te remuevan las tripas y no puedes evitar estar de acuerdo.

martes, 30 de octubre de 2007

En el mundo de los olvidados


La cuestión sobre cuántos planetas contiene nuestro sistema solar, que gira en torno a la inclusión de Plutón, se queda corta en número, pues no son ni ocho ni nueve. Aquí, en nuestro planeta, existen infinitos mundos aparte tan lejanos que es asombroso lo poco que se tarda en llegar a ellos. Son los mundos olvidados por todos nosotros, los mundos de los necesitados, de aquellos que no tienen nada. Pero más olvidados aún, si es posible, están los mundos de los que han perdido su condición de seres humanos y a los que se les priva de todo trato de iguales. En Camboya, país de las maravillas de Angkor, he viajado hasta ellos.

Aquí, la miseria instalada en chozas de madera y paja en la que viven muchas familias no concede tregua y la tradición enseña a tener que ganarse el plato de arroz por uno mismo desde que se tiene uso de razón. Aquellos que en los infortunios de la vida hayan sido desprovistos de aquella o de su capacidad de ayuda no pueden esperar encontrar consuelo. La pobreza, permanente desde hace muchas generaciones, no lo entiende y únicamente enseña valores que no son poco más que brusquedad en el trato.

Peah, doce años de vida encogidos en cuclillas que apenas la levantan cuarenta centímetros del suelo, extraña a todo y a todos y a una altura a la que incluso los perros la miran desde arriba y tan sólo unos pollos sarnosos, desplumados y escuálidos lo hacen de frente desde su cercano nido pulgoso. Incluso se adivina un resquicio de desprecio en su mirada al ver como ese ser, que ya no humano, coge, mastica y traga piedras como si de un animal se tratase, ante la indeferencia de sus padres, abuelos y hermanos, que perdieron hace tiempo la condición de próximos para convertirse en distantes observadores.

El llanto monótono, cansado y débil de quien ya no tiene fuerzas para llorar revela las horas pasadas en ése su rincón, que hace de gallinero y trastero, mal vestida con una falda para niñas de su edad pero que a ella le queda tan grande que parece un muy largo poncho que ir arrastrando. El verde intenso y dorado de los dibujos no puede ocultar la suciedad acumulada durante semanas que se intercambian la tela y su cara al limpiarse, constantemente, los mocos y sus ya escasas lágrimas. Así pasa los días, entre oídos sordos de aquellos que la rodean, acostumbrados ya a un ruido continuo que el cerebro ya no pierde tiempo en escuchar, como quien cambia de canal ante anuncios incómodos y crueles.

Peah enseña que el más necesitado no es aquel que no tenga casa, ni agua corriente, ni comida o educación sino aquel que ha sido desposeído de su condición humana por sus iguales, al que le han quitado ese trato sin preguntar, llevándose con ello el afecto y el cariño y quedando reducido a un mero ser viviente a la espera de acabar sus días sumido en la desesperanza cuando su único pecado capital, condenada ya a vivir muerta, es ser discapacitada mental como si la culpa y la elección de tal ofensa hubiesen sido decisión suya.

Todas son caras de extrañeza y sorpresa al sentarme junto a ella, acariciarle la cabeza, sus mejillas, una de ellas con una gran cicatriz causada por el fuego, como si el castigo de la discapacidad no fuese suficiente, y agarrarle las manos haciéndole sentir que estoy ahí. Sus “próximos” se mantienen distantes y ni tan siquiera los perros se atreven a acercarse. Al besarle la mano, en la que toda la superficie de piel está cubierta por roña, barro y tierra me mira sorprendida por primera vez a los ojos, temerosa durante todo este rato, y es posible creer que, seguramente, es la primera vez la han besado.

A medida que se apagan sus quejas aumenta mi enfado; me hierve la sangre y se me sulfura el ánimo ante tanto desprecio y olvido. Quisiera gritar y escupirles a la cara palabras de desdén infinito y conseguir, siquiera por un momento, rebajarles a una altura a la que incluso las gallinas les mirarían desde arriba. Quisiera, cabreado hasta el alma por la rabia, denunciar y sacudir los cuerpos y las conciencias de aquellos que la rodean y de gobernantes corruptos e insaciables que tienen, supuestamente, el mandato de ayudarla y que con sus corruptelas sólo la mantienen en la pobreza, porque no es posible sumirla más en ella. Pero su familia, impulsada por la hambruna y la necesidad, justifica algo que no entiende como injusto con una falta de tiempo para hacerse cargo de alguien desvalido.

La pongo de pie, quiero que mire a sus hermanos a la cara y no desde abajo, y la siento con nosotros. Pero los llantos vuelven a su garganta y, autómata, se levanta para caminar torpemente y volverse a su rincón entre pajas, pollos, piedras y sombras dónde parece sentirse menos incómoda. Son doce años de indeferencia. Demasiados.

