domingo, 30 de diciembre de 2007

La soledad invisible

Es el cruce de la carretera que va desde la capital hasta la frontera y de la calle que recorre el margen del río. Es un ir y venir incesante de camiones de dos y tres remolques, de camionetas cargadas hasta desbordarse con importantes y voluminosos paquetes y personas que no lo son tanto, de tuk-tuks de turistas y monjes, de motos con una, dos, tres, cuatro y hasta cinco personas en un hormigeo constante y de escolares y campensinos en bicicleta. Chirriar de frenos y bocinazos son la banda sonora de un película de humo de tubos de escape y nubes de polvo en la que el sol brilla inmesiricorde o en el que sus rayos se filtran penosamente tras el paso de un desvencijado y humeante tráiler que recuerda, por sus vapores, a un tren de vapor y carbón. Los taxistas a la sombra, con sus gorras puestas, están subidos en sus motos para captar a cualquier incauto e inconsciente viandante y no perder ni un segundo del tiempo que un instante antes dejaban pasar con desgana. Todo es movimiento o espera de éste.

Excepto él. Acuclillado bajo una chaqueta y un gorra para esconderse más aún de todo y todos pasa las horas y los días indiferente, inmerso en sí mismo. La máxima concesión es cambiar de lado de la calle algún que otro día, pero haciéndolo más a escondidas que un ladrón, a esas horas tan tardías en las que la gente de bien y de mal duerme y sólo él es testigo, si es que es consciente, de ese acto, de ese único movimiento.

¿Cómo llamarle? Podría decirse que es el hombre invisible porque todo el mundo pasa a su lado y nadie, ni tan siquiera los perros, le ve o el hombre solitario que da fé de que el dicho "solo entre la multitud" nunca fue más cierto. No sé como se llama, ni cuanto tiempo lleva ahí, ni tan siquiera llego a adivinar su edad y mucho menos su estatura ya que jamás le he visto erguido. Supongo que se le marcan los huesos y sé, esto sí que lo sé y no lo conjeturo, que habla pero no porque haya hablado conmigo ni porque tenga intención de hacerlo sino porque con sus aspavientos, resoplidos y chillidos emite algo que diríanse son palabras dirigidas a sí mismo. ¿A quién si no? Tal vez esté dándose ánimos para buscar comida. Sin embargo, sus escuálidos pies, que dejan verse al final de un raído y mugriento pantalón, revelan que no debe de tener mucho éxito en ese empeño. El suficiente para seguir ahí día tras día a sol y sombra, bajo una incesante lluvia de sol, una más refrescante calma lluviosa o un aturdidor chaparrón de agua.

También sé indubitable y desgraciadamente que sin estar jamás acompañado no está sólo porque es una multitud solitaria la que, como él, vive en un silencio invisible. Es la camboyana una sociedad en la que a pesar de que las posibilidades de poder estar a solas con uno mismo escasean, la solitud no lo hace.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Inaugurando etapa

