martes, 26 de febrero de 2008

Aún estamos de resaca

Aún estamos de resaca. El jueves pasado, día 21, fue fiesta grande, de las que se recuerdan por mucho tiempo. Más de un año de espera consumido en un día. Vino a visitarnos nuestra reina, la Reina Doña Sofía.

¿Cómo hacer entender lo que significa, para estos niños mutilados y estas gentes pobres, que una reina venga a visitarlos? Aunque Camboya es también una monarquía parlamentaria el Rey, curiosamente con un papel aún menor que en España, tiene una imagen muy poderosa en la mente de la gente. Es un símbolo de máxima altura y respeto. Hay, incluso, un vocabulario propio bastante extenso que sólo se emplea en caso de dirigirse al Rey.

¿Puedes entender que aquí, donde casi no vienen turistas, venga la reina de un país desarrollado? Las caras de nervios y alegría de todos los niños, adultos y ancianos lo decía todo. La mía también.

Como el día anterior había habido una recepción en la capital para toda la colonia española me tocó pegarme el madrugón e ir con los periodistas. Salimos a las cinco de la mañana en un par de furgonetas. Son de las mercedes-coreanas (coreanas de fabricación pero que ellos cubren con todo tipo de cueros, chapas y demás señas decorativas de Mercedes) que no suelen pasar de ochenta pero que iban zumbando con un coche de policía delante. Íbamos en procesión, 2 furgonetas y el coche abriendo paso. Volamos a ciento veinte por hora. Mucho transmisor pero cuando la furgoneta de atrás se paró los de delante no se dieron ni cuenta y tuve que sacar mi teléfono móvil para llamarles y decir que dieran media vuelta. Llegamos una hora y pico antes de la Reina, que vino en helicóptero. Ya a la puerta de la Prefectura el coche se para y no quería entrar porque querían llevarnos al aeropuerto a hacer las fotos de rigor con el gobernador. Para hacerles ver que no íbamos a ir (los periodistas españoles se negaban) hubo que hacer un conato de bajarse de los coches. Total, estábamos en el linde de la entrada.

Doña Sofía fue recibida con cientos de banderas españolas y camboyanas, con vítores de “¡Viva la Reina!¡Viva Sofía!¡Viva la Reina Sofía!” en perfecto castellano y con gran júbilo. Todo estaba reluciente como los paños del oro y los niños y empleados se vistieron con su traje de los domingos para la ocasión. Vivas, cantos y bailes tradicionales para un día especial. La Prefectura estaba preciosa, aún están las banderillas colgadas de los árboles.


Anécdotas hay unas pocas. Ante la mirada atónita de los ministros camboyanos, la Reina decidió entrar a una típica casa camboyana hecha de madera, paja y bambú, subiendo por una paupérrima escalera de madera, y se sentó a charlar con sus moradores (para muchos de estos altos funcionarios camboyanos fue una sorpresa que una reina quisiera conocer la Camboya profunda y salirse del circuito tradicional) o el niño pequeño, de unos cinco o seis años, que acercándose a la Reina, le saca el teléfono móvil para hacerle una foto cuando ésta se acerca a saludarle. Entre los fotógrafos hubo codazos, más que en un carrera de atletismo, especialmente por parte de los camboyanos, enviados desde palacio. No quedó nada por fotografiar. Además, una mujer venida de palacio le indicaba a la reina, como si ésta fuese ciega, donde pisar, dónde había un escalón, dónde estaba la silla, etcétera. Cuando la Reina se desviaba a la pobre mujer parecía que le daba un síncope.

La comida, en el único restaurante con decorado decente de la ciudad, fue amena. Invitaba oficialmente el Rey de Camboya y la comida era privada. Por privada, los camboyanos quieren decir que no montaban la gran comida en la casa del gobernador, sino que toda la delegación camboyana junto a la española comerían en un restaurante privado. Allá llevaron, otra vez de palacio, las sillas, la mesa, la cubertería, los vasos con el reborde dorado, los platos, los manteles, el vino, la champaña y hasta las servilletas. Todo. La silla de la Reina era un pelín diferente a las demás en su mesa de siete personas. Los demás comimos en la terraza, encantados. Ha sido el único filete decente que he comido en Battambang desde que llegué. Me comí todo sin excepción pues había que aprovechar.