¿Cómo es el hombre capaz de tal denigración? ¿Por qué nosotros hemos tenido la suerte de evitarnos este olvidado mal trago? ¿Es esta la auténtica naturaleza humana? Sé que no porque el trabajo diario de ayuda a discapacitados físicos y mentales que lleva a cabo el equipo de trabajadores sociales (algunos de ellos mutilados de mina) para restaurarles su dignidad y derechos y las sonrisas de los casi cuarenta niños también discapacitados que viven en mi mismo centro así me lo han demostrado.

domingo, 28 de octubre de 2007

Un día de campo

Otro sábado y un paseo más por la campiña camboyana. Sin embargo no hay rastro de aquellas alharacas alegres que me sacudían el cuerpo cuando en la escuela me anunciaban una de esas excursiones que nos libraban de un día de lecciones pues, sencillamente, no me espera un tranquilo paseo en autobús.
El día ha amanecido cargado de una lluvia intensa y fresca que, aunque bienvenida y deseada en las horas de sueño, es maldecida y odiada con el volante en las manos. Me quedo en la cama intentando alargar el descanso todo lo que pueda evitando el gimnasio y el calzarme las zapatillas de correr. Un copioso desayuno me sirve para cargar fuerzas mientras espero que lleguen los visitantes que son la causa de mi excursión.
Iremos a Prey Thom, un poblado a poco más de sesenta kilómetros de Battambang, rodeado de terrenos infestado de minas, del que vienen tres niños mutilados que viven en nuestro centro y en el que estamos llevando a cabo un proyecto de desarrollo rural y al que se tarda en llegar, según plazca a la Diosa Naturaleza y al tráfico de camiones, entre una hora y media y tres horas. La carretera ofrece vistas preciosas de campos inacabables de verdes de intensidad inefable entre aldeas olvidadas de casas de madera y paja. Pero tan sólo esporádicamente veo todo lo me rodea porque los baches en la carretera atraen mi atención cual agujeros negros con la materia: no hay manera de escapar de ellos.
Y al llegar la visita sigue lloviendo. Y sigue también una hora más tarde cuando toca partir.
Cómo medida de precaución llevo el depósito lleno, doscientos dólares en el bolsillo (la mitad en moneda camboyana ya que en el campo no tendrán cambio de billetes grandes) y a un compañero camboyano de trabajo, Cheat, para que nos eche un cable en el remoto caso de que sea necesario. El restaurante en el que comprar comida y agua para llevar es nuestra última parada antes de enfilar definitivamente la marcha. Somos 5 personas en total: 1 camboyano y 4 españoles.
Empiezo a oír los comentarios jocosos sobre los baches y botes de mis compañeros españoles, neófitos en los caminos rurales. Con un "esta es la mejor parte" les aviso de que aún es pronto para quejarse más. Me parece que he pasado demasiado tiempo entre cráteres y baches porque tengo la impresión de que la carretera está bien.
Una hora y media de tormentas y sacudidas después llegamos a Camping Pui, un embalse artificial en el que la luz del sol riela en el agua entre nubes grises y amenazantes dejándonos embelesados. Haciendo un alto en el camino aprovechamos para comprar y comer semillas de flor de loto y así matar el hambre y el tiempo. Hemos recorrido treinta kilómetro y ya estamos a mitad de camino. Tan sólo falta rodear el lago y ya habremos pasado lo peor. Como aquí no ha llovido tanto en poco más de veinte minutos ya hemos pasado por ahí y enfilamos un camino más recto y sencillo que nos permite acelerar.
Sin embargo, al cabo de poco rato asoman puntos extremadamente embarrados que nos obligan a parar para estudiar el lugar idóneo de cruzarlos. Conducir un bicho de casi tres mil kilos con la reductora, en primera marcha, el motor a casi cinco mil revoluciones (su tope) y patinando y coleando cómo si estuvieses pisando mantequilla te dispara la adrenalina. Estoy convencido de que me he ganado mi diploma de conducción de cuatro por cuatro.
Pero todo lo que sube, baja y vuelves a la realidad de las dificultades en las comunicaciones y experimentas por ti mismo lo que supone vivir así, teniendo que emplear 2 horas en recorrer cuarenta kilómetros. ¿Qué haces si te coge un ataque de apendicitis? ¿Cuánto crees que tardará el 061?
Así que pasa lo que llevabas temiendo todo el día. Te lo han preguntado por la mañana y aunque no eres supersticioso eras reticente a responder: "¿Te has quedado alguna vez encallado en el barro?" Un "hasta ahora no" intenta evitar una rotunda negación que llame a gritos a la mala suerte. Pero, al igual que las diarreas, esto es algo por lo que tenías que pasar en tu experiencia camboyana y no hay prevenciones lingüísticas que lo puedan evitar. Resultado: Estás encallado.
Las cuatro ruedas del cuatro por cuatro, que ahora es un cero por cero, parecen girar como un torno, que se mueve rápidamente pero que, quedo, no va a ningún sitio. El barro no es más que agua saturada en arena que se hunde bajo tus pies y los voluntariosos empujes de mis acompañantes resultan vanos y no mueven nuestro encallado transporte ni un ápice. Y tras un buen rato de esfuerzo baldío aparecen los primeros campesinos que no hacen más que mirar como nos desgañitarños y nos reímos hasta que, viéndonos impotentes, pedimos ayuda a otro grupo, más numeroso, que también pasa por ahí.