Acabo de inauguarar una nueva década del mejor modo que puedo imaginar. Oficialmente acabo de dejar atrás la veintena y la tierna juventud y alocamiento que se le supone para asentarme en la época adulta. Digo esto porque uno no lee en los periódicos que a alguien de 30 años le tilden de "chico joven" sino más bien un "hombre joven". Y aunque sí es cierto, porque las matemáticas no mienten, que si nací en 1977 ya no puedo contar mi edad en la veintena no lo es que haya desaparecido de mí, afortunadamentede, cierto comportamiento infantil. Las manos enrojecidas de tanto aplaudir y dar palmas, la garganta irritada de gritar y animar, la camiseta sudada y sucia de bailar, jugar, revolcarme, correr, empujar sillas de ruedas y de comportarme como uno más de los chavales del centro me hace creer que el tiempo se quedó encallado en la puerta de embarque del avión que aquí me trajo. Si no fuese por unas cada vez más incipientes entradas y por la característica ropa de abuelo que me han regalado los mismos niños no diría que ya he cumplido un año más.
Con los ojos vendados me llevaron a un cobertizo alrededor del cual estaban todos reunidos. Al retirarme la venda un "Happy Birthday" de inicio silencioso y final seguro y lleno de sentimiento salió por la bocas de unas sesenta personas. Una tradicional camisa de color crudo y ancha y unos pantalones camboyanos color burdeos fueron su regalo, además de una tarjeta en la que han firmado con sus nombres en escritura jemer y qye será un jeroglífico a descrifar cuando me aburra. Tras vestirme con esas prendas me iban diciendo que como hacen los abuelos, pues así me llaman, "Ta", me fuese al templo a rezar. Apuntando a mi frente me señalan con el dedo y me preguntan por mis entradas "¿Ahí tienes pelo?" como queriendo rearfirmar el hecho de que ya estoy en plena madurez.
Para no llevarles la contraria haré uso de la nueva hamaca que hay al lado de mi cuarto y me haré unas buenas siestas de hombre fatigado por los años. Ahí, suspendido en el aire, he aprendido que los españoles nos hemos atribuido una costumbre, la siesta, en la que en realidad no somos más que aprendices y que aquí se cumple a rajatabla entre el mediodía y las dos de la tarde. Haciendo gala de una buena adapación a esta tierra termino aquí el artículo pues al que llaman Ta ya no le quedan más que diez minutos para comer y tumbarse en la hamaca a reposar sus años.

jueves, 27 de diciembre de 2007

Recuerdos de madre

Alzo la cabeza y al mirarme los pies no puedo evitar acordarme de mi madre. Tantos años detrás de mí pidiéndome, rogándome, ordenándome que no me descalzase. Repeticiones casi incansables hasta que tuvo que rendirse ante la evidencia de que prefería el contacto de mis pies desnudos con el suelo. Miro alrededor y veo a las otras madres ordenando a sus hijos que se quiten las sandalias. Mamá, suerte que no naciste aquí.

Es costumbre y buena educación camboyana quitarse las sandalias, aquí casi ninguno usa zapatos, en el linde de la puerta, antes de acceder a la casa o a la oficina. En los templos e iglesias aquello parece un mercadillo en el que misteriosamente todo el mundo encuentra su par entre los cientos de zapatos. Allí, sentado entre medio de una multitud con los pies desnudos, que no malolientes porque siempre están aireados, te das cuenta que la pedicura no está muy extendida. Los pies son anchos, como si el zapato nos los mantuvieses finos y estrechos, y los dedos se desparraman como los de un lagarto o los de un palmípedo intentado dar la máxima estabilidad posible. El polvo acumulado de años y la suciedad quedan disimulados por el color oscuro de su piel pero sabes que está ahí porque sólo tienes que pensar en el empeño que pones en limpiarte los tuyos. La suela plana, porque todos parecen tener pies planos, es tan gruesa que es cualquier intento de hacerles cosquillas es vano. Se te quedan mirando con unos ojos que delatan que piensan que estás mal de la cabeza. En definitiva, sus pies son simplemente feos.

Y a pesar de ese manto dorado en el suelo, que por muy bonito que parezca sigue siendo polvo, al que entra en casa le dices "por favor, quítate los zapatos que ensuciarás el suelo". Y ya nos ves su mirada extrañada porque has vuelto a la tuyo. Más bien, al ir descalzo lo limpia al actuar sus pies de escoba, la verdad sea dicha.

Al volver a bajar la cabeza y sentir la dura baldosa en mi nuca vuelvo a acordarme de ella. Me acuerdo de mi empeño en tirarme por el suelo para ver la televisión o para hacer la siesta. Y aquí son muchas las madres y sus hijos que la hacen del mismo modo. Total, cuando me levante me sacudiré la camiseta y listo, piensas. Después de haber tenido una reunión, en la que no existen ni sillas ni mesas, de no sabes dónde aparece una pequeña almohada, que mejor no sacudas si eres alérgico a los ácaros, y a veces una esterilla y en un abrir y cerrar de ojos ya tienes amueblado el “salón” (entre comillas bastante grandes). El suelo está duro y no te permite girarte de lado, al menos a ti porque a ellos, los camboyanos, parece que les da igual y eso que no tienen ningún colchón de grasa que les haga más cómoda la posición. Sientes el pelo áspero de la humedad y el polvo pero es increíble lo que puedes llegar a dormir con este calor que amuerma hasta la cafeína.

