viernes, 23 de mayo de 2008

Un juego imposible: fútbol con bombas de racimo


Cargadas sus mochilas de libros y cuadernos bajan a brincos por la calle ligeros de ánimo, uno a diestra y el otro a sinistra, vestidos de igual modo con camisa y pantalones cortos, ora arrastrando el cuero de sus zapatos ora dando puntapiés a latas, botellas, papeles u objetos de cualquier material, mas no cuero, que a un balón se asemejen.

Uno, rubiales de media melena, delgado y larguilucho emula regates increibles ante farolas y papeleras. El otro, de músculos potentes y finos, bajo, de pelo ralo y piel morena esquiva de modos imposibles peatones y coches mal aparcados. Los dos nacidos el mismo día, los dos con el “balón” a sus pies pegado. Pases cortos, carreras rápidas, uno igual que el otro, chutes potentes que perforan redes reales en mentes ricas de imaginación o mueren a escasos metros en medio de la calzada bajo las ruedas de automóviles intentando alcanzar en vano el otro campo.

De entre todo lo que es un balón sin serlo prefieren las latas; son resistentes, pesadas cuando se aplastan, van lejos y tienen múltiples colores. Son rojas como la sangre, verdes como las uvas, azules como el cielo, doradas como la cebada, amarillas….

Amarillas como la que tienen enfrente que, como una botella en el país de las maravillas, está pidiendo a gritos ser el balón que lleve a la victoria de ese partido interminable que cada tarde juegan dos chavales de once años al volver de la escuela. El rubio se para calmo, coloca el balón-lata en un pequeño hueco en el suelo y se dispone a lanzar el penalti que selle el desenlace. El moreno, a modo del mejor portero, se lanza al suelo, enérgico, rebotando como un muelle estirando sus huesos hasta casi desencajarlos y alargando sus manos suspendido en el aire.

¡Bum! Una explosión sacude el aire llevándose consigo el ánimo, el partido, los cuadernos. En medio de todo, además, un brazo, un ojo y casi el otro, tres dedos y la esperanza de un niño. Silencio, muerte en vida, sangre y gritos. Negro y rojo tiñen el blanco de la inocencia.

“¡Goooool!” clama exaltado y saltando un muchacho de media melena en el portal de su casa al tiempo que el moreno también grita, en la otra acera de un lugar olvidado del mundo, desde el fondo de un alma y un cuerpo rotos su dolor a la entrada del hospital que a partir de ahora será su casa.

Fue el amarrillo un sol de estío para uno y una vil trampa encerrada en una bomba de racimo para el otro que ha estado esperando treinta años, ignorante de la paz firmada antes de que nacieran e irreverente con esos acuerdos, para lograr el objetivo para la que fue creada: matar, mutilar.

Dos niños como dos gotas de agua en sus sueños de jugadas que sólo la imaginación inocente es capaz de crear ¿La diferencia? La fortuna de haber nacido en una tierra que no conoció las bombas de racimo. No vimos la luz en Laos, Camboya, Afganistán, El Líbano, Vietnam, Marruecos, Serbia, Irak, ….

Afortunado eres tú, afortunado soy yo. Mutilado es Ratanak, once años, de músculos potentes y finos, bajo, de pelo ralo y piel morena, manco, tuerto y desgarrado en cuerpo y alma que a pesar de todo me sonríe cada día cuando le abrocho unos botones que sus manos ya no pueden.