Ahora somos unas 10 personas pero aquello sigue siendo inútil y decidimos que es hora de utilizar un tractor. En un principio no es posible porque no tiene combustible, a lo que sugiero que podemos sacarlo de nuestro depósito (Javi, has hecho bien en llenar el depósito hasta arriba). Sin saber el porqué, y después de haber sacado el tapón del mismo, parece que ya no hace falta. Hago un amago de averiguar el por qué pero desisto ya que saberlo (si es que llego a saberlo) no me servirá de nada y me supondrá perder tiempo.
Mientras van a buscar el tractor (no, nadie sabe cuánto tardarán) me sube a la parte trasera del todo terreno, que es abierto, para comer. A pesar de que reconozco que no es lo más bueno me como ávidamente arroz frito con verduras volviendo a pensar por enésima vez que las raciones camboyanos son de chiste de lo pequeñas que me parecen. Me he vuelto a olvidar de pedir dos.
Y entre bocados y risas u imaginación recrea un tractor de gigantes ruedas y motor potente con una cabina en lo alto para el piloto. ¡Baja de las nubes, piloto de rallys! Un motor algo más grande que un cortacésped de largos mangos con los que controlar las marchas y el gas y un par de ruedas metálicas es tu servicio de grúa. Y el cable que une tractor y coche está formado por un par de cuerdas atadas a cada extremo de un tronco.


A la quinta vez que se rompe la cuerda alguien pregunta "Nos vendrán a buscar ¿no?". A ver, déjame que piense, ¿Alguien ha oído hablar del Real Automóvil Club de Camboya? Me parece, sólo me lo parece, que aquí no hay ningún R.A.C.C. así que hay que seguir empujando. Además, ¿algún teléfono tiene cobertura? ¿Hay por ahí algún punto kilométrico que indique el número de carretera y la posición exacta? La respuesta obvia a esas preguntas es una clara invitación a cavar.
Tras haber puesto hojas, maderas, algún tronco pequeño y alguno más grande (ante nuestras atónitas miradas parecemos entender una de las posibles causas de la deforestación de este país: La facilidad con la que cortan uno o dos árboles de tamaño medio para sacar un coche del barro) hay que pasar a remedios más contundentes. De repente un par de camboyanos, estirados en el suelo y rebozándose en el barro, alzan el coche con un gato para poder sacar el barro y poner, en su lugar, algo con más agarre.

Ver a un tipo que no conoces de nada embarrarse de tal manera para hacer tu trabajo por tu dinero te hace verte cómo un tipo colonialista ya que sabes que no le pagarás, ni remotamente, lo que tendrías que pagarle a otro occidental para que lo hiciera.

Finalmente tras dos horas y media de empujar, cavar, acelerar, maldecir y reír conseguimos sacar el coche. Y aún nos quedan 15 kilómetros.
Llegamos a Prey Thom, bajo una tremenda cortina de agua, tras 5 horas y tan sólo 65 kilómetros.
Como está anocheciendo ya la visita es breve y hemos de enfilar el camino de vuelta. Nos recomiendan un camino alternativo que está mejor. A saber, mejor significa que seguramente, que no quiero decir seguro, no nos quedaremos encallados. En ningún momento se refiere a que sea menos bacheado y más rápido. Es un concepto que nos queda bien claro entre vuelos en los asientos, golpeos al techo y sacudidas en la espalda.
Un camión encallado en la parte "buena" del camino hace que tengamos que pararnos, de nuevo. Esta vez tengo que acelerar y pasar deprisa ante el riesgo de volver a embarrancar. Pero tanto acelero que acabo en un borde del camino y el coche se desliza hacia un badén. Una raíz se interpone en la trayectoria de la rueda delantera y evita que me vaya para abajo. Si me caigo, pasamos la noche aquí. Nadie te lo ha dicho pero sabes que no serás ni el primero ni el último en quedarse tirado en medio de algún camino. Tampoco me preocupa en exceso pues llevas dinero, chapurreas jemer y llevo a un camboyano, aunque tampoco me hace gracia. Y éste es el camino bueno.
Con algo de suerte y un poco de pericia conseguimos salir esperando que sea la última dificultad del día. Al cabo de poco pararemos porque necesitamos descansar algo ahora que ya es noche cerrada.
Me ha parecido distinguir una casa conocida en este camino que desconozco. Estoy casi seguro de saber dónde estoy. Me paro, salgo del coche, abro la puerta de la tienda y ahí, comiendo sobre una mesa y con algo más de pelo me lo encuentro. El padre me saluda efusivamente. ¡Es Titi! El niño de 3 años que lleve al hospital para que le curaran la herida. Ya no le queda rastro alguno de la herida más que una calva redonda en la que tal vez no crezca más pelo ya. Pero es lo de menos.
En un principio no me reconoce pero, al sentarme a su lado, se acomoda en mi regazo y me agarra los brazos y las manos. El padre no quiere dejarnos pagar nada de lo que compremos en la tienda, a lo que nos negamos. Se dirige hacia mí y me pregunta: "Bong (hermano mayor) ¿Cuánto tiempo estuviste en España?" ¿Cómo sabe él que yo estuve en España? No recuerdo haberle dicho nada. Me cuenta que se presentó con su mujer y sus dos hijos en la Prefectura, donde trabajo, con una gran bolsa llena de naranjas para ¡darme las gracias!
La bolsa, en la que tal vez haya unas 40 naranjas, vuelve a aparecer mientras nos ofrecen algo de beber. Las cervezas también aparecen en la mesa como por arte de magia entre risas y brindis al ritmo de "salud". Tengo más que suficiente pero me piden que me quede porque me quieren dar una bolsa aún más grande y nos quieren invitar a cenar.
Mientras, iluminados por la débil luz de una sóla vela, Titi se sienta en mi rodilla y me coge la mano para posarla en su pierna apoyándose contra mi pecho. ¡Esto sí que es una recompensa! A pesar de que el sueño le cierra los ojos y le ladea la cabeza se niega a irse a dormir.