Como la Reina decidió no descansar tras la comida salimos pitando, literalmente hacia Tahen, el pueblo que iría a visitar más adelante. A todo pastilla, con los intermitentes puestos, no hubo poli que nos parase. La próxima vez que vaya a Phnom Penh voy a probar lo de poner los cuatros intermitentes y no parar de pitar. Tal vez incluso me compré una sirena. Los bailes salieron muy bien en un encuentro de menos de una hora. La despedida fue, en un perfecto castellano, una salve rociera y un "Adiós Reina, nos veremos en octubre" (este año estaremos de gira en España)

La visita fue fugaz, de tan sólo unas seis horas, pero lo que cuenta es el reconocimiento al trabajo humanitario que, aquí, Kike y su equipo llevan desarrollando durante 22 años y el apoyo y ánimo a esta comunidad que se siente revitalizada con la visita.

Al final del día los camboyanos y los pocos españoles que estamos por aquí compartimos, como en el patio de vecinos, una charla en la que todos sonrientes nos contábamos una y otra vez como había ido el día y qué había hecho tal o cual persona.

No sólo de arroz vive el camboyano pues también necesita sentirse hombre, notar que forma parte de una comunidad y que cuenta para los demás. Podrás estar a favor o no de la Monarquía pero visto desde aquí, a más de 10.000 Km. de distancia su visita nos acercó a casa y trajo alegría a quienes más lo necesitan. Difícil no apoyar esto.

El sábado apareció un camboyano con un periódico en mano. Dijo ser periodista y tras enseñarnos el diario nos pidió dinero por haber publicado la noticia. Dijo que, además, traía fotos reveladas de la ocasión. ¡Cómo si no tuviéramos!

Aún seguimos de resaca esperando la publiación del Hola, Semana y Lecturas de esta semana como unas marujas. ¿Quién será el bueno que nos los traiga desde España?

P.D.: El único que no tengo soy yo que estuve de asistente por si pasaba algo

miércoles, 20 de febrero de 2008

¿Taxi nuevo o viejo?

Al pagar la cuenta el recepcionista, con el dinero aún caliente en las manos, me advierte: “Cuidado con los taxis viejos pues hay muchos accidentes”. Este comentario me deja pensativo: “¿Qué querrá decir con lo de “taxis viejos”? Llevo casi un año en este país y todavía he de ver un taxi que no se considere viejo.

Una vez en la calle paro a un motodop (uno de los miles de mototaxis que circulan por esta ciudad). Al pedirle que me lleve a la parada de taxis puedo ver como, por lo bajo, maldice la mala suerte de haber ido a dar con uno de los pocos extranjeros que vive en Camboya y habla jemer y al que no podrá sablar. Bueno, al menos no como a un turista habitual. (Hay tres precios en este país: camboyano, extranjero residente y turista).

La “parada” en cuestión consiste en un lugar cualquiera con espacio para aparcar varios coches. El lugar puede acabar, al cabo de un tiempo, edificado por lo que habrá que buscar otro. Eso implica que el taxista vaya preguntando a gritos por la calle y sin pararse, a todo coche que tenga aspecto de taxi, dónde está ahora la parada de taxis y de paso, en un ejercicio inhabitual de eficiencia, si su destino es el mismo que el tuyo.

Todos los coches, que sin lucir el letrero taxis ejercen como tal, son, sin excepción, de marca Toyota y modelo Camry. El que me ha tocado fue fabricado en el 91. Al decirme el taxista el año no he podido evitar preguntarle al recepcionista en la distancia: ¿Eso es ya viejo?. Las puertas parecen cerrar bien , a pesar de que una de ellas sólo se puede abrir por dentro, el maletero no va cogido con cuerdas, la pintura no está desconchada y el interior, a pesar de sus diecisiete años, tiene un aspecto decente. Únicamente son preocupantes una grieta en el cristal delantero que me impedirá por completo tomar fotos y la más que baja presión de los pneumáticos. Para lo primero hay pegamento y para lo segundo un compresor. Es decir, nada que no tenga remedio.
El taxista, de quien ya soy amigo pues hicimos juntos el viaje de ida, me pregunta con un brillo especial en los ojos si quiero viajar solo. Hoy no. Hoy me lo quiero tomar con calma. Eso una invitación a la indeterminación: no puedo determinar cuándo llegaré a casa. Una indeterminación que apaga ese pasajero resplandor de esperanza del conductor por no tener que buscar.

