martes, 30 de octubre de 2007

En el mundo de los olvidados


La cuestión sobre cuántos planetas contiene nuestro sistema solar, que gira en torno a la inclusión de Plutón, se queda corta en número, pues no son ni ocho ni nueve. Aquí, en nuestro planeta, existen infinitos mundos aparte tan lejanos que es asombroso lo poco que se tarda en llegar a ellos. Son los mundos olvidados por todos nosotros, los mundos de los necesitados, de aquellos que no tienen nada. Pero más olvidados aún, si es posible, están los mundos de los que han perdido su condición de seres humanos y a los que se les priva de todo trato de iguales. En Camboya, país de las maravillas de Angkor, he viajado hasta ellos.

Aquí, la miseria instalada en chozas de madera y paja en la que viven muchas familias no concede tregua y la tradición enseña a tener que ganarse el plato de arroz por uno mismo desde que se tiene uso de razón. Aquellos que en los infortunios de la vida hayan sido desprovistos de aquella o de su capacidad de ayuda no pueden esperar encontrar consuelo. La pobreza, permanente desde hace muchas generaciones, no lo entiende y únicamente enseña valores que no son poco más que brusquedad en el trato.

Peah, doce años de vida encogidos en cuclillas que apenas la levantan cuarenta centímetros del suelo, extraña a todo y a todos y a una altura a la que incluso los perros la miran desde arriba y tan sólo unos pollos sarnosos, desplumados y escuálidos lo hacen de frente desde su cercano nido pulgoso. Incluso se adivina un resquicio de desprecio en su mirada al ver como ese ser, que ya no humano, coge, mastica y traga piedras como si de un animal se tratase, ante la indeferencia de sus padres, abuelos y hermanos, que perdieron hace tiempo la condición de próximos para convertirse en distantes observadores.

El llanto monótono, cansado y débil de quien ya no tiene fuerzas para llorar revela las horas pasadas en ése su rincón, que hace de gallinero y trastero, mal vestida con una falda para niñas de su edad pero que a ella le queda tan grande que parece un muy largo poncho que ir arrastrando. El verde intenso y dorado de los dibujos no puede ocultar la suciedad acumulada durante semanas que se intercambian la tela y su cara al limpiarse, constantemente, los mocos y sus ya escasas lágrimas. Así pasa los días, entre oídos sordos de aquellos que la rodean, acostumbrados ya a un ruido continuo que el cerebro ya no pierde tiempo en escuchar, como quien cambia de canal ante anuncios incómodos y crueles.

Peah enseña que el más necesitado no es aquel que no tenga casa, ni agua corriente, ni comida o educación sino aquel que ha sido desposeído de su condición humana por sus iguales, al que le han quitado ese trato sin preguntar, llevándose con ello el afecto y el cariño y quedando reducido a un mero ser viviente a la espera de acabar sus días sumido en la desesperanza cuando su único pecado capital, condenada ya a vivir muerta, es ser discapacitada mental como si la culpa y la elección de tal ofensa hubiesen sido decisión suya.

Todas son caras de extrañeza y sorpresa al sentarme junto a ella, acariciarle la cabeza, sus mejillas, una de ellas con una gran cicatriz causada por el fuego, como si el castigo de la discapacidad no fuese suficiente, y agarrarle las manos haciéndole sentir que estoy ahí. Sus “próximos” se mantienen distantes y ni tan siquiera los perros se atreven a acercarse. Al besarle la mano, en la que toda la superficie de piel está cubierta por roña, barro y tierra me mira sorprendida por primera vez a los ojos, temerosa durante todo este rato, y es posible creer que, seguramente, es la primera vez la han besado.

A medida que se apagan sus quejas aumenta mi enfado; me hierve la sangre y se me sulfura el ánimo ante tanto desprecio y olvido. Quisiera gritar y escupirles a la cara palabras de desdén infinito y conseguir, siquiera por un momento, rebajarles a una altura a la que incluso las gallinas les mirarían desde arriba. Quisiera, cabreado hasta el alma por la rabia, denunciar y sacudir los cuerpos y las conciencias de aquellos que la rodean y de gobernantes corruptos e insaciables que tienen, supuestamente, el mandato de ayudarla y que con sus corruptelas sólo la mantienen en la pobreza, porque no es posible sumirla más en ella. Pero su familia, impulsada por la hambruna y la necesidad, justifica algo que no entiende como injusto con una falta de tiempo para hacerse cargo de alguien desvalido.