Muy a pesar nuestro, y entre refunfuños de la mujer, que se ha puesto a cocinar, y los nuevos brindis de los hermanos del padre allí presentes, tenemos que irnos. Son las siete de la tarde y aún nos quedan más de cincuenta kilómetros.
Entre baches y más baches, en medio de la oscuridad y el silencio total recorremos los siguientes veinticinco kilómetros en una hora y media. Lo que en un principio era algo divertido y aventurero ya cansa y las caras denotan las ganas de llegar a casa o, al menos, a una carretera asfaltada (da igual que esté mal asfaltada pero que esté asfaltada). Me piden que no diga cuánto queda porque la espera se hace eterna. El final llega tras treinta y dos kilómetros y dos horas desde que dejamos a Titi.
Curiosamente son los últimos veinti y pico por la deseada y recta carretera asfaltada los que se hacen más largos. Si no fuese por el temblor del volante, el rechinar de la estructura metálica trasera y el olor a humedad y barro del interior, heridas inflingidas al coche, seguramente también sucumbiría al sueño. El silencio es casi total, apagada ya la radio tras escuchar infinidad de veces las mismas canciones.
Han sido casi diez horas de viaje de las que hemos pasado unas nueve dentro del coche para recorrer ciento cuarenta kilómetros entre el barro que, aunque duros, han merecido sobradamente la pena y que al menos, espero, hayan servido como respuesta a la pregunta de "Por cierto, Javi, si tan fértil es la tierra ¿por qué no exportan más sus cultivos?"


P.D.: Titi, lo prometido: en breve vuelvo a tu casa para comer contigo

jueves, 25 de octubre de 2007

¿Srei o Coun cromom?

Es sábado, 10 de la mañana, y dando una vuelta por los alrededores de Battambang nos cruzamos con una colorida carpa de anchas rayas verdes, azules, rojas y amarillas y guirnaldas rosas ocupando el borde del camino debajo de la cual hay multitud de mesas cubiertas con manteles de cuadros de tonos marrones y rojizos rodeada cada una de ellas por una decena de sillas rojas de plástico y un par grandes altavoces por los que resuena potente e ininteligible voz del orador de turno; nos hemos topado con una boda, está claro.
Luke y yo ya hemos sufrido en nuestros oídos decenas de bodas y nuestras ojeras son la mejor muestra de ello. Falta Ani, que acaba de llegar y la que queremos integrar rápidamente en la cultura camboyana por lo que no encontramos mejor manera que pararnos y decirle que vamos dentro. Además aprovecharé para sacar unas cuantas fotos. Con todo esto los camboyanos no tienen problema alguno. Es más que un blanco se junte con ellos durante la celebración parece subir el caché de los novios. Así que con 2 barranes y una blanca y guapa occidental parece que les ha tocado la lotería.
Al acercarnos a la entrada se nos ponen a hablar y en mi rudimentario jemer le pregunto a uno de ellos donde está la mujer (no, no sé como se dice novia a pesar de llevar 7 meses aquí) y nos indican que subamos al piso superior. Seguramente, pienso, está cambiándose en uno de los tantos vestidos que tiene que vestir para demostrar la riqueza de la pareja.
Para no quedar mal me dirijo a uno de los adultos que sostiene una gran copa entre sus manos, llena de billetes, y en la que gente deposita sus regalos, para darle algo de nuestra parte.
Al novio no se le ve por ningún lado.
Tras descalzarnos y dejar las sandalias encima de otros muchos pares ascendemos y lo primero que me llama la atención es la cantidad de beatas que hay y el olor a incienso. Las beatas son mujeres ancianas que se afeitan la cabeza y visten de blanco. Vienen a ser, salvando muchas distancias, las monjas budistas.
Me precede Ani, quien al atravesar el linde se voltea hacia mí y me mira extrañada pero sin decir nada pues no sabe cuales son las tradiciones camboyanas. Con sus ojos parece querer interrogarme si estira de la manta. ¿Cuál será la sorpresa? y ¿Por qué hacen eso?
Pero al entrar yo entre camboyanos sonrientes y con mi cámara colgando en el costado nos damos cuenta rápidamente de lo que pasa: ¡Estamos en un funeral!
¡Ani, por favor, no tires de la manta! Como un rayo sale de la habitación entre camboyanos con la sonrisa dibujada en sus rostros y beatas de labios radiantemente rojizos. Luke ni siquiera ha llegado a entrar y cuando le digo lo que pasa no podemos evitar que se nos escape alguna carcajada por lo bajo con Ani ya al pie de la escalera.
¡Y los camboyanos insistiéndome en que saque fotos y rogándome que me quede para contarme la historia de la fallecida mujer de 75 años!
Ya decía yo que algo no me cuadraba: no se oía música por ningún sitio a pesar de los altavoces.
Pero por el resto todo es igual que en las bodas.
Y aunque nos vamos precipitadamente, sobretodo para no reírnos por esta forma tan intensa y equivocada de empapar a una recién llegada en la cultura, el hombre del micrófono no para de darme las gracias con mil sonrisas por mi, reconozco, escaso donativo.
Ahora ya estoy advertido de que no es lo mismo preguntar por la srei (mujer) que hacerlo por la coun cromom (novia).