viernes, 16 de mayo de 2008

De Camboya a Birmania: 800 kilómetros y un mundo

Sentado frente a mi pantalla leo abrumado la cada vez mayor cifra de muertos que un ciclón ha causado en Birmania. Más apesembrado si cabe aún leo sobre el tiránico ciclón del general Than Shwe que en su indiferencia y opresión sobre sus paisanos y con paranoia ante la ayuda extranjera puede causar muertes que se cuentes en cientos de miles o millones de personas.
Han pasado ya dos semanas y lentamente, como en tantas otras ocasiones sucedió y sucederá, Birmania va dejando su lugar en la primera página de los periódicos para caer olvidada en un rincón cada vez menor de la sección Internacional para acabar desapareciendo. Me levanto de mi silla necesitado de convesación. Me cruzo con Theara y le pregunto acerca de "Bumía", pues así llaman aquí a Birmania, y me contesta con un "no sé nada". Asombrado pregunto bruscamente a otra chica que acaba de entrar en la oficina. Misma respuesta. Me escriben desde España preguntándome si, por nuestra cercanía, conocemos algo más pero yo tan sólo sé lo que leo en los periódicos. Negándome a pensar que es así siempre me dirije a los hombres que guardan la entrada al recinto y por respuesta obtengo un "no tenemos radio. Se ha ido a casa quien la tenía". Es decir, desconocimiento absoluto.
De Battambang, ciudad en la que yo estoy, a Rangún tan sólo hay 800 kilómetros en línea recta, la misma distancia que desde Barcelona hasta Badajoz. ¿Sería posible que en Bajadoz esuvieran muriéndose bajo el agua y en Barcelona la gente no supiera nada? Al final consigo encontrar a alguien que sí, que escucha lo poco que se comenta por la radio y a qiuen le interesa saber lo que sucede más allá de los fronteras. Pero, sencillamente, los dos sabemos que es una excepción. Sin embargo ¿quién soy yo para criticar? No hace falta más que darse una vuelta por cualquiera de los pueblos por los que vive el 80% de la población camboyana y sabiendo que el 40% vive por debajo del nivel nacional de pobreza ¿por qué preocuparse de lo que sucede más allá si ellos ya tienen suficiente con sobrevivir?
Mi siguiente pregunta tiene que ver con saber qué pasaría en Camboya si las mismas aguas inudasen sus extensas planícies. Pregunto a uno, a otro y otro más y siempre escucho la misma respuesta: "El gobierno ayuda. Poco, somos pobres, pero ayuda repartiendo dinero y arroz." Camboya ya sufrío graves inundaciones en 2.002 que dejaron sin comida a cerca de 670.000 camboyanos y la ONU tuvo que acudir en su ayuda. Sin embargo, en Camboya entraron sin problemas. ¿Será que la apertura al mundo, el comercio internacional y una democracia, débil y corrupta cierto pero democracia al fin y al cabo, es lo que le falta a Birmania? Aquí todos los camboyanos admiten que sus gobernantes son corruptos pero todos ellos también están convencidos de que no serían un ciclón de indeferencia y opresión si un desastre, esta vez natural, la arrasase. Son 800 kilómetros y un mundo.

lunes, 12 de mayo de 2008

Phnom Penh, una ciudad feneciente


Pasearese por Phnom Penh es hacerlo por una ciudad cuya alma está feneciendo desangrada por los puñales de los primeros y venideros rascacielos que habrán de mirar altivos los pequeños edificios que la conforman. La puntilla final llegará rodada bajo las pesadas ruedas de los enormes todoterrenos que sin contemplación ni respeto se adueñan de calles y avenidas antaño anchas y espaciosas y hoy colapsadas en asfalto y en aceras. Phnom Penh está diluyendo irremediablemente su espíritu en un vaso de malentendido desarrollo para convertirse en una de tantas megaciudades asiáticas que se confunden en las fotos.

La Phnom Penh que yo conozco es una ciudad básicamente de tres y cuatro plantas en la que los edificios más altos , construidos en los últimos años, apenas llegan a las cinco o seis. También muchas de sus calles residenciales están formadas por casas individuales de claro estilo colonial rodeadas de muros y vallas desbordadas por plantas. Su arquitectura particular es fruto de la mezcla de la colonización francesa, viva aún en el color amarillo de las antiguas mansiones, y una arquitectura propia desarrollada en los años cincuenta y sesenta que se plasma en el color blanco roto por la humedad y el polvo en ya negruzcos edificios de ángulos y formas geométricas, expresadas en amplitud en las rejillas de ventilación