La pongo de pie, quiero que mire a sus hermanos a la cara y no desde abajo, y la siento con nosotros. Pero los llantos vuelven a su garganta y, autómata, se levanta para caminar torpemente y volverse a su rincón entre pajas, pollos, piedras y sombras dónde parece sentirse menos incómoda. Son doce años de indeferencia. Demasiados.

¿Cómo es el hombre capaz de tal denigración? ¿Por qué nosotros hemos tenido la suerte de evitarnos este olvidado mal trago? ¿Es esta la auténtica naturaleza humana? Sé que no porque el trabajo diario de ayuda a discapacitados físicos y mentales que lleva a cabo el equipo de trabajadores sociales (algunos de ellos mutilados de mina) para restaurarles su dignidad y derechos y las sonrisas de los casi cuarenta niños también discapacitados que viven en mi mismo centro así me lo han demostrado.

domingo, 28 de octubre de 2007

Un día de campo

Otro sábado y un paseo más por la campiña camboyana. Sin embargo no hay rastro de aquellas alharacas alegres que me sacudían el cuerpo cuando en la escuela me anunciaban una de esas excursiones que nos libraban de un día de lecciones pues, sencillamente, no me espera un tranquilo paseo en autobús.
El día ha amanecido cargado de una lluvia intensa y fresca que, aunque bienvenida y deseada en las horas de sueño, es maldecida y odiada con el volante en las manos. Me quedo en la cama intentando alargar el descanso todo lo que pueda evitando el gimnasio y el calzarme las zapatillas de correr. Un copioso desayuno me sirve para cargar fuerzas mientras espero que lleguen los visitantes que son la causa de mi excursión.
Iremos a Prey Thom, un poblado a poco más de sesenta kilómetros de Battambang, rodeado de terrenos infestado de minas, del que vienen tres niños mutilados que viven en nuestro centro y en el que estamos llevando a cabo un proyecto de desarrollo rural y al que se tarda en llegar, según plazca a la Diosa Naturaleza y al tráfico de camiones, entre una hora y media y tres horas. La carretera ofrece vistas preciosas de campos inacabables de verdes de intensidad inefable entre aldeas olvidadas de casas de madera y paja. Pero tan sólo esporádicamente veo todo lo me rodea porque los baches en la carretera atraen mi atención cual agujeros negros con la materia: no hay manera de escapar de ellos.
Y al llegar la visita sigue lloviendo. Y sigue también una hora más tarde cuando toca partir.
Cómo medida de precaución llevo el depósito lleno, doscientos dólares en el bolsillo (la mitad en moneda camboyana ya que en el campo no tendrán cambio de billetes grandes) y a un compañero camboyano de trabajo, Cheat, para que nos eche un cable en el remoto caso de que sea necesario. El restaurante en el que comprar comida y agua para llevar es nuestra última parada antes de enfilar definitivamente la marcha. Somos 5 personas en total: 1 camboyano y 4 españoles.
Empiezo a oír los comentarios jocosos sobre los baches y botes de mis compañeros españoles, neófitos en los caminos rurales. Con un "esta es la mejor parte" les aviso de que aún es pronto para quejarse más. Me parece que he pasado demasiado tiempo entre cráteres y baches porque tengo la impresión de que la carretera está bien.
Una hora y media de tormentas y sacudidas después llegamos a Camping Pui, un embalse artificial en el que la luz del sol riela en el agua entre nubes grises y amenazantes dejándonos embelesados. Haciendo un alto en el camino aprovechamos para comprar y comer semillas de flor de loto y así matar el hambre y el tiempo. Hemos recorrido treinta kilómetro y ya estamos a mitad de camino. Tan sólo falta rodear el lago y ya habremos pasado lo peor. Como aquí no ha llovido tanto en poco más de veinte minutos ya hemos pasado por ahí y enfilamos un camino más recto y sencillo que nos permite acelerar.
Sin embargo, al cabo de poco rato asoman puntos extremadamente embarrados que nos obligan a parar para estudiar el lugar idóneo de cruzarlos. Conducir un bicho de casi tres mil kilos con la reductora, en primera marcha, el motor a casi cinco mil revoluciones (su tope) y patinando y coleando cómo si estuvieses pisando mantequilla te dispara la adrenalina. Estoy convencido de que me he ganado mi diploma de conducción de cuatro por cuatro.
Pero todo lo que sube, baja y vuelves a la realidad de las dificultades en las comunicaciones y experimentas por ti mismo lo que supone vivir así, teniendo que emplear 2 horas en recorrer cuarenta kilómetros. ¿Qué haces si te coge un ataque de apendicitis? ¿Cuánto crees que tardará el 061?
Así que pasa lo que llevabas temiendo todo el día. Te lo han preguntado por la mañana y aunque no eres supersticioso eras reticente a responder: "¿Te has quedado alguna vez encallado en el barro?" Un "hasta ahora no" intenta evitar una rotunda negación que llame a gritos a la mala suerte. Pero, al igual que las diarreas, esto es algo por lo que tenías que pasar en tu experiencia camboyana y no hay prevenciones lingüísticas que lo puedan evitar. Resultado: Estás encallado.
Las cuatro ruedas del cuatro por cuatro, que ahora es un cero por cero, parecen girar como un torno, que se mueve rápidamente pero que, quedo, no va a ningún sitio. El barro no es más que agua saturada en arena que se hunde bajo tus pies y los voluntariosos empujes de mis acompañantes resultan vanos y no mueven nuestro encallado transporte ni un ápice. Y tras un buen rato de esfuerzo baldío aparecen los primeros campesinos que no hacen más que mirar como nos desgañitarños y nos reímos hasta que, viéndonos impotentes, pedimos ayuda a otro grupo, más numeroso, que también pasa por ahí.


