lunes, 28 de abril de 2008

Quisiera ser un niño camboyano


En medio de un atronadora tormenta de este estío que no acaba, ducha fría acogedora, he sentido envidia de quien nada tiene y tanto posee. En soledad, el agua resbalando por sus largos cabellos, la tela pegada a la piel tersa a pesar de sus minúsculos huesos, los pies descalzos semienterrados en el rojizo barro arcilloso de lo que fue un camino y las manos alzadas a un cielo que no se ve con la boca bien abierta clamando en silencio un poco más, sus ojos, sin pronunciar palabra, me han hablado de lo que tuve y olvidé.
¿Te acuerdas cuando en cualquier botella vieja de plástico no veías más que un coche al que sólo le faltaban las ruedas?¿Recuerdas las espadas hechas con palos tan torcidos pero que en tu imaginación eran dignas de Camelot?¿Recuerdas que, no tan sólo eras capaz de pensar, sino que estabas convencido de que un limón era una rueda y un tapón un volante?
Quisiera recorrer los campos embarrados armado en mi bolsillo con mi tirachinas para matar gigantes. Quisiera poder meter mis manos en el fango o en la olla de la comida y limpiarme en mi camisa, pues no es posible que este pedazo de tela sea sólo para cubrirme. Quisiera volver a sentir que un camisón de segunda, tercera o cuarta mano es el más bonito de los vestidos que un cuento de hadas pueda regalarme. Quisiera volver a hacer maravillas con latas, papeles y cuerdas y pensar que los adultos son estúpidos por desechar tales tesoros. Quisiera, descalzo, darle puntapiés a un balón mil veces roto y mil y una remendado. Quisiera, en mis meriendas, con compañía inmejorable de amigos conocidos hoy y despreocuado de padres y abuelos, masticar hojas de banano como el más dulce de los manjares. Quisiera que esta lluvia que con su boca clama me empapase de la inocencia perdida. Quisiera, a veces, ser un niño camboyano.

domingo, 20 de abril de 2008

¡Feliz año nuevo!

Es trece de abril y son las 6:05h de la tarde. En este año nuevo que empieza habré de ser bendecido por un monje de pelo rapado y túnica naranja esparciendo agua bendita contenida en un bol de plata lleno de pétalos de flores aromáticas. ¡Qué bucólico! pienso mientras sostengo entre mis manos una de las más famosas guías de Camboya que en su portada ilustra a uno de esos monjes con un frondoso y verde bosque como fondo.
Sin embargo, levanto la cabeza empapado. El silencioso y venerable hombre ha sido sustituido por pandillas de chavales y no tan chavales cargados con pistolas de agua, cubos de plástico (la plata es muy cara) y bolsas de plástico anudadas con una goma a falta de globos. Es como una verbena de San Juan en la que en vez de fuego todo es agua.
Este año es el año cuatro de un ciclo de doce. Atrás ha quedado el año del cerdo dorado (un año especial por ser dorado) para ser sustituido por el de la rata (diculpen pero tal vez ande equivocado pues no me manejo muy bien con su calendario animal).
Han sido cinco días (pues coincidió con el fin de semana) en los que el país se ha quedado paralizado. Son cinco días en los que circular en moto se convierte en un deporte de riesgo (bueno, de riesgo quí lo es siempre pero en estos días es particularmente peligroso) porque no hay mayor diversión que hacer puntería con un blanco móvil como es un moto, y más si es un extranjero blanco. Pero claro, una cosa es una pistola de agua o un cubazo y otra, muy diferente, que te lancen una bolsa anudada con una goma. No sé si habrán dado cuenta ya de que los globos de agua son de fino grosor pues están pensados para reventarse pero una bolsa de plástico está concebida para resistir. Yendo en moto lo piensas una y otra vez ("¿Cuánto demonios puede resistir una bolsa antes de romperse?") te preguntas mientras intentas adivinar si esta vez te saldrá un morado. También te preguntas como has sido tan estúpido de subirte en una moto cuando has oido que en la capital ya han prohibido el tiro al motorista y que el hospital está a rebosar de accidentados que cayeron ante la fina puntería de una bolsa de plástico (estos días veo más cascos que nunca; no para protegerse en caso de caída sino para evitar que te den en la cara y perder el equilibrio).
Una vez llegado a mi destino, empapado y dolorido en algunas partes del cuerpo, me bajo de la moto sin tiempo para reaccionar ante la avalancha de polvos de talco que me viene encima. Es la segunda parte de la benidición, que en realidad se asemeja a un rebozado: en vez de huevo, agua, y en vez de harina, talco. Sólo falta que me frían para sentirse como una croqueta, aunque algo se andará.
De perdidos, al río: salgo a la calle dispuesto a ser mojado y polvoreado y aprovechar esta magnífica oportunidad de conocer gente con la que de sólito uno no cruza ni una palabra. Es incluso agradable ante un calor sofocante y bajo un sol inmisericorde. Los espasmos te los provoca el agua que te cae por la espalda y que alguno que otro ha refrescado con cubitos de hielo. No hace falta que sepan español o inglés para entender mis gritos de sorpresa y sus risas denotan que lo han entendido.
De vuelta en casa empapado, con la piel más pálida, alguna rojiza roncha más, el cabello canoso y unos labios contagiados de sonrisa ajena te vuelves a dar cuenta de que Camboya baila, ríe y llora al son del agua.
Por cierto, ¡Súasudei Chenam Tmei! (n.d.t: ¡Feliz año nuevo!)

