jueves, 18 de junio de 2009

Sufrir y añorar

“I’m suffering” me dice Abu, sentado a la sombra de un muro de obra en el que resaltan el rojo y azul del Liberia Reconstruction and Development Comittee. “I’m suffering” repite. La tenue sonrisa en sus labios me lleva a pensar que como cualquier otro liberiano lo que quiere es que le suelte unos pocos dólares. “I’m suffering” insiste “and nobody believes me”.

Al ver la cámara, Abu, con el característico “You, White man!”, me ha llamado al pasar enfrente suyo. En cuclillas, me pide una foto mientras con un palillo pincha un trozo de carne en el cubo de una vendedora ambulante. Me arrodillo, enfoco y disparo. Nos ponemos a charlar.

Abu, que ronda la cuarentena, tiene dos críos, el mayor de los cuales no pasa de los seis años. Su madre tuvo un infarto hace poco y su padre murió hace ya veinte años. Abu no trabaja, trapichea vendiendo algo de carne estofada para sacarse alrededor de un dólar y medio al día. Poco dinero, poca comida y críos creciendo. Abu sufre.



Empezamos a hablar mientras un grupo de hombres curiosos, jóvenes, adultos y viejos, comienza a rodearnos. Como es habitual la conversación empieza con preguntas sobre mí y sobre mi trabajo: qué hago en Liberia, para quién trabajo, por cuánto tiempo y las demás preguntas del interrogatorio popular. Yo pregunto sobre qué opinan de toda esta marea de extranjeros que está en el país, de la misión de Naciones Unidas y del país en general. Abu está descontento sobre cómo van las cosas. En realidad, más que descontento. Piensa que el país no marcha bien y razón no le falta: “There are no Jobs”. Lamenta que nadie escucha a los pobres. “The government” se queja “doesn’t listen to us”. Mencionarle una larga serie de programas de ayuda que se están llevando a cabo sólo sirva para que responda:
- “The school is not free. The hospital is