miércoles, 24 de octubre de 2007

¿Por dónde empiezas?


Falta de agua potable, suciedad ingente, falta de recogida de basuras, niveles de abandono escolar tan altos que piensas que parecen erróneos, una de las mayores tasas de mortalidad infantil de entre niños de 0 y 5 años más alta del mundo así como de madres durante el parto, malnutrición, una tasa de pobreza del 40%, una de los primeros puestos en la negra lista de países más corruptos del mundo, puesto 55 de 122 en los países con mayor desigualdad del mundo y subiendo puestos rápidamente, inseguridad jurídica a raudales, falta de higiene y atención médica, prostitución infantil, alta propagación del VIH y de la tuberculosis, etcétera. Y así podría seguir y seguir pues las necesidades de reforma de un país tercermundista, llamado eufemísticamente país en vías de desarrollo, son enormes. A quien haya estado en uno de ellos no le sorprenderá en nada esta lista.

Y cuándo llegas, te preguntas ¿por dónde empiezo? Pues por el principio y aplicando el dicho de quien mucho abarca poco aprieta. Soy consciente de que mi presencia aquí no es más que un granito de arena y que se tardarán años en ver los resultados. No seas impaciente, olvídate de los proyectos bien planificados a corto plazo de tu trabajo pues aquí no tienen sentido. Cambiar hábitos a base de educación requiere de mucho esfuerzo y tiempo. Tanto que muchos acaban quemados porque vivir durante años con la frustración drena las reservas de esperanza y por eso es de admirar la obra de los que a pesar de llevar tantos monzones a las espaldas siguen sonriendo, confiando en el futuro y animándote.

Muchas veces lo has oído en la tele o en la radio pero hasta que no lo ves no lo crees. ¿Cuál es la primera necesidad humana? Si no la puedes cubrir ya te pueden venir con cuentos sobre desarrollo. Sí, es comer. Hay que ver como me puedo poner cuando el estómago me ruge reclamando que lo llene. No consigo concentrarme en nada más que no sea en llevarme algo a la boca. Y eso que muchas veces se trata de tomarse algo tan necesario como la merienda.

Pues ahí empieza la trampa de la pobreza: Si no tienes qué comer sólo te puedes dedicar a sobrevivir y no puedes ni quieres pensar en educarte y poder liberar tu mente para cosas tan lejanas como montar un negocio. Y el hambre no distingue de sabores y así comes cualquier cosa que mueve y cualquier tallo verde y flor colorida que te proporcione el campo.

Junto al agua va la comida. No tengo estadística alguna para saber cuanta gente tiene acceso a agua potable pero ni hace falta ni me apetece buscarla. Si el 80% de la gente vive en el campo sé que, por lo menos, el 80% de la población no tiene agua potable. Y no tener agua potable significa depender que la impredecible naturaleza te llene tus botijos de agua para no tener que ir a buscarla, como sucede en los insufriblemente secos meses de la temporada seca, a charcos de agua estancada y verdosa que se van secando o, si eres afortunado, a pozos con agua contaminada de arsénico.

Oye, con esta dieta tan equilibrada ¿cómo es posible que enfermes? Acidez de estómago, fallos hepáticos agravados por cantidades ingentes de vino de palma ingeridas durante años, hipertiroidismo, malnutrición crónica e infecciones intestinales. Y la guinda a este pastel lo pone un poco de dengue y otro tanto de malaria.

Y , entonces ¿qué haces? Pues no te queda otra que entrar en la rueda de la deuda. Y cuando entras ahí no sales. Aquí el banco no es más que el recurso de unos pocos y el prestamista de turno no se deshará en amabilidades como esos sonrientes empleados de los anuncios. No, aquí, de media por cada 100 dólares que pides has de devolver al mes siguiente 110. Es decir, ¡todo más un 10% mensual! Mmmm, eso es el euribor más ¿cuanto? No creo que a ese interés se vendiera un solo piso en España.

Lluego pasa lo que pasa: niños que no van a la escuela porque han de trabajar para poder comer y pagar las deudas familiares, o porque no tienen dinero para pagar el dinero de las clases de repaso que exigido el mal pagado profesor forzado a utilizar ese remedio, padres que emigran cada uno por su lado a Tailandia dejando los niños al cuidado de quien sabe quién, reutilización de los preservativos (sí, aunque suene increíble se lavan y se reutilizan para no estar comprando más), gente forzada a vender la tierra para hacer frente a los pagos y convirtiéndose en indigentes, y una plaga de iliteratos yéndose a la capital soñando en emular lo que ven en la tele quedando a merced de cualquier trabajo y que acabarán, muchos de ellos, mendigando más de lo que lo hacían en el campo y gente expulsada por no poder demostrar la propiedad ante un juez corrupto untado por las mafias.