Mamá, perdóname pero tras la ducha me he vuelto a acordar de ti. Es cierto que he dudado en ponerme una camiseta limpia porque sé que dentro de media hora volveré a estar sudando pero mis principios inculcados desde pequeño se han impuesto. También con el desodorante, que la mayoría de camboyanos no conocen. Sin embargo, por estas latitudes mucha gente ha de dejar de usar desodorante. Se suda tanto que al usar un desodorante con talco o con algo que tapone los folículos lo único que se consigue son infecciones. Recomendación del médico: no usar desodorante. Tampoco parece que su uso sirva de mucho como atestiguan las grandes manchas de sudor en las axilas de las camisas de casi todo el mundo (y también incluyo a las mujeres, camboyanas u occidentales). Es algo comúnmente aceptado, como cuando aceptas que alguien en el trabajo no vaya recién afeitado: Te lo miras pero no dices nada y te olvidas al cabo de un momento.

Al final, al mirarme al espejo recién duchado, afeitado, con ropa limpia y las uñas recién cortadas me imagino a mí mismo dentro de unas horas, tras varias visitas por las aldeas, tan desaliñado que mi madre me podría espetar "¡Vas tan sucio que pareces un.....!", "niño camboyano, mamá, un niño camboyano" especificaría yo tirado en el suelo, descalzo y sudando.

jueves, 20 de diciembre de 2007

El ciclo del arroz

Llegado diciembre es el momento de la siega. El verde intenso deja paso al amarillo y el suave mecer de la brisa en los largos tallos rematados por pesadas espigas son las olas de este mar de arroz. Todo se está secando secando a pasos agigantados bajo un cielo que rápidamente ha olvidado lo que es un nube mientras una cada vez más espesa cortina de polvo lo cubre todo. Es la hora de la hoz.

Ahora segamos aquello que sembramos en mayo y transplantamos en agosto con los chavales discapactiados del centro Arrupe y todos los del pueblo de Tahen (pueblo del que un día tengo que hablar).

7:30h de la mañana, ya listos para empezar a hacer crujir las espaldas y a forzar los riñones. No todos, ya que una multitud de ellos irán en sus sillas de ruedas. Yo me acuerdo de mis días de vendimia. ¡Qué bonito es el campo!¡Qué hermoso el campesino con su buey arando! ¡Qué fácil decirlo desde el borde del camino, desde dentro del coche o en el sofá de casa!
Empiezo haciendo fotos pues hay que tener recuerdo de este momento. Sin embargo, cuando ya me remuerde la conciencia por ver a los chavales trabajando a destajo me uno a ellos.
Comienzo a segar temiendo cortarme con una hoz tan afilada. Voy más lento que un caracol enfermo y encima o corto el tallo demasiado largo o excesivamente corto. ¿De verdad que a muchos de los que me rodean les falta una pierna?
Mejor me pongo con otra tarea. Lo de anudar los haces de arroz ya parece complicado a simple vista por lo que tras una brevísima inspección ocular decido que tampoco es lo mío. Tan sólo me queda hacer de mulo de carga: trasladar cada haz de arroz del campo al carro o al lugar en el que se secará.

Aquí, todo sudado, me quedo pasmado mirando al que tiene polio en una pierna apoyarse en la otra y en una muleta mientras usa la otra muleta a modo de vara para colgar en cada extremo un fardo de arroz. Y en la mano suelta lleva un tercero. ¡Y yo, entero como estoy, sólo llevo dos! Y a Saron, ciega, caminar sin problemas por el campo de arroz y riéndose al tropezarse.


Pero cuando llega el grupo de Tahen, el ritmo de trabajo se vuelve vertiginoso y no hay más máquinas de recolección que sus rapidísimos brazos en cuerpos menudos. ¡Y pensar que un kilo de arroz sólo cuesta 25 céntimos de euro! Y luego piensas que el consumo medio de una persona son unos quinientos gramos al día y empiezas a traducirlo en tallos que cortar y haces que cargar y te alegras de haber conocido la era industrial.
Tras más de nueve horas bajo al sol termina el trabajo del día. El siguiente paso es separar el grano de la cáscara y el arroz volverá a llegar a mi plato. Está claro que al final cosechas lo que siembras.