Ahora somos unas 10 personas pero aquello sigue siendo inútil y decidimos que es hora de utilizar un tractor. En un principio no es posible porque no tiene combustible, a lo que sugiero que podemos sacarlo de nuestro depósito (Javi, has hecho bien en llenar el depósito hasta arriba). Sin saber el porqué, y después de haber sacado el tapón del mismo, parece que ya no hace falta. Hago un amago de averiguar el por qué pero desisto ya que saberlo (si es que llego a saberlo) no me servirá de nada y me supondrá perder tiempo.
Mientras van a buscar el tractor (no, nadie sabe cuánto tardarán) me sube a la parte trasera del todo terreno, que es abierto, para comer. A pesar de que reconozco que no es lo más bueno me como ávidamente arroz frito con verduras volviendo a pensar por enésima vez que las raciones camboyanos son de chiste de lo pequeñas que me parecen. Me he vuelto a olvidar de pedir dos.
Y entre bocados y risas u imaginación recrea un tractor de gigantes ruedas y motor potente con una cabina en lo alto para el piloto. ¡Baja de las nubes, piloto de rallys! Un motor algo más grande que un cortacésped de largos mangos con los que controlar las marchas y el gas y un par de ruedas metálicas es tu servicio de grúa. Y el cable que une tractor y coche está formado por un par de cuerdas atadas a cada extremo de un tronco.


A la quinta vez que se rompe la cuerda alguien pregunta "Nos vendrán a buscar ¿no?". A ver, déjame que piense, ¿Alguien ha oído hablar del Real Automóvil Club de Camboya? Me parece, sólo me lo parece, que aquí no hay ningún R.A.C.C. así que hay que seguir empujando. Además, ¿algún teléfono tiene cobertura? ¿Hay por ahí algún punto kilométrico que indique el número de carretera y la posición exacta? La respuesta obvia a esas preguntas es una clara invitación a cavar.
Tras haber puesto hojas, maderas, algún tronco pequeño y alguno más grande (ante nuestras atónitas miradas parecemos entender una de las posibles causas de la deforestación de este país: La facilidad con la que cortan uno o dos árboles de tamaño medio para sacar un coche del barro) hay que pasar a remedios más contundentes. De repente un par de camboyanos, estirados en el suelo y rebozándose en el barro, alzan el coche con un gato para poder sacar el barro y poner, en su lugar, algo con más agarre.