Me subo al coche, comprando mis dos plazas del único asiente del copiloto. Empieza la gira. Empieza una serie de llamadas y más llamadas dando vueltas por la ciudad buscando clientes. Saca su flamante teléfono del bolsillo para buscar el número de un cliente. No tiene saldo. Varios cientos de dólares han quedado reducidos a agenda telefónica. Podría utilizar uno de los incontables mensajes de texto de los que aún dispone pero no sabe una sola palabra de inglés y no puede escribir en su teclado. Nos paramos en un quiosco y sólo dice “Turusap” (teléfono) y una muchachilla se acerca rápidamente con un teléfono en mano. Marca el número, habla brevemente, devuelve el teléfono a la chica y ésta mira el consumo realizado. Aproximadamente ha de pagar cinco céntimos de euro. Acabamos de estar en una cabina telefónica o en un locutorio camboyano.

Al cabo de poco volvemos a parar. Esta vez consigo entender la pregunta que hace la voz chillona de una mujer al otro lado del teléfono. “¿Cuánto dura el viaje?””3 horas”, responde él. Si pudiera yo añadiría: “ más el tiempo necesario para llenar el coche de clientes” Es decir, 3 horas más un tiempo completamente indeterminado.

En la siguiente alto parece que vamos a recoger a un primer pasajero. Nos bajamos del coche y nadie dice absolutamente nada. Se pone a fumar. Buena señal pues quiere decir que no hay nada que discutir. Al cabo de no menos de 10 minutos aparece un chaval que deja su pequeña bolsa en el maletero. De nuevo a dar vueltas a la caza de clientes. Hay suerte. Sólo un par de llamadas más tarde se sube un hombre en la cuarentena. Éste es un pasajero experimentado: en la anterior llamada ha preguntado cuantas personas había subidas ya en el taxi (pregunta clave porque significa que no somos pasajeros hipotéticos).

La siguiente parada es en balde. El hipotético cuarto pasajero se ha cansado de esperar y se ha buscado otro taxi. Hay que volver a pasar por la cabina telefónica y tirar de agenda y de amigos taxistas que, previo pago de comisiones, nos desvíen un cliente. O ha habido suerte o mi chofer ha sido muy generoso con las propinas porque en menos de diez minutos tenemos ya a otro cuarto pasajero que esta vez sí se ha subido.

Es entonces cuando empieza la discusión de cuanto ha de pagar cada uno. El taxi cuesta 150.000 rieles (35 dólares). Yo, por ocupar las dos plazas del único asiento elantero tengo que pagar 50.000 (12,5 dólares). Los demás se han de repartir los restantes 100.000 a pagar. Los pasajeros intentan rebajar el precio diciendo que normalmente pagan menos. La respuesta del conductor es aclaratoria y definitiva: “Atrás, sentados de un modo normal, van cuatro personas. Apretados, cinco y anchos, tres. Es decir, de un modo “normal” son 25.000 cada uno, apretados, 20.000 y “anchos”, 33.000. El taxista se para en el arcén a encenderse otro pitillo mientras los pasajeros camboyanos discuten entre ellos si están dispuestos a pagar más y salir ahora (ojalá sea así) o ahorrarse unos dineros e ir sentados “normal” o “apretados”. En el viaje de ida, tras haber acordado las dos plazas delanteras, tuve que esperar, esta vez en casa, más de dos horas para al final comprar una tercera plaza en el asiento trasero, que ocupó “anchamente” mi mochila. Al final parece que su situación económica no es tan mala y deciden ir sentados “anchos”. Llevo una hora y diez minutos en el coche y me encuentro a tan sólo trescientos metros de mi hotel.

En este caso el taxista me podría hacer un descuento porque voy a tener que trabajar como piloto. Su volante está en el lado derecho en un país donde los coches, por ley, han de tenerlo en el izquierdo. Eso implica, si quiero viajar tranquilo y evitar que asome tres cuartas partes del coche para ver si es posible adelantar, que voy a tener que decirle con monosílabos (sí o no) cuando puede hacerlo. Si el copiloto no tiene ganas de hacerlo se duerme (lo más habitual) el método para averiguar si alguien viene de cara cuando uno se plantea adelantar consiste en comerse el arcén y algo más que ya no es asfalto tirándose completamente a la derecha para tener un mayor ángulo de visión. Cuando se circula por una carretera sin asfaltar (como es mi caso durante unos ochenta kilómetros) y la nube de polvo que levanta el camión de delante la única solución es, con las luces encendidas, hacer sonar el claxon con la intensidad de un drogata con mono. Entre baches casi imposibles me he santiguado más de una vez sin poder soltar mis manos del agarradero.