Ahora solo cabe esperar a que cuando los campos yazcan yermos por la falta de agua llegue la temporada de lluvias, dentro de varios meses, para poder empezar a trabjar, de nuevo, la tierra.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Seguridad laboral


Hay palabras que a los camboyanos les suenan a castellano (y no digo chino porque algunos aún lo entenderían). Palabras que sencillamente no existen en su diccionario. Y juntar las palabras seguridad y laboral se les antoja un imposible.
Todo empieza cuando ves a un niño de unos cuatro años llevando en su mano un cuchillo de carnicero que desde el suelo le llega hasta más arriba de la rodilla. Lo lleva como quien lleva la bolsa del pan: hablando con la gente y tan sólo de vez en cuando mirando hacia delante. Horrorizado se te ahoga un grito en la garganta. Aliviado suspiras cuando ves al niño entregar tan descomunal cuchillo a un adulto responsable. O tal vez debería decir irresponsable al ver como se sienta inestablemente de cuclillas, los pies descalzos y sin ninguna malla de protección en las manos para empezar a cortar con enérgicos y duros machetazos algún trozo de carne, con el cuchillo golpeando la madera a escasos centímetros de los mugrientos dedos de sus pies.
Me gustaría poderle decir: "Buen hombre (por decir algo gentil), ¿no te das cuenta que vas a hacer pinchos de salchichas con tus dedos? ¿Que si ese cuchillo es capaz de partir la columna vertebral de una vaca tus dedos son más blandos que un azucarillo en el café?". Seguramente, como mucho, el tipo levantaría la vista y miraría en derredor. Le seguirías la mirada para ver:

Al chapista que pinta las motos con spray y sin ningún tipo de máscara y acaba con las manos y la cara del color de la pintura, el soldador al que saltan las chispas en el pie y acostumbrado como parece estarlo sólo se preocupa por el estado de su sandalia, al herrero que sólo se le ocurre comprobar si el metal sigue candente poniendo su mano crónicamente llagada encima, al recolector de cocos que trepa a la copa de palmeras de veinte metros confiando en que si se cae le saldrán alas (eso sí, lleva una cuerda para atar los cocos porque no hay que echar a perder lo más valioso), al de la gasolinera fumando mientras está recargando los depósitos de combustible o pidiéndote que pongas en marcha el coche mientras repones gasolina para poder escuchar la radio, al que busca en el basurero entre toneladas de basura en sandalias en las que se clavan decenas de agujas y clavos, al electricista haciendo apaños sin cortar la corriente o en medio de la calle en plena tormenta tropical, al peón de obra subido al quinto piso de un andamio de troncos retorcidos y que amenaza caerse, a los camioneros llevando una carga tan alta que dobla la altura de su camión y tan pesada que hace crujir suspensiones y ejes hasta que se rompen, al carpintero dando patadas, por supuesto con sandalias, a una sierra automática de amenazantes dientes para que se ponga en marcha o para que pase el último trozo de madera con aquella bien afilada y funcionando perfectamente, al enfermero poniendo vías y sueros y sacando sangre sin guante alguno, al que limpia metiendo la mano dentro de cubos llenos de productos de limpieza muy corrosivos para que todo se mezcle correctamente, etcétera.

Viendo lo baldío de tu intención te vuelves a casa sin articular palabra. Y tampoco vas a argumenar sobre la necesidad de sindicatos. Sin embargo, al pasar por delante del hospital te paras y entras a saludar y ves al chapista con problemas de pulmón, al soldador con el pie en carne viva por las quemaduras, al herrero con las manos vendadas por las llagas, al recolector parapléjico en la cama, al del basurero que le acaban de comunicar que tiene alguna enfermad muy seria transmitida por los pinchazos (tal vez sida), al electricista echando chispas por todo el cuerpo del chispazo que se ha pegado, al peón de obra haciendo compañía al recolector de cocos, al camionero con todos los huesos rotos tras habérsele caído encima toda la carga, al carpintero echando de menos a sus pies o sus manos, al que limpia echando de menos la piel de sus brazos.