Ver a un tipo que no conoces de nada embarrarse de tal manera para hacer tu trabajo por tu dinero te hace verte cómo un tipo colonialista ya que sabes que no le pagarás, ni remotamente, lo que tendrías que pagarle a otro occidental para que lo hiciera.

Finalmente tras dos horas y media de empujar, cavar, acelerar, maldecir y reír conseguimos sacar el coche. Y aún nos quedan 15 kilómetros.
Llegamos a Prey Thom, bajo una tremenda cortina de agua, tras 5 horas y tan sólo 65 kilómetros.
Como está anocheciendo ya la visita es breve y hemos de enfilar el camino de vuelta. Nos recomiendan un camino alternativo que está mejor. A saber, mejor significa que seguramente, que no quiero decir seguro, no nos quedaremos encallados. En ningún momento se refiere a que sea menos bacheado y más rápido. Es un concepto que nos queda bien claro entre vuelos en los asientos, golpeos al techo y sacudidas en la espalda.
Un camión encallado en la parte "buena" del camino hace que tengamos que pararnos, de nuevo. Esta vez tengo que acelerar y pasar deprisa ante el riesgo de volver a embarrancar. Pero tanto acelero que acabo en un borde del camino y el coche se desliza hacia un badén. Una raíz se interpone en la trayectoria de la rueda delantera y evita que me vaya para abajo. Si me caigo, pasamos la noche aquí. Nadie te lo ha dicho pero sabes que no serás ni el primero ni el último en quedarse tirado en medio de algún camino. Tampoco me preocupa en exceso pues llevas dinero, chapurreas jemer y llevo a un camboyano, aunque tampoco me hace gracia. Y éste es el camino bueno.
Con algo de suerte y un poco de pericia conseguimos salir esperando que sea la última dificultad del día. Al cabo de poco pararemos porque necesitamos descansar algo ahora que ya es noche cerrada.
Me ha parecido distinguir una casa conocida en este camino que desconozco. Estoy casi seguro de saber dónde estoy. Me paro, salgo del coche, abro la puerta de la tienda y ahí, comiendo sobre una mesa y con algo más de pelo me lo encuentro. El padre me saluda efusivamente. ¡Es Titi! El niño de 3 años que lleve al hospital para que le curaran la herida. Ya no le queda rastro alguno de la herida más que una calva redonda en la que tal vez no crezca más pelo ya. Pero es lo de menos.
En un principio no me reconoce pero, al sentarme a su lado, se acomoda en mi regazo y me agarra los brazos y las manos. El padre no quiere dejarnos pagar nada de lo que compremos en la tienda, a lo que nos negamos. Se dirige hacia mí y me pregunta: "Bong (hermano mayor) ¿Cuánto tiempo estuviste en España?" ¿Cómo sabe él que yo estuve en España? No recuerdo haberle dicho nada. Me cuenta que se presentó con su mujer y sus dos hijos en la Prefectura, donde trabajo, con una gran bolsa llena de naranjas para ¡darme las gracias!
La bolsa, en la que tal vez haya unas 40 naranjas, vuelve a aparecer mientras nos ofrecen algo de beber. Las cervezas también aparecen en la mesa como por arte de magia entre risas y brindis al ritmo de "salud". Tengo más que suficiente pero me piden que me quede porque me quieren dar una bolsa aún más grande y nos quieren invitar a cenar.
Mientras, iluminados por la débil luz de una sóla vela, Titi se sienta en mi rodilla y me coge la mano para posarla en su pierna apoyándose contra mi pecho. ¡Esto sí que es una recompensa! A pesar de que el sueño le cierra los ojos y le ladea la cabeza se niega a irse a dormir.