A la visita de quien las visita por primera vez sus calles son un desorden de pandillas sin fin de chavales en motos y viejos y nuevos coches circulando con un olvidado código de circulación y de puestos callejeros en los que resulta difícil diferenciar al barbero del frutero del mecánico de motocicletas y del vago que atiende paciente. El olor penetrante de la mierda, comida en descomposición o ya descompuesta, hacinada en montones en cualquier esquina o desperdigada por todos los rincones impregna el aire caliente que golpeando al paseante desprevenido. Sin embargo, vista ya con ojos acostumbrados e insensible el olfato uno descubre que todo tiene un orden en esos puestos de paredes de madera y techos de hojalata en los que unas sillas rojas de plástico, modelo Coca-cola, y cientos de arrugadas servilletas de papel esparcidas por el suelo distinguen a un restaurante del mecánico con baldas repletas de ruedas envueltas en reluciente papel de aluminio de adornos rayados multicolores. Tiendas de telefonía móvil replicadas al infinito aportan su contribución tecnológica y brillantes escaparates.

Sus avenidas son anchas y en su mayoría sus bocacalles también distribuidas en un plano concebido principalmente en cuadrículas. Sus aceras, no pensadas para el peatón, pues en Camboya no se camina, son lugar reservado a infinidad de puestos, sombrillas, coches y aparejos. Sin embargo, como en un humorístico recordatorio camboyano de realidad, su numeración pareció haber olvidado secuencia alguna y así como la calle nueve puede ser contigua a la setenta y cuatro el número veinticinco de una casa no tiene porque ser el que esté al lado del veintitrés obligando en ocasiones a explicaciones auténticamente surrealistas para poder llegar al destino pretendido.

En sus mercados, de bajos techos a excepción del antaño renovado mercado central, todo se hacina cumpliendo la máxima camboyana de que siempre cabe más en un espacio en la que las leyes de la física dicen lo contrario. Ir de compras es sinónimo de rebuscar entre montones de ropa recibiendo empujones en un estrecho pasillo con poca luz y mucho sudor.

En medio de la ciudad, escondido tras barrios de pequeñas casas y chavolas olvidados de turistas en los que la única piel blanca que se ve es la del que escribe, se encuentra un lago de unos cuatro kilómetros de perímetro lleno de nenúfares y todo tipo de plantas y en el que es posible observar amaneceres y atardeceres preciosos.

Es este corazón repleto de agua, expresión camboyana de felicidad, ejemplo entristecedor de una incipiente e imparable transformación a una ciudad sin alma. Poca vida queda ya en los peces que aún sobreviven a duras penas en sus sucias aguas puesto que basándose en un desarrollo que no espera concebido únicamente como construcción será desecado para dejar paso a un megalómano proyecto inmobiliario ante los que palidecen los más salvajes proyectos urbanísticos de nuestras costas. Proyectos pensados para sí mismos y no integrados en la ciudad en la han sido levantados para, pienso yo, mejorarla. ¿Por qué será que el hombre es incapaz de aprender de los errores de otros que ya llegaron antes, de los nuestros?

Ésa es la ciudad que yo conoceré: Altos y estrechos rascacielos que se abrirán paso para dominar unas vistas cada vez más pobladas de otros rascacielos; todos sin alma pero con una coraza de hormigón y metales y vidrios brillantes; todos albergando nuevas tiendas de lujo que dan cobijo a unos pocos y la espalda a casi todos los camboyanos: todos con supersticiosos nombres que llaman al dinero, al oro y a la suerte, fruto de una materialista espiritualidad; todos rodeados de atascos imposibles de todoterrenos que tan sólo habrán probado bien asfaltadas calles de las que desaparecerán sus gentes, vendedores, compradores y vagos pacientes que ya no verán el atardecer en un lago del que dirán “sólo fue, ya no es”. ¿El lago o la ciudad? preguntaré yo.

lunes, 5 de mayo de 2008

9 vidas en un microcrédito

Sentado bajo un pobre cobertizo de madera y paja descubro el valor de nueve vidas: un microcrédito de 207 euros.