Finalmente, agotado por las pocas horas de suñeo y por el estrés constante de decirle o chillarle a veces entre risas suyas que no adelante acabo, como los demás camboyanos, rendido en los brazos de Morfeo. Me despierto cuando el ruido del motor de mi “nuevo” taxi se silencia casi por completo. Un tiempo indeterminado después he llegado a casa.

jueves, 14 de febrero de 2008

Fui un hombre

¿Alguna vez te dije que fui feliz? ¿Alguna vez te llevé en mis memorias? ¿Lo viviste conmigo? ¿Alguna vez?

Sentado, haciendo las paces con un futuro no lejano que ha de llegar para juzgarme, mis manos antaño firmes rompen con temblores la blancura del papel. Es un balance de haberes y deberes de una vida que expira.
No me tengas en cuenta pecados de juventud, fruto del ímpetu y la inexperiencia, pues tú también pasaste por ellos. No cuentes los errores que, una vez adulto, cometí por intentar pues al igual que yo sabes que había que arriesgar. Júzgame por todo aquello que pasó por delante de mí y que por miedo, por temor a un cambio incierto, no fui valiente en aceptar aún sabiendo cual era mi deseo.
En mi haber hay poco, mas lo que hay válido es. Ya no hay marcas, ni conquistas. Atrás quedaron cubiertas con el polvo del olvido del que habrán de formar parte mi carne y mi recuerdo. En mi haber sólo hay memorias de felicidad con otros.
Los deberes son muchos mas son aquellos de tierno afecto que tomé prestado y no devolví los más pesados. Los demás, pequeñas cicatrices que dejó el camino en su recorrer.
La ventana me devuelve el reflejo de un hombre ajado pero en mis ojos brilla la satisfacción de una vida plena. Cierto, pasé temores e incertidumbres, vacilé y padecí pero acepté mi destino. Duro fue sincerarse para tomar las riendas pero jamás la sinceridad fue dulce. Hubo momentos malos y momentos peores. Doy gracias que nuestra memoria olvida y ya no puedo decirte cuales fueron. Hubo ratos en los que felicidad parecía una palabra extraña, vacía y casi muerta. Pero siempre supe que aquí no estuve solo y que bastaba volverme a ellos, a esos momentos compartidos entre iguales, a esos momentos en los que la vida es vida y justifica tu existencia para aferrarme a la esperanza.
Sabrás ya que llegado este momento lo material se vuelve aire, comprenderás que no hable de ello: no será lo que pueda llevarme en tu recuerdo.
Hijo, mírame como a uno más, como un hermano, un amigo y dime que lo viviste. Cuéntame que sentiste el gozo de una sonrisa estallar en tus oídos; descríbeme el sonido del corazón al palpitar. Relátame el lloro compartido; dibújame esos abrazos encharcados en lágrimas. Quiero escuchar que sentiste la ira correr por tus venas por el mal sufrido por un amigo, quiero saber que cuando padeciste fue su hombro el que te alivió. Dime que seguiste tu camino, que viviste, sufriste y amaste. Sincérate y pregúntate si te hiciste hombre. Dime, sin más, si has sido feliz.
¿Alguna vez te dije que yo lo fui? ¿Alguna vez te dije que fui un hombre?

miércoles, 13 de febrero de 2008

Anatha

Con el sol aún perezoso, el alba da forma y luz rasgando la oscura noche. El día apenas despunta pero se vislumbran las primeras bicicletas montadas por uno o varios pequeños cuerpos, enfundados todos en camisas blancas y pantalones o faldas azules. Poco más tarde, con un sol intensamente naranja, redondo y perfecto escalando el horizonte ya se han convertido en una manada casi incesante que, en dirección a la escuela, ocupa ambos lados de la calzada. Niños por doquier2. La gran esperanza y el gran reto para el porvenir. Es la rutina de los millones y millones de niños de este joven país.

Mas merodeando por las esquinas, a pie, algunos de ellos, cargados con un saco remueven basuras buscando restos que vender. Son los niños de la calle.