Muy a pesar nuestro, y entre refunfuños de la mujer, que se ha puesto a cocinar, y los nuevos brindis de los hermanos del padre allí presentes, tenemos que irnos. Son las siete de la tarde y aún nos quedan más de cincuenta kilómetros.
Entre baches y más baches, en medio de la oscuridad y el silencio total recorremos los siguientes veinticinco kilómetros en una hora y media. Lo que en un principio era algo divertido y aventurero ya cansa y las caras denotan las ganas de llegar a casa o, al menos, a una carretera asfaltada (da igual que esté mal asfaltada pero que esté asfaltada). Me piden que no diga cuánto queda porque la espera se hace eterna. El final llega tras treinta y dos kilómetros y dos horas desde que dejamos a Titi.
Curiosamente son los últimos veinti y pico por la deseada y recta carretera asfaltada los que se hacen más largos. Si no fuese por el temblor del volante, el rechinar de la estructura metálica trasera y el olor a humedad y barro del interior, heridas inflingidas al coche, seguramente también sucumbiría al sueño. El silencio es casi total, apagada ya la radio tras escuchar infinidad de veces las mismas canciones.
Han sido casi diez horas de viaje de las que hemos pasado unas nueve dentro del coche para recorrer ciento cuarenta kilómetros entre el barro que, aunque duros, han merecido sobradamente la pena y que al menos, espero, hayan servido como respuesta a la pregunta de "Por cierto, Javi, si tan fértil es la tierra ¿por qué no exportan más sus cultivos?"


P.D.: Titi, lo prometido: en breve vuelvo a tu casa para comer contigo

jueves, 25 de octubre de 2007

¿Srei o Coun cromom?

Es sábado, 10 de la mañana, y dando una vuelta por los alrededores de Battambang nos cruzamos con una colorida carpa de anchas rayas verdes, azules, rojas y amarillas y guirnaldas rosas ocupando el borde del camino debajo de la cual hay multitud de mesas cubiertas con manteles de cuadros de tonos marrones y rojizos rodeada cada una de ellas por una decena de sillas rojas de plástico y un par grandes altavoces por los que resuena potente e ininteligible voz del orador de turno; nos hemos topado con una boda, está claro.
Luke y yo ya hemos sufrido en nuestros oídos decenas de bodas y nuestras ojeras son la mejor muestra de ello. Falta Ani, que acaba de llegar y la que queremos integrar rápidamente en la cultura camboyana por lo que no encontramos mejor manera que pararnos y decirle que vamos dentro. Además aprovecharé para sacar unas cuantas fotos. Con todo esto los camboyanos no tienen problema alguno. Es más que un blanco se junte con ellos durante la celebración parece subir el caché de los novios. Así que con 2 barranes y una blanca y guapa occidental parece que les ha tocado la lotería.
Al acercarnos a la entrada se nos ponen a hablar y en mi rudimentario jemer le pregunto a uno de ellos donde está la mujer (no, no sé como se dice novia a pesar de llevar 7 meses aquí) y nos indican que subamos al piso superior. Seguramente, pienso, está cambiándose en uno de los tantos vestidos que tiene que vestir para demostrar la riqueza de la pareja.
Para no quedar mal me dirijo a uno de los adultos que sostiene una gran copa entre sus manos, llena de billetes, y en la que gente deposita sus regalos, para darle algo de nuestra parte.
Al novio no se le ve por ningún lado.
Tras descalzarnos y dejar las sandalias encima de otros muchos pares ascendemos y lo primero que me llama la atención es la cantidad de beatas que hay y el olor a incienso. Las beatas son mujeres ancianas que se afeitan la cabeza y visten de blanco. Vienen a ser, salvando muchas distancias, las monjas budistas.
Me precede Ani, quien al atravesar el linde se voltea hacia mí y me mira extrañada pero sin decir nada pues no sabe cuales son las tradiciones camboyanas. Con sus ojos parece querer interrogarme si estira de la manta. ¿Cuál será la sorpresa? y ¿Por qué hacen eso?
Pero al entrar yo entre camboyanos sonrientes y con mi cámara colgando en el costado nos damos cuenta rápidamente de lo que pasa: ¡Estamos en un funeral!
¡Ani, por favor, no tires de la manta! Como un rayo sale de la habitación entre camboyanos con la sonrisa dibujada en sus rostros y beatas de labios radiantemente rojizos. Luke ni siquiera ha llegado a entrar y cuando le digo lo que pasa no podemos evitar que se nos escape alguna carcajada por lo bajo con Ani ya al pie de la escalera.
¡Y los camboyanos insistiéndome en que saque fotos y rogándome que me quede para contarme la historia de la fallecida mujer de 75 años!
Ya decía yo que algo no me cuadraba: no se oía música por ningún sitio a pesar de los altavoces.
Pero por el resto todo es igual que en las bodas.
Y aunque nos vamos precipitadamente, sobretodo para no reírnos por esta forma tan intensa y equivocada de empapar a una recién llegada en la cultura, el hombre del micrófono no para de darme las gracias con mil sonrisas por mi, reconozco, escaso donativo.
Ahora ya estoy advertido de que no es lo mismo preguntar por la srei (mujer) que hacerlo por la coun cromom (novia).

miércoles, 24 de octubre de 2007

¿Por dónde empiezas?