Buff, respiras tranquilo por un momento, por suerte aún no has oído hablar de ninguna gasolinera que haya saltado por los aires. Sin embargo, ¿No te suena ese enfermero que está sacando sangre al que trabaja en el basurero?

P.D.: ¿Alguien ha visto el arnés en la foto?

jueves, 13 de diciembre de 2007

Vuelta a casa

Una larga espera en una butaca precede a otra aún más larga luchando contra pesados párpados para pasar en un instante del invierno al verano. El gélido aire de la meseta deja paso a un frío aire artificial que anuncia un bochorno sin tregua al acecho tras el cristal. Todo cambia lenta pero rápidamente. He visto nacer y morir al sol en el horizonte bajo esta cúpula de hormigón. La cucharada lleva a la boca sabores que no hace mucho resultaban extraños y que ahora extrañas tras haber saboreado aquellos que añorabas pero que ahora te son ajenos. El picante oscuro y envolvente tan sólo cederá ante un nuevo e infinito bocado de arroz, convertido en necesario. Las frutas exóticas son ahora las más comunes y las que fueron comunes son exclusivas e inalcanzables. Mangos por manzanas, peras por papayas. Especias por doquier, un río vaporoso y fuerte, espeso como una niebla de invierno, que se ve, se siente pero no se toca, lo inunda todo. La nariz se satura y corresponde al paladar sacarte de dudas sobre qué es lo que comes. De tanto oler ya no hueles nada. Diríase que es la evolución natural para escapar así de un cargante hedor de contaminación y basuras. De tanto ver ya no ves nada. El desorden ordenado de una ciudad sin orden ya no te aturde. Los maduros verdes plátanos y las sabrosas verdes naranjas te aseguran que los colores del arco iris son pocos o están mal explicados. El amarillo es verde y el naranja también. De tanto oír ya no oyes. Como al sumergirte en agua, un manto de silencio de sonoros ruidos indeterminados se confunde tapándote los oídos. La música es tal que el aire: lo ocupa todo, es imposible escapar a él y sólo se consigue cuando ya no hay vida. De un modo apagado celebras que en tus oídos aún resuenen sin tregua los acordes agudos de instrumentos de cuerda ya tan familiares. Intuyes el ruido sordo que se escapa por un ajado tubo de escape proveniente del motor renqueante de la moto que te lleva. Y aunque ya no ves las imágenes te llegan nítidas y con perspectiva. Ha bastado recorrer medio mundo para volver a crecer, a pesar de tu edad, y sacar una cabeza a tantos. Un par de manos, palma contra palma, a la altura del pecho te dan la bienvenida mientras a mi alrededor se suceden las leves sacudidas de cabeza y multitud de expresiones onomatopéyicas. Mi respuesta es autómata. Ya nada te sorprende, piensas mientras sonrío, contento. Has vuelto a la que ahora es tu casa.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Periplo español


Han sido dos semanas de viaje por España: Hemos visitado Madrid, Oviedo, Gijón, Bilbao, Barcelona, Lérida y vuelto a Madrid. Han sido dos semanas de convivencia continúa y de descubrirles un poco más. Han sido catorce días de preguntas curiosas, hechos anecdóticos, sorpresas y descubrimientos. Escribo algunos ejemplos de lo que me viene a la cabeza:

¿Por qué son tan grandes los perros en España?¿Por qué todo el mundo juega con ellos, les silba y acaricia? Es difícil de entender cuando estás acostumbrado a ver chuchos de poca altura y menor peso al que todo el mundo tira piedras.

¿Por qué tienen un pájaro disecado en la habitación? He de reconocer mi total incapacidad para explicar que alguien quisiese tener un pájaro muerto consigo.

¿Es que la gente no para de comer? Acostumbrados como están a que comer no sea más que una necesidad vital, les sorprende ver tanta y tanta comida tan a menudo. Su frase favorita: estoy lleno.

"Estoy lleno" han soltado siempre antes de atracarse a jamón o de probar algún nuevo alimento. Como los niños pequeños dicen que no les gusta antes de probarlo, ellos dicen que ya no les cabe nada más. Les encanta el jamón, el salchichón, el fuel y el chorizo.