lunes, 14 de abril de 2008

Un año de monzones

Lo he vivido en cada minuto pero ha pasado sin darme cuenta. El largo camino que al principio veía ha quedado atrás. He pasado los monzones y los festivales, el calor y el sofoco para que todo se vuelva a repetir. Ha sido intenso como jamás lo fueron los demás. Han sido 365 días que resultan escasos para entender pero que como un soplo de viento han variado inexorablemente mi rumbo. Ha sido un año en Camboya.
Mi memoria evoca recuerdos a una velocidad que mis dedos son incapaces de seguir. Mis palabras son parcas para explicar lo sentido y vivido en esta tierra que ya forma parte de mí. Al recorrerla ya no me asalta el asombro y la perplejidad a cada instante pero una sonrisa se abre paso en mis labios. He pasado del alborotado y primerizo enamoramiento a un más profundo y sereno entendimiento. Cuando, a miles de kilómetros, reine el silencio echaré de menos los despertares ruidosos de monjes y muletas, las bodas de gigantescos altavoces y el calor húmedo que me asfixia. En mis tranquilos y suaves desplazamientos extrañaré sorprendido el cansancio y la diversión de caminos con baches imposibles en el fango más pegajoso y me preguntaré por qué sólo vamos cinco en un coche con cinco asientos. Meteré la pata al preguntar la edad a toda señora cincuentona que vea, cuando es tan importante hacer aquí en Camboya. Añoraré el griterío de cientos de niños de mirada incrédula y sonrisa ingenua, las risas de dientes negruzcos de vendedores sorprendidos ante un blanco hablando jemer y el verde, el amarillo, el naranja, el gris y el azul saturado de color en arrozales, atardeceres, nubes y cielos.
Sin matrícula alguna he estado yendo a diario a la escuela. He aprendido aquí y allí de ellos y de mí. La pobreza, cruda y parca en excusas, me ha hecho comprender el significado de las palabras paraíso e infierno en una misma habitación. No somos nosotros tan infelices en nuestras comodidades ni ellos tan felices en su falta de todo.
He vuelto a mi infancia al dejar que la inocencia y la ingenuidad vuelvan a formar parte de mí borrando la desconfianza y el alejamiento que yo creía propios de la madurez; no me avergüenza más decir “guapo, guapa” cientos de veces, jugar al corro de la patata y hacer el ridículo a mis treinta años para arrancar una sonrisa de aquellos a los que muchas veces nada más puedo dar.
Son mi casa ya estos campos de arroz infinitos que he visto nacer y morir para resucitar tras las primeras lluvias como cada año. Dicen los camboyanos que estar feliz es tener el corazón lleno de agua como lo está un coco. El mío rebosa.
Es el mío ya el mismo latir de este país que vive con el batido de los monzones: mis monzones de vida.