Falta de agua potable, suciedad ingente, falta de recogida de basuras, niveles de abandono escolar tan altos que piensas que parecen erróneos, una de las mayores tasas de mortalidad infantil de entre niños de 0 y 5 años más alta del mundo así como de madres durante el parto, malnutrición, una tasa de pobreza del 40%, una de los primeros puestos en la negra lista de países más corruptos del mundo, puesto 55 de 122 en los países con mayor desigualdad del mundo y subiendo puestos rápidamente, inseguridad jurídica a raudales, falta de higiene y atención médica, prostitución infantil, alta propagación del VIH y de la tuberculosis, etcétera. Y así podría seguir y seguir pues las necesidades de reforma de un país tercermundista, llamado eufemísticamente país en vías de desarrollo, son enormes. A quien haya estado en uno de ellos no le sorprenderá en nada esta lista.

Y cuándo llegas, te preguntas ¿por dónde empiezo? Pues por el principio y aplicando el dicho de quien mucho abarca poco aprieta. Soy consciente de que mi presencia aquí no es más que un granito de arena y que se tardarán años en ver los resultados. No seas impaciente, olvídate de los proyectos bien planificados a corto plazo de tu trabajo pues aquí no tienen sentido. Cambiar hábitos a base de educación requiere de mucho esfuerzo y tiempo. Tanto que muchos acaban quemados porque vivir durante años con la frustración drena las reservas de esperanza y por eso es de admirar la obra de los que a pesar de llevar tantos monzones a las espaldas siguen sonriendo, confiando en el futuro y animándote.

Muchas veces lo has oído en la tele o en la radio pero hasta que no lo ves no lo crees. ¿Cuál es la primera necesidad humana? Si no la puedes cubrir ya te pueden venir con cuentos sobre desarrollo. Sí, es comer. Hay que ver como me puedo poner cuando el estómago me ruge reclamando que lo llene. No consigo concentrarme en nada más que no sea en llevarme algo a la boca. Y eso que muchas veces se trata de tomarse algo tan necesario como la merienda.

Pues ahí empieza la trampa de la pobreza: Si no tienes qué comer sólo te puedes dedicar a sobrevivir y no puedes ni quieres pensar en educarte y poder liberar tu mente para cosas tan lejanas como montar un negocio. Y el hambre no distingue de sabores y así comes cualquier cosa que mueve y cualquier tallo verde y flor colorida que te proporcione el campo.

Junto al agua va la comida. No tengo estadística alguna para saber cuanta gente tiene acceso a agua potable pero ni hace falta ni me apetece buscarla. Si el 80% de la gente vive en el campo sé que, por lo menos, el 80% de la población no tiene agua potable. Y no tener agua potable significa depender que la impredecible naturaleza te llene tus botijos de agua para no tener que ir a buscarla, como sucede en los insufriblemente secos meses de la temporada seca, a charcos de agua estancada y verdosa que se van secando o, si eres afortunado, a pozos con agua contaminada de arsénico.

Oye, con esta dieta tan equilibrada ¿cómo es posible que enfermes? Acidez de estómago, fallos hepáticos agravados por cantidades ingentes de vino de palma ingeridas durante años, hipertiroidismo, malnutrición crónica e infecciones intestinales. Y la guinda a este pastel lo pone un poco de dengue y otro tanto de malaria.

Y , entonces ¿qué haces? Pues no te queda otra que entrar en la rueda de la deuda. Y cuando entras ahí no sales. Aquí el banco no es más que el recurso de unos pocos y el prestamista de turno no se deshará en amabilidades como esos sonrientes empleados de los anuncios. No, aquí, de media por cada 100 dólares que pides has de devolver al mes siguiente 110. Es decir, ¡todo más un 10% mensual! Mmmm, eso es el euribor más ¿cuanto? No creo que a ese interés se vendiera un solo piso en España.