La mayor de la sonrisa iluminó sus caras cuando, por fin, les dieron salsa de soja para acompañar el arroz. Más bien el arroz acompañó la salsa de soja: un bote duró les duró dos comidas a los cuatro niños.

¿Cuántas manzanas pueden llegar a comerse antes de saciarse? Olvídate de las tartas, helados y demás postres y dales manzanas. Se vuelven locos pues es una fruta muy cara allí y las que hay son malas, para ser sinceros.

"¡Estás fumando!" te dicen riéndose al ver que te sale vaho por la boca. No conocen el frío. Estando en Bangkok, y para intentar hacerse una idea, Ratanak me coge la mano y me la coloca sobre un coco, que ha estado en la nevera, y me pregunta si en España hace tanto frío como lo que siento en la mano. De hecho, aunque se estén pelando de frío no te pedirán las chaquetas ya que no están acostumbrados. Al preguntarles si les gusta más Camboya o España te responden que su país es más bonito ya que ahí no hace frío.

La fascinación por las montañas y por el mar. Se quedaron embelesados viendo el mar desde el Castillo de Montjuic en Barcelona. ¡Y eso que miraban el puerto industrial de la Zona Franca! Les parece tan amplio y tan bonito que no entienden que la gente no se bañe ahora.

La alegría de Ratanak cuando le pusieron gafas. ¡Cómo se reía al poder ver las letras a 4 metros de distancia con sus gafas de once dioptrías! Y más contento que se le veía aún de poder ver de cerca con sus lupas de treinta y una dioptrías (y no es un error). No me extraña que se queje de que las gafas son pesadas.


Los diez minutos que se pasó en el lavabo hasta que me acabo llamando. Al acudir veo el suelo lleno de agua; ¡No sabía tirar de la cadena! pues nunca había visto un váter con cisterna. Con la única mano que tiene, en la que le faltan dos dedos, intentaba llevar agua del lavabo a aquél.

Lo alucinado que estaba el pequeño con los ascensores empujando las puertas para que se abriesen como si fuese un forzudo.

Y lo más sorprendido que estaba al ver el tamaño de chavales más jóvenes que él pero de mayor tamaño.

Las risas de todos al caérsele el ojo a Ratanak. Le pusieron un ojo postizo y todos se rién cuando se le cae y lo enseña, toca y mira como si fuese de verdad.

Las caras de asombro de la gente al ver a Mao llevar en la mano su prótesis de la pierna, como quien lleva una bolsa más.

La sorpresa de la Infanta Cristina al hacerle Mao, motu proprio, una genuflexión con una sóla piernas y las muletas al despedirse.
La insistencia en que cada uno duerma en una cama "como se hace en España" para luego encontrarme a Mao tirada en el suelo cubierta con el edredón porque "es más cómodo", acostumbrada como está a dormir en tablas de madera.

El agradecimiento sincero de cuatro chavales ante el apoyo de tanta gente que ha venido a verles, pues ellos son el motivo de nuestra visita. Constantemente saludando con una "hola, guapa", "adiós, guapo" a todo aquel que se cruzaba con ellos.

Los gritos de mamá y papá con acento camboyano imitando los míos sorprendidos por la relación entre padres e hijos, tan diferente a la que ellos han conocido.

La satisfacción de Channeng al poder contar su experiencia personal como víctima de las minas antipersona y poder participar en la campaña contra las bombas de racimo. La dura conferencia de Madrid que nos conmovió e hizo un nudo en la garganta a todos: http://www.elmundo.es/elmundo/2007/12/03/solidaridad/1196693137.html

El humor de Channeng deja muestras allá donde va: un periodista le pidió a Kike que cruzase las piernas para hacerle una foto y Channgeng soltó "¿Yo también hago lo mismo?" ¡Y no tiene piernas!.

Los abrazos de corazón que han ido repartiendo por los más insignificantes regalos y detalles. A la vuelta todo se compartirá entre todos los chicos del centro, reflejo de un auténtico espíritu navideño aunque los cuatro sean budistas.


A la gente que me dice "menudo trote" yo respondo "¡Qué gozada!"