Abrazando una de sus piernas por la rodilla y la otra colgando, moviéndola a ratos nerviosamente y a ratos meciéndola, Salit me cuenta entre palabras entrecortadas y risas nerviosas su proyecto. Ella, Salit, de una apariencia que ronda la cuarantena, es madre de siete hijos: Salit, Salí, Salat, Salay, Salam, Saley y otro más cuyo nombre olvidé por haber escapado a esa tradición de nombres tan seseantes. Me explica que por mil baths tailandeses podrá alquilar una hectárea y media durante tres años. Un vecino suyo, propietario de ésta y muchas más tierras, le ha hecho una muy buena oferta mas ¿con qué financiar ese proyecto si apenas tienen para comer y comprar ropa?

Mientras hablamos y calculamos aparece el marido y siento vivir como en un sueño la respuesta de porqué casi todos los créditos son concedidos a mujeres: El hombre, inseguro en un caminar zigzagueante y dejando un fuerte rastro oloroso de alcohol a pesar de tan temprana hora, hace acto de presencia inentando tomar las riendas de una conversación que no le corresponde entre los ojos ya llorosos de su mujer. Sus pretendidas suaves caricias no hacen más que aumentar la desazón de la mujer. Molesto no puedo evitar hacer un par de preguntas que cortan su verborrea tan falta de claridad como de comicidad: Señor, usted ¿de qué trabaja?¿cuántos días a la semana trabaja?. Hechas las mismas preguntas a la mujer la respuesta es demoledora: Todos los días de lo que puedo para alimentar a mis hijos.

Volvemos a hacer números y me asusta pensar poder quedar atrapado en un trampa de tan bajo precio, 207 euros, y tan alto valor, 9 vidas. Una hectarea y media, añadida a la hectarea que ya poseen les permitirá producir alrededor de cinco mil kilos de arroz bruto (con la cáscara), que quedarán reducidos a unos 2.500 ya limpios. Si calculamos que una persona adulta consume unos 180 kg. (ciento ochenta escribo para que no quede dudas del número) de arroz por año, les quedarán mil kilos; veinte sacas de cincuenta kilos, con los que pagar todas las deudas y compras de todo un año.

Son veinte sacas que dan para seiscientos dólares con los que pasar un año. Veinte sacas para alimentar ocho bocas. Es Salay, el noveno, un magnífico chaval con dos piernas de trapo víctimas de la polio que vive conmigo el centro de discapacitados.

Son 207 euros para mejorar diez vidas: las de Salit, su ebrio marido, y los seis hijos de nombres seseantes, la de Salay por saber a su familia mejor y la mía por verle sonriente.

viernes, 2 de mayo de 2008

No quiero más

Hoy ha empezado un día como otro cualquiera. Es decir, parecido a ninguno anterior. Tras despertarme con ese, tan sabroso para ellos como detestable para mí, olor a pescado fermentado frito me dirijo al lavabo. Al abrir la puerta de mi dormitorio uno de los varios gatos que han hecho su casa del lugar en el que vivo ha salido corriendo.

Tengo que admitir que, a pesar del disgusto que tendrá mi hermana al leer esto, odio a esos gatos porque maúllan en medio de la noche y no han encontrado mejor sitio para marcar su territorio con orines y heces que una de las duchas, y sólo hay dos. Sin embargo, también hay que romper una lanza a su favor pues desde que se instalaron aquí ya no hay ratas ni ratones, tan comunes por estos lares y que ya se habían comido parte de las riñoneras de mi mochila. Ahora bien, esta mañana los he odiado más que nunca. En su huir el gato ha dejado atrás la cabeza de un gueco. Aquí los gatos, son gatos de verdad, no de esos que sólo beben leche y comen pan. No, aquí ratones y lagartos salen como alma que lleva el diablo al vez a unos de esos felinos maulladores y sucios. Particularmente, estoy encantado que se coman a las ratas pero ¡los guecos no! Son unos lagartos enormes, de un palmo o más, de colores diversos que hacen un ruido asombroso por las noches y, gran cualidad por la que son apreciados, se comen mucho, pero que muchos insectos. Y los gatos, lo siento hermanita, no se comen mosquitos.