La situación de pobreza familiar empuja a estos niños a sacrificar un esfuerzo de inciertos resultados futuros por el inmediato dólar diario que pueden conseguir pidiendo o vendiendo latas o botellas usadas. La primera lección de la vida: cada uno se paga lo que come. Son niños que sólo tienen dos respuestas a la pregunta de si estudian. Una, a pesar de sus diez ó doce años, dirá que estudia segundo grado aunque hace ya seis años que no pisa la escuela. La segunda te dirá que, simplemente, no tiene dinero. Son los niños de Anatha.

Anatha acoge este año a doscientos niños. Provienen de las familias más pobres, de las que viven bajo plásticos al lado del río o y sobreviven todos ellos con poco más que ese dólar que el niño lleva a casa. La pocas líneas de este artículo no permiten discutir la situación de cada una de ellas y como afrontar los problemas de alcoholismo, juego o desatención de padres a hijos. Sin embargo, la mayoría de aquellos son conscientes de la necesidad de que estos estudien. Más bien lo desean.

A estos niños se les ofrece la posibilidad de volver a la escuela. Se les paga la escolarización que, a pesar de ser oficialmente gratuita, implica un coste adicional extraordinario en clases de repaso obligatorias de facto. Además se les hace un seguimiento médico que se ha extendido este año a las familias. A éstas, para compensar la pérdida de ese ingreso diario del hijo se les otorga cada dos meses un saco de 50 kilos de arroz. Si uno entrega dinero, no se sabe donde irá. Si uno entrega arroz, acabará en sus afamados buches.

Puede discutirse mucho y bien sobre la conveniencia de realizar esa entrega de arroz a las familias. Puede argumentarse cargado de razón que, de algún modo, las familias están negociando con la educación de sus hijos. Puede argüirse que se está descargando de responsabilidad a los padres. Cierto, puede. Ésta es la clase de decisiones que uno ha de tomar cuando aparece aquí. Hay que enfrentar el derecho, la necesidad y la voluntad de un crío a dejar de ser analfabeto e intentar salir de ese pozo de miseria al posible aprovechamiento de unos padres que, aunque en su mayoría trabajan, puedan sacar, sin hacer nada, algún rédito con ello. Sin embargo, si no es en arroz y algo de paracetamol lo será en ese dólar diario proveniente de las botellas.

Al final, esas sonrisas que inundan la cara, la del niño, la de la madre, la del abuelo cuando te dicen orgullosos que el hijo o nieto es ya uno de los mejores de clase dibujan en ti una sonrisa por saber que algo, por pequeño que sea, estás haciendo bien. Son las sonrisas de los doscientos niños de Anatha.

viernes, 8 de febrero de 2008

Hogar, dulce hogar


Mierda, miseria, pestilencia, miradas muertas en ojos de vida perdida. Viejos escondidos bajo la piel de jóvenes que cuentan sus años en toneladas de basura removida. No son más que niños nacidos adultos y a los que la palabra niñez les fue negada. Pilas de escombros en llamas delimitan lo que jamás fue su patio de juego pero que ha sido, es y será, por conocido, su casa. Su cocina una hoguera más, por dormitorio cualquier lugar en el que echar la esterilla y por techo plásticos y cuerdas.

¿Cómo sonreír cuando el sol se levanta sólo para quemarte la espalda y la noche cae para traerte el peligro de un camión descargando a ciegas encima de ti? ¿Cómo respirar cuando el olor del regazo de tu madre es el del plástico quemando? ¿Cómo?

Calzado en sus botas del treinta, sujeto en una mano el pincho con el recoger las basuras mientras que la otra saca de su sucio saco de tela una espada de plástico. Diríase, por ese esbozo de sonrisa que no es más que un arqueo de sus labios, que está contento. La hoja partida por la mitad y el dorado perdido de su puño evocan, punzantes, las felices horas pasadas jugando de niño, yo sí, a romanos en el parque. Su mente incapaz de recordar momentos que no existieron sólo pregunta: “Esta espada mellada y rota ¿será hoy mi sustento?”.

Su única posesión, lo único que podría perder y no puede es el tiempo. Un nuevo camión cargado de todo aquello que la gente ya no quiere, todos menos ellos, se abre paso entre negros charcos de barro y aceite. A pesar de su experiencia aún no tiene el derecho de ser el primero en rebuscar. Ése denigrante privilegio está reservado a aquellos que, inexplicablemente, llegaron, en este mundo de viejos, a ser ancianos en la veintena. Cansa, agota ver como se lanzan sin denuedo una tarea sin fin y escuchar como crujen sus espaldas soportando en los hombros cargas que les doblan en tamaño.