Pero para aquel que ya está contra la pared no queda otra opción que tirar para delante, avanzar e intentar, con la ayuda de todos lo que seguimos creyendo y educación y más educación, volver a levantarse para ésta vez caminar más decidido y conseguir, al final, como hacemos nosotros mismos sin apercibirnos, andar independiente y seguro sin tener que ser un valiente a cada vez.

martes, 23 de octubre de 2007

Cuestión de estatus

Estoy en el autobús abstraido jugueteando con el móvil cuando el chico sentado a mi izquierda intenta entablar conversación conmigo y más mal que bien me pregunta por esa antigualla de teléfono que sostengo en la mano y si no tengo dinero para comprarme uno nuevo.
No puedo evitar mirar al chico de arriba a abajo y pensar que estamos yendo en un autobús y no en uno de esos tanques móviles que tanto se ven por aquí, por qué cuando más grande y brillante mejor, y que su móvil no es ninguno de última generación como para que vaya aleccionando a la gente con su estilo, gracia y fortuna.
Y ello me hace pensar en cómo en Camboya es muy importante la demostración del estatus de cada uno que se demuestra, básicamente, a través del teléfono y del coche.
Las calles están plagadas en sus aceras de tiendas de móviles relucientes y enormes coches, muchos de ellos 4 x 4, que también saturan el tráfico.
La respuesta que le doy no la entiende pues le digo que mi teléfono aunque viejo es robusto, funciona perfectamente y la batería me aguanta unos 4 días al no tener ni colores ni sonidos polifónicos, y que no necesito más. Y me contesta que sólo cuesta unos 100 dólares. Y cuando le pregunto cuánto cobra me contesta que un poco más de 100 dólares. ¡Comprarse un teléfono con el salario de un mes! Echando cuentas del salario medio en España sería como comprarse un teléfono de unos 1.250 euros. La verdad es que por ese precio más valdría que hasta me hiciese un masaje y me pasase peliculas como si estuviese en el cine. De nada sirve argumentar, pues no lo entiende, que prefiero gastarme el dineo en otra cosa y que él puede claramente intuir que tengo ese montante ya que un billete de ida y vuelta a España no te sale por menos de 1.00o dólares. Para él tengo que ser pobre por mucho que le dé explicaciones.
Del mismo modo que me han preguntado más de una vez si soy pobre por no querer subirme a un motodop (moto taxi) ya que prefiero ir en el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando.
¿Por qué ir a pie si te pueden llevar? Y ¿por qué ir en moto si puedes ir en coche? Y, ¿por qué ir en coche pequeño cuando te pueden llevar en un mastodóntico 4 x 4? Ésa es su filosofía.
Un par de anécdotas sirven para ilustrar mejor como piensan ellos.
Este verano a una chica que estuvo por aquí le robaron la mochila con bastante dinero dentro en un pueblo pequeño. Al día siguiente una persona que no tenía nada se compró un móvil de ¡400 dólares! Eso sí, luego tendrá que ir tirando de la electricidad de otro para cargar la batería, pero la electricidad ya no forma parte del estatus.
Lo segundo es ver todos esos Lexus, sí, sí, Lexus, 4 x 4 pululando por aquí, con sus ruedas anchas y su coraza que les hace parecer indestructibles. La verdad es que los comparas con algún Porsche Cayene (hoy los he visto por primera vez en la capital) y éste último te parece pequeño y de juguete por lo voluminoso que resulta el otro.
Pues hay que saber que la gran mayoría de esos coches son de segunda mano, legales o ilegales muchos de ellos. Los coches tienen una apareciencia magnífica pues nos se aprecia raya alguna en sus brillantes y cromadas superficies. Pero si te vas algún día a una tienda de coches (y no hablo de concesionarios porque son más bien tiendas multimarca: todo se compra y todo se vende) verás a algún enjuto camboyano en cuclillas lavando, pitando o cromando para que todo reluzca y resalte más. Por unos 10.000 dólares puedes conseguir uno de esos coches de segunda, tercera o "quien-sabe" mano. Y quien no puede con el coche se compra una moto.
Y al pasearte por las aldeas ves chozas, porque a veces a ese habitáculo en el que viven sólo se le puede describir así, y ves motos nuevas de trinca en la puerta y a alguien sacando brillo a un móvil que tiene conexión a internet en un país en el que no hay cobertura móvil de internet y cuyo dueño no puede hacer uso de los cientos de mensajes de texto que te ofrecen las operadoras porque no sabe una palabra de inglés para escribir al menos uno.
Pero no haces preguntas, has aprendido, está claro que el saber inglés no forma parte del estatus.

viernes, 12 de octubre de 2007

Palpando la felicidad


60 personas se apretan unas a otras en un autobús de 42 plazas. Desde el coche cinco personas más vemos como en cada fila de dos asientos encuentran espacio tres cuerpos. Y así, pasando calor y agobiados por la falta de espacio durante ocho horas recorremos el camino. Pero lo que tendría que ser un ambiente de caras largas, refunfuños y quejas es todo el rato alegría, bromas, cantos y aplausos a los múltiples bailes y espectáculos ofrecidos en el pasillo del autobús. Nos vamos a la playa, nos vamos a Sihanoukville.