Lluego pasa lo que pasa: niños que no van a la escuela porque han de trabajar para poder comer y pagar las deudas familiares, o porque no tienen dinero para pagar el dinero de las clases de repaso que exigido el mal pagado profesor forzado a utilizar ese remedio, padres que emigran cada uno por su lado a Tailandia dejando los niños al cuidado de quien sabe quién, reutilización de los preservativos (sí, aunque suene increíble se lavan y se reutilizan para no estar comprando más), gente forzada a vender la tierra para hacer frente a los pagos y convirtiéndose en indigentes, y una plaga de iliteratos yéndose a la capital soñando en emular lo que ven en la tele quedando a merced de cualquier trabajo y que acabarán, muchos de ellos, mendigando más de lo que lo hacían en el campo y gente expulsada por no poder demostrar la propiedad ante un juez corrupto untado por las mafias.

Pero para aquel que ya está contra la pared no queda otra opción que tirar para delante, avanzar e intentar, con la ayuda de todos lo que seguimos creyendo y educación y más educación, volver a levantarse para ésta vez caminar más decidido y conseguir, al final, como hacemos nosotros mismos sin apercibirnos, andar independiente y seguro sin tener que ser un valiente a cada vez.

martes, 23 de octubre de 2007

Cuestión de estatus

Estoy en el autobús abstraido jugueteando con el móvil cuando el chico sentado a mi izquierda intenta entablar conversación conmigo y más mal que bien me pregunta por esa antigualla de teléfono que sostengo en la mano y si no tengo dinero para comprarme uno nuevo.
No puedo evitar mirar al chico de arriba a abajo y pensar que estamos yendo en un autobús y no en uno de esos tanques móviles que tanto se ven por aquí, por qué cuando más grande y brillante mejor, y que su móvil no es ninguno de última generación como para que vaya aleccionando a la gente con su estilo, gracia y fortuna.
Y ello me hace pensar en cómo en Camboya es muy importante la demostración del estatus de cada uno que se demuestra, básicamente, a través del teléfono y del coche.
Las calles están plagadas en sus aceras de tiendas de móviles relucientes y enormes coches, muchos de ellos 4 x 4, que también saturan el tráfico.
La respuesta que le doy no la entiende pues le digo que mi teléfono aunque viejo es robusto, funciona perfectamente y la batería me aguanta unos 4 días al no tener ni colores ni sonidos polifónicos, y que no necesito más. Y me contesta que sólo cuesta unos 100 dólares. Y cuando le pregunto cuánto cobra me contesta que un poco más de 100 dólares. ¡Comprarse un teléfono con el salario de un mes! Echando cuentas del salario medio en España sería como comprarse un teléfono de unos 1.250 euros. La verdad es que por ese precio más valdría que hasta me hiciese un masaje y me pasase peliculas como si estuviese en el cine. De nada sirve argumentar, pues no lo entiende, que prefiero gastarme el dineo en otra cosa y que él puede claramente intuir que tengo ese montante ya que un billete de ida y vuelta a España no te sale por menos de 1.00o dólares. Para él tengo que ser pobre por mucho que le dé explicaciones.
Del mismo modo que me han preguntado más de una vez si soy pobre por no querer subirme a un motodop (moto taxi) ya que prefiero ir en el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando.
¿Por qué ir a pie si te pueden llevar? Y ¿por qué ir en moto si puedes ir en coche? Y, ¿por qué ir en coche pequeño cuando te pueden llevar en un mastodóntico 4 x 4? Ésa es su filosofía.
Un par de anécdotas sirven para ilustrar mejor como piensan ellos.
Este verano a una chica que estuvo por aquí le robaron la mochila con bastante dinero dentro en un pueblo pequeño. Al día siguiente una persona que no tenía nada se compró un móvil de ¡400 dólares! Eso sí, luego tendrá que ir tirando de la electricidad de otro para cargar la batería, pero la electricidad ya no forma parte del estatus.
Lo segundo es ver todos esos Lexus, sí, sí, Lexus, 4 x 4 pululando por aquí, con sus ruedas anchas y su coraza que les hace parecer indestructibles. La verdad es que los comparas con algún Porsche Cayene (hoy los he visto por primera vez en la capital) y éste último te parece pequeño y de juguete por lo voluminoso que resulta el otro.
Pues hay que saber que la gran mayoría de esos coches son de segunda mano, legales o ilegales muchos de ellos. Los coches tienen una apareciencia magnífica pues nos se aprecia raya alguna en sus brillantes y cromadas superficies. Pero si te vas algún día a una tienda de coches (y no hablo de concesionarios porque son más bien tiendas multimarca: todo se compra y todo se vende) verás a algún enjuto camboyano en cuclillas lavando, pitando o cromando para que todo reluzca y resalte más. Por unos 10.000 dólares puedes conseguir uno de esos coches de segunda, tercera o "quien-sabe" mano. Y quien no puede con el coche se compra una moto.
Y al pasearte por las aldeas ves chozas, porque a veces a ese habitáculo en el que viven sólo se le puede describir así, y ves motos nuevas de trinca en la puerta y a alguien sacando brillo a un móvil que tiene conexión a internet en un país en el que no hay cobertura móvil de internet y cuyo dueño no puede hacer uso de los cientos de mensajes de texto que te ofrecen las operadoras porque no sabe una palabra de inglés para escribir al menos uno.
Pero no haces preguntas, has aprendido, está claro que el saber inglés no forma parte del estatus.