Observando en la lejanía, sentada bajo una lona, una madre no acude. Con la camisa levantada un pecho caído amamanta a un recién nacido. Está maldito con la maldición de aquellos que sin futuro sólo pueden sobrevivir, irremediablemente, al presente. ¿Cuál fue su pecado original para merecer esta condena?

No quiero pensar y pienso en todos aquellos que hacen cobijo de un vertedero y de cuya boca no oirás jamás “hogar, dulce hogar”. Jamás sentí mi corazón más pequeño ni mi pesadumbre más grande.

Vámonos a casa.

martes, 5 de febrero de 2008

¿Ayudamos o no?

¿Estamos realmente dispuestos a ayudar? Siempre decimos que hay que ayudar al desarrollo de estas gentes que tan poco tienen. Sin embargo, por otro lado estamos quejándonos constantemente, por una u otra causa, de la globalización, a la que parece que hay que achacar todos los males.

Camboya tiene una industria textil cada vez más fuerte que ocupa a tanta gente como el turismo. Es una industria formada por empresas que vienen a buscar aquí mano de obra barata. Los alrededores de la capital sin un bullicio sin cese de tractores, camiones y furgonetas cargadas hasta rebosar de obreras, pues casi todas son mujeres, que empiezan o acaban sus turnos. Trabajan por unos 50 dólares al mes. Al cambio actual unos 35 euros.

Sé que en este punto ya habrá voces que digan que eso es explotación. Pero yo les recuerdo que un profesor de primaria cobra 25 dólares y que un salario decente no llega ni siquiera a los 100. Son más de 200.000 personas que de otra manera estarían en la calle sin hacer nada. Con ello no justifico la explotación, entendida como un sobreesfuerzo mal remunerado, por debajo de las condiciones del país. ¿No pasó acaso Europa por este proceso de fábricas masivas con obreros mal pagados?

Se podrá argumentar que los grandes beneficios, los generados por la comercialización, no se quedan en Camboya pues las empresas están en manos extranjeras. Sí, cierto, los chinos y coreanos se quedan con la mayor parte del pastel. Pero para ser dueño del proceso distributivo primero hay que tener una industria que produzca. Sin industria no hay nada que distribuir.

Este país necesita una gran inversión y crear muchísimos puestos de trabajo. Necesita de inversores que estén dispuestos a aprovechar las ventajas que ofrece: una de ellas la mano de obra barata. Paradójicamente el gobierno camboyano está intentando crear una imagen de marca de productos de calidad para Camboya puesto que, en realidad, este país no puede competir en bajos costes con otros países como China. A quien más daño hace la mano de obra barata no es a España, que ha de centrarse en servicios de alto valor añadido, sino a Camboya que no puede hacer como España y no puede competir con China, Vietnam o Tailandia por el momento.

No hace falta ir muy lejos para ver un ejemplo de país que creció con este modelo. España basó su gran crecimiento económico de los años 60 en 3 factores: turismo, emigración e inversión extranjera. Incluso, una vez dentro de la Comunidad Europea fuimos el país con mayor nivel de inversión directa extranjera debido a nuestras ventajas competitivas. Una de ellas era que dentro de la Comunidad éramos uno de los países con salarios más bajos. Ahora les toca el turno a Hungría, Rumania, Polonia y demás países del este.

De este modo no pretendo justificar una política que beneficie siempre este tipo de trabajos de salarios bajos (no digo explotadores). Es tarea del gobierno estimular la educación y fomentar la creación de propias empresas y de personas capaces de trabajar en todos sus puestos. Pero esto, desgraciadamente, no depende de la inversión de empresas extranjeras sino de ellos mismos.

Al final, aunque luego nos quejamos de la globalización y de que las fábricas se van a China, o a Camboya, yo me pregunto: ¿Quién está dispuesto a pagar 30 euros por una simple camiseta blanca de algodón hecha en España cuando puedes pagar 10 euros si está hecha, igual, en China o Camboya? Estoy convencido de que raro sería el que quisiera pagar 30 euros.

Hete aquí la contradicción de la globalización.