Los 38 niños mutilados por mina, enfermos de polio o ciegos del centro de discapacitados Arupe, 3 adultos y 24 voluntarios de España, Australia, Japón y Francia pasaremos 2 días entre la arena y el agua de la playa y 2 días más devorando los 450 kilómetros que separan nuestra casa y la costa.

El equipaje de maletas, muletas, sillas de ruedas, ropa y comida parece liviano por los quintales de energía y alegría que despreden las sonrisas inacabables de aquellos a los que se supone que vamos a dar algo y que, sin saberlo ellos, son los que nos dan.

Ni tan siquiera una bienvenida a nuestra llegada de truenos y cortinas de agua les apaga el espíritu. Son camboyanos y saben que aunque esta noche llueva mañana por la mañana el sol estará ahí, brillante, quemándoles las espaldas.

Y no hay plan que duré menos que nuestra intención de organizar juegos en la arena al ver las caras suplicantes de los niños indicándonos el camino del agua con su miradas. Impacientes, aunque obedientes, no paran de suspirar para acercarse despacio y temerosos a la orilla unos y a corazón desbocado esperando chocarse con las olas otros.

¿Qué es la felicidad? Busco en mi vocabulario pero no alcanzo a encontrar una definición para ello. Pero yo la ví, la palpé y la disfruté. Metido en el agua agarrando a niños con cuerpos de trapo que se sienten ingrávidos en el agua y que parecen olvidar sus limitaciones, con un brazo inquieto sujetándose a mí por la espalda (y no con más porque el otro y las piernas fueron el precio exigidos por la mina) o rebozado de arena entre muletas y pelotas de fútbol o en corro devorando ávidamente unas deliciosas sepias a la brasa la he sentido, la he visto, la he tenido y la he compartido.

Y compartes todo: el temor a que la lluvia impida volver a repetir lo que ya has vivido, que se disipa con su convinción a volver, el dormir en el suelo durante 3 días, el asfalto, las esperas, las comidas, y las risas.

Y las caras de agradecimiento y las mil veces que la palabra gracias suena en sus bocas te confirman que sí, que se puede soñar despierto, que acabas de vivir un sueño, la experiencia de una vida.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Vida de perro

Estoy paseando y oigo a alguien decir "Menganito lleva una vida de perro" dando entender lo lo mal que vive, pues los perros viven mal, se supone.

Inmediatamente no puedo evitar ponerme a pensar en el fiel y leal amigo que tienen mis padres en Barcelona. Reconozco no ser el mejor amo del mundo y comprarle todos los juguetes y ropajes disponibles en la tienda para mimarle pero aparte de eso Scully, que así se llama, baja dos o tres veces al día a la calle, come diariamente su pienso y alguna que otra galleta o sobra, cada mañana recibe sus 10 minutos de caricias para darle los buenos días, duerme cuanto quiere, si enferma el veterinario lo sana y cuando va al campo es más feliz que unas pascuas. Aparte de faltarle alguna perrita con la que echar una cana al aire no es que tenga una vida muy de perro. Es decir, come, juega, duerme y recibe atenciones y cariño. No está mal e incluso alguno podría pensar, estresado por el trabajo, ¡Yo quiero una vida de perro!

Pero en Camboya ves un maloliente pielyhuesos, hogar de pulgas y parásitos, sarnoso, de andares inquietos, mirada insegura, ladridos silenciados, patas finas, cuerpo estrecho, costillas marcadas, áspero pelo, hocico fino, puntiagudas orejas cortas, largo rabo gacho, miedoso desde que le robaron su braveza las pedradas de niños, ancianos, muchachos y adultos, desconocedor de un regazo y del cariño, con más puntapiés en el cuerpo que un balón de fútbol en el patio de un colegio, lleno de cicatrices, recuerdo inborrable de la afinada puntería de los tirachinas de los chavales, olfateador infatigable en busca de su comida diaria y que es lo más diferente a esa mimada mata de pelo limpia, peinada, sana, simpática, cariñosa, fiel y tal vez gorda que tienes ahí, a tu lado, mientras lees este blog a la que llamas perro. Pero éste no es can albarraniego, ni alforjero, ni braco, ni brucero, ni sabueso, ni de ayuda, ni de busca, ni mucho menos lucharniego, ni viejo, ni de casta, ni tan siquiera faldero mas simplemente feo y callejero.
Y al principio cuando vas a correr te ladran, a escondidas de los amos. e incluso alguno te persigue preocupándote y haciéndote pensar en comprarte algún silbato de ultrasonidos que los ahuyente hasta que un día imitas a los camboyanos y levantas la mano haciendo ademán de tirar una piedra provocando en el chucho una estampida como alma que lleva el diablo dejándote claro cómo les tratan.
Aunque peor les trataría el veterinario, por poner un nombre a quien, bisturí en mano, les raja por donde sea necesario, dejándolos tirados en un rincón sin gasas, ni algodones o calmantes.