viernes, 12 de octubre de 2007

Palpando la felicidad


60 personas se apretan unas a otras en un autobús de 42 plazas. Desde el coche cinco personas más vemos como en cada fila de dos asientos encuentran espacio tres cuerpos. Y así, pasando calor y agobiados por la falta de espacio durante ocho horas recorremos el camino. Pero lo que tendría que ser un ambiente de caras largas, refunfuños y quejas es todo el rato alegría, bromas, cantos y aplausos a los múltiples bailes y espectáculos ofrecidos en el pasillo del autobús. Nos vamos a la playa, nos vamos a Sihanoukville.

Los 38 niños mutilados por mina, enfermos de polio o ciegos del centro de discapacitados Arupe, 3 adultos y 24 voluntarios de España, Australia, Japón y Francia pasaremos 2 días entre la arena y el agua de la playa y 2 días más devorando los 450 kilómetros que separan nuestra casa y la costa.

El equipaje de maletas, muletas, sillas de ruedas, ropa y comida parece liviano por los quintales de energía y alegría que despreden las sonrisas inacabables de aquellos a los que se supone que vamos a dar algo y que, sin saberlo ellos, son los que nos dan.

Ni tan siquiera una bienvenida a nuestra llegada de truenos y cortinas de agua les apaga el espíritu. Son camboyanos y saben que aunque esta noche llueva mañana por la mañana el sol estará ahí, brillante, quemándoles las espaldas.

Y no hay plan que duré menos que nuestra intención de organizar juegos en la arena al ver las caras suplicantes de los niños indicándonos el camino del agua con su miradas. Impacientes, aunque obedientes, no paran de suspirar para acercarse despacio y temerosos a la orilla unos y a corazón desbocado esperando chocarse con las olas otros.

¿Qué es la felicidad? Busco en mi vocabulario pero no alcanzo a encontrar una definición para ello. Pero yo la ví, la palpé y la disfruté. Metido en el agua agarrando a niños con cuerpos de trapo que se sienten ingrávidos en el agua y que parecen olvidar sus limitaciones, con un brazo inquieto sujetándose a mí por la espalda (y no con más porque el otro y las piernas fueron el precio exigidos por la mina) o rebozado de arena entre muletas y pelotas de fútbol o en corro devorando ávidamente unas deliciosas sepias a la brasa la he sentido, la he visto, la he tenido y la he compartido.

Y compartes todo: el temor a que la lluvia impida volver a repetir lo que ya has vivido, que se disipa con su convinción a volver, el dormir en el suelo durante 3 días, el asfalto, las esperas, las comidas, y las risas.

Y las caras de agradecimiento y las mil veces que la palabra gracias suena en sus bocas te confirman que sí, que se puede soñar despierto, que acabas de vivir un sueño, la experiencia de una vida.