Tras el disguto del gueco de cabeza azulada me he ido al gimnasio. Como cada mañana hay una mujer vestida en su pijama y no es que no se cambie si no que esa es su ropa de "deporte". Escribo "deporte" entre comillas porque ella lo entiende como caminar en la cinta a 4 km/h, que es la velocidad normal a la que uno camina. Cada vez que la veo (a ella y otros mucho "deportistas"-pijameros) pienso "¿No crees que si fueses caminando de casa al gimnasio ya habrías hecho más deporte que en la cinta de CORRER?". Luego está el señor que camina hacia atrás (en realidad, un par de ellos), el que al caminar zarandea los brazos al doble de velocidad ue mueve las piernas pareciendo un personaje de la época del cine mudo y el que corre apoyando casi todo su cuerpo en las barandillas, lo que es muchísimo más fácil. Cuando a éste le dije, viendo su cara de satisfacción por correr a 8 km/h, que probase a correr sin apoyarse en las barandillas casi sale disparado de la cinta. En fin, aún no me explico como en ese gimnasio hay una tabla de estiramientos ¡en castellano!

Tras la ducha, me dirijo al banco. Están apareciendo sucursales bancarias como setas a medida que el país se desarrolla. Es el mejor sitio para estar de toda la ciudad: tienen aire acondicionado. Llevo sólo la cartilla; el pasaporte lo he dejado en casa pues jamás me han pedido identificación. Relleno el papel correspondiente y me pongo....¿a la cola? Hay un pasillo creado con postes y cintas, como en los aeropuertos, un moderno cartel de "Wait here" y una ralla pintada en el suelo ante 3 mostradores. Enfrente de ellos somos unos nueve, apeletonados unos con otros y dividos más o menos por igual. Rozándome la cara aparece un brazo y una mano que entrega la libreta a la oficinista. ¿Para qué sirve la línea? ¿No será que los que están detrás nunca serán atendidos?. Allí todos juntos pruebo, en vano, a mantener mi privacidad. Todo el mundo intenta mirar el saldo de tu libreta y el importe que quieres retirar. De nada sirven mis esfuerzos porque una voz en alto dice "¿Quién ha pedido cuatro mil dólares?" Todas las miradas se dirigen al único extranjero que está allí. Es decir, a mí. "¿Es que alguien más ha pedido esa cantidad?" piensas sulfurado y con la cabeza gacha. Intentas hacerles ver que los extranjeros no somos ricos (porque siempre te ven como un billete andante) y el tipo echa tus esperanzas por el suelo. Es inútil explicarles que el dinero no es para tí.

Recuperado ya de esa irritación momentánea y por un día (ya van unos cuantos, la verdad) decido desayunar a la manera camboyana. No, no me comeré sopa de menudillos con fideos de arroz y verduras tal vez mal lavadas. Es un desayuno especial que he asumido muy bien: Pan con leche condensada. ¡Qué recuerdos! Al primer contacto del paladar con la untuosa leche dulce me sobreviene el comentario de rigor que me hacen muchos "Javi, ¡qué mal debes de comer en Camboya!" Cierto, cierto, pienso apurando el final del bote con mucha más leche condensada que pan, haciendo caso omiso de las recomendaciones que me daba mi abuela. Todo ello, comido en el coche, por supuesto, pues a pesar de salir media hora tarde, ya son las ocho, no hemos tenido tiempo de desayunar.
Me sorprende sinceramente que no haya manchado la tapicería del coche con tanto bote. Sé que es reitarativo pero estoy convencido de que si probasen a hacer una carretera más bacheada serían incapaces de hacerlo mejor que lo que lo hacen las lluvias y esos camiones tan cargados que hacen que los ejes crujan antes de romperse. Si llueve así tres días seguidos en Cataluña se acaba la sequía. Se acabó el calor seco agobiante (¡qué gusto!) para dar paso a una humedad que te pega la camiseta, a más barro que hace que caminar sobre hielo te parezca un juego de niños y a enjambres nocturnos de insectos de todos los tamaños y zumbidos que no hay insecticida suficente. ¡Y yo sin gueco! Malditos gatos.