Entonces un lamento de tu perro te hace volver a la realidad y a la la conversación y no puedes evitar interrumpir con una pregunta:
Lleva vida de perro pero ¿perro de dónde?¿español o camboyano?

jueves, 20 de septiembre de 2007

Las 3 preguntas

A mi educaron a decir siempre por favor y gracias, además de otras frases corteses. Y en todos aquellos lugares en los que he estado lo primero que he intentado aprender es a decir esas frases en el idioma del lugar tan sólo esperando que el otro entiendese mi buena predisposición e interés, por mucho que me pareciese que la boca se me llenaba de sonidos sin sentido.

Sin embargo ya se sabe que no hay verdades universales (y ni siquiera esto es verdad) pues los libros de idiomas no incluyen las fórmulas camboyanas. El orden de aprendizaje suele empezar por un hola, un por favor, un gracias, un adiós y un me llamo tal. Luego puedes continuar con un qué tal y un, como mucho, ha sido un placer pero estoy convencido de que a la señorita Rottenmeyer de turno no le pides que te enseñe, así de sopetón, expresiones como "vengo de hacer la compra en el mercado", "tengo que ir al banco" o "aunque te parezca increíble y a pesar de ser las 10 de la mañana aún no he desayunado".

Estas extrañas frases no son más que simples respuestas a las tres preguntas más famosas y recurrentes que saldrán de la boca de un camboyano como fórmula de cortesía. A saber:

- ¿Moc pi ná?
- ¿Tao ná?
- ¿Ñambai jaui?

No, el camboyano no se escribe así ¡Ojalá! Aquí tienes una transcripción fonética, de las que llenan mi libreta de apuntes, para saber, ménos que más, como se pronuncian. La traducción es un simple: ¿De dónde vienes?¿A dónde vas?¿Has comido ya?

Es práctica común que las tres preguntas se hagan una a continuación de la otra cuando apenas has tenido tiempo de articular, con gran esfuerzo mental, la respuesta para la primera. Como alternativa (agradecido por tu fatigado cerebro) pueden preguntarte sólo una de las dos primeras según si te vas o vienes y ven que por tus veloces andares no tienen tiempo para más.

Tú llegas a casa y tras tu chom-rip-sú (hola, para que nos entendamos) te sueltan un moc-pi-ná. Piensas que qué majo el chaval que quiere entablar convesación contigo, orgulloso como estás de responder en su lengua, y no lo piensas antes por que la cabeza no te da para tanto con esto del jemer; una cosa u otra. Y sin más dispara la segunda: "¿Tao ná?" ¡Eh! ¿Para qué quiere saber a dónde voy? Pero si al final del pasillo sólo está mi habitación, razonas para ti mismo. Y vuelves a contestar (espera que piense un ratito, le haces entender con la mano, que no me acuerdo de cómo se dice habitación). Entonces, cuando piensas que ya está, te da la puntilla como a un toro agonizante: ¿Ñambai jaui? "Espera (de nuevo), déjame que piense" parece decir tu sorprendida cara porque te ha parecido entenderlo, es más, estás casi seguro de haberlo entendido pero dudas de tu capacidad de comprensión porque no es posible (o al menos no lo es para ti) que te esté preguntando si a las 10 de la mañana has comido ya tu plato de arroz con pescado. Y al ir a contestar te das cuenta de que él ya está, impaciente, a punto de enfilar el camino de los fogones para servirse casi sin esperar a tu respuesta.

Así funciona la cortesía camboyana. En realidad, a excepción de lo que digas sobre la comida, lo demás carece de importancia. Yo, al principio, intentaba estrujarme el cerebro para dar respuestas correctas, verdaderas y variadas hasta que caí en la cuenta de que todos los días puedes decir que vienes de correr 30 kilómetros bajo un sol asfixiante o que vas a ello y lo único que harán es sonreirte sorprendidos por tu afición a cansarte y seguirán comiendo sus mangos verdes con sal picante. Y en cuanto al ñambai lo cierto es que al final siempre acabas diciendo lo mismo: Ot clien, que viene a ser un no tengo hambre. Lo dices a pesar de que el estómago esté consntantemente rugiendo como un león y a punto de colapasarse acostumbrado como estás a que te ofrezcan las cosas más raras y (muchas veces) asquerosas que has probado nunca. Sí, lo dices a menos que veas delante tuyo que es lo que te pueden ofrecer (y digo pueden y no van ya que tal vez te ofrecen algo que sale de algún lugar escondido) Porque ¿de verdad te apetece comerte un plato de arroz con pescado fermentado rehogado en aceite de palma y ajo?.
Pero por si dices que sí: ¨¡Ñambai chingan y chum rip lía!
(O sea, ¡Qué aproveche y adiós!)



P.D.: Si algún día vas por Camboya no hagas mucho caso a mis traducciones fonéticas. Tras seis meses aquí sólo me entienden los del centro en el que vivo; como un padre entiende perfectamente a su hijo que balbucea y los demás sólo entendemos eso, balbuceos.