En el coche vamos 5: Sor, mutilado de mina en ambas piernas que conduce la moto como Sito Pons en sus mejores tiempos, Path, mutilado de mina en ambos brazos y algo sordo por la explosión y al que un día tendré que preguntar cómo consigue manejar esa radio tan pequeña con tantos botones, Kimlieng, afectada de polio que no llego a entender como camina sin que le revienten las rodillas por lo que las flexiona lateralmente, Theara y yo que somos, en minoría, los únicos enteros. A Path, al que llevamos a casa para que pase unos días, lo hemos de atar con el cinturón porque con tanto bache el pobre no para de botar y no tiene con qué agarrarse. De golpe y porrazo, tras casi cincuenta kilómetros y en medio de la nada aparecen diez kilómetros perfectamente asfaltados. ¿Por qué aquí si no hay ningún pueblo? "Javi" me digo " no hagas preguntas de extranjero".

Al llegar a su casa, a la de Path, a la que hace cinco meses que no va, lo primero es bajar los doscientos cincuenta kilos de arroz de buena calidad que ha comprado como regalo (como los chocolates que uno trae de suiza para la familia), los treinta kilos de fruta y el pequeño árbol del mango. Vamos, lo primero que yo llevaría a casa. Lo siguiente es que nadie, absolutamente nadie, saluda. Él llega al porche y se sienta. El que va a comprar el pan cuando vuelve suele gritar un "ya he vuelto" bien claro por lo menos pero esto es más como el que se ha ido a la habitación de al lado y ha vuelto, aunque haga cinco meses que se fue. Los perros salen a merodear, canes escuálidos y pulgosos que parecen todos iguales (aquí no hay gatos porque aquí los perros sí persiguen a los gatos) que hacen de gallinas lamiendo y comiendo todo lo que cae al suelo. Su número en una casa cualquiera es casi siempre una incógnita pero no suele bajar de tres.
Tras sentarme veo escrito en las vigas de la casa en tiza y con letras grandes "E-mail" y su correspondiente traducción en jemer como para no olvidarte de enviar un mensaje a alguien la próxima vez que vayas al cibercafé. Sólo falla un detalle: en varios decenas de kilómetros a la redonda no hay cable de teléfono ni electricidad. Es costumbre muy camboyana anotar todo tipo de indicaciones con tiza en los muros y vigas de la casa. Particularmente los números de teléfono. No los anotan en ningún lugar más y cuando, estando en otro lugar, te piden llamar a su madre les preguntas "¿Te sabes el número?" y ves que empiezan a rumiar y rumiar. Te piden el teléfono y hacen el primer intento. Luego, un segundo y un tercero (así entiendes que te llamen tantas veces al móvil gente que no conoces). Finalmente acabas preguntando "¿Te sabes el número de teléfono de tu madre"?. "Lo olvidé. Pero me sé el del jefe del pueblo, que conoce al vecino de mi tío." ¿Ha quedado claro? Horas más tarde, en nuestra ronda de visitas tendremos que localizar así a uno de los chavales a los que queremos ver. ¿Se habrá comido la agenda telefónica el gato? ¡Malditos gatos!

Aunque antes paramos a comer. Ya es la una y es tardísimo. La elección del restaurante es bastante sencilla en estos casos. En el primer local que ves con las características sillas de plástico (los restaurantes de sillas de madera maciza de diez kilos sólo en la capital, por favor). Desde el coche preguntas si tienen comida (ya se sabe, es la una). Si la respuesta es afirmativa te bajas, vas a los fogones y abres las tapas de todas las cacerolas a ver si te gusta lo que ves. Sólo que esta vez no está mi madre, mi abuela o la cocinera de turno para darme una bofetada en la mano y decirme lo de "no metas la nariz". Para desgracia nuestra en el primer restaurante no hay arroz y como en los anuncios de La Casera, "si no hay arroz, nos vamos". Tras recorrer varios kilómetros y ver un par más de restaurantes hemos volvemos al primero (casi las dos, ya) a esperar a que hiervan el arroz. Sobre una parilla reposa un pollo con muy buena pinta. Se parece mucho a los pinchos morunos y está delicioso, si no fuese por una pequeña e incómoda salvedad: los huesos. Es su costumbre machacar y desmenuzar el pollo de tal manera que los huesos quedan reducidos al tamaño de guijarros o de pequeñas piedras. Mejor evitas pegarle un buen mordisco pues el cartel del dentista del otro lado de la calle no inspira mucha confianza. Cuando te quejas de ello, se miran entre ellos y dicen "Es verdad, que es extranjero: no le gustan los huesos". Pues no, no me gustan los huesos. Al final, cansado de separar carne y huesos como si estuviese comiendo pipas y no atraído por esa sopa picante de curry verde y hierba limón, mi plato acaba lleno hasta arriba de arroz y de salsa de soja. Hoy no hay grillos, cucarachas o saltamontes con qué sazonarla.


Tengo que hacer un inciso sobre estos insectos. Otra vez mentaré la decepción que tendrá un miembro de mi familia: lo siento, mamá, pero sí, he comido cucarachas. Son exactamente crujientes como el ruido que haces al pisarlas sólo que esta vez no es con los pies, como cuando vas descalzo en casa, sino con las manos. He comido insectos de varios tipos: largos, grandes y menudos. En resumen, una crujiente y aceitosa....decepción. Voy a desmitificarlo: ¿Quién no ha comido gambas? Pues casi, casi igualito: los pelas, les quitas las alas y te los comes. Con ajo y especias, como las gambas al ajillo (y no estoy pidiendo que me sirvas sofrito de hormigas con ajo, mamá, cuando vaya a verte) pero es tan y tan aceitoso todo que al final no tiene más gusto que el aceite de palma mil veces refrito.


Estando en la mesa asisto a otra conversación puramente camboyana. Me pruebo las gafas de sol de mi compañero Sor y se oye un "loi" a un par de metros. "Loi" se traduce como "que bien te queda, que guapo estás" pero también significa dinero. Como "saat" es limpio y a su vez bonito y "acró" es sucio y feo. En este caso vengo a entender que, en el fondo, hay una relación entre tener dinero y ser guapo: que quien tiene dinero es guapo. Entre que soy extranjero, lo que es igual a ser rico, y soy blanco seguro que soy loi, loi, loi.

Tras una brevísima sobremesa (costumbre española que se echa mucho en falta) nos detenemos en nuestra última parada en un templo para visitar a una chica de dieciocho años mutilada de mina. Aparece cargada de unos pequeños y sabrosísimos plátanos y la frente tan sudada que ni siquiera hace ademán de secársela con la manga de su camisa de franela (increíblemente). Un par de monjes, vestidos en sus llamativas y casi fluorescentes túnicas, naranjas nos saludan, un hombre ya mayor construye cestas de mimbre, una abuela despioja a su nieto y un par de niños revolotean alrededor jugando con los mangos rotos de un paraguas a modo de espadas mientas las vacas pacen y un par de pájaros pían. Miro en derredor y, capturado por tanta tranquilidad y belleza, me resulta casi inconcebible el infierno en la tierra que fue este paraíso. Sim embargo al recordar como Sor, antiguo soldado, ayudaba a Path, antiguo jemer rojo, mutilado con mutilado, sé que al menos algo se está haciendo bien.

A la vuelta de nuestro paseo por el fin del mundo, pues así me he sentido con el barrizal continúo que son estos caminos entre colinas de bosques y palmerales aún por talar (cosa de que aún quedan minas), todos duermen con este brusco masaje que es la carretera y el silencio del traqueteo incesante. Mi teléfono suena una vez, sólo una vez. "Alguien se ha vuelto a equivocar" pienso mientras observo al sol, filtrándose entre los resquicios que dejan unas voluptuosas nubes de algodón, caer sobre unos arrozales empapados de agua tímidamente verdeantes.

"No quiero más que otro día en Camboya", sonríen mis labios.


P.D.: Momo, pásame tu correo electrónico pues no tengo forma de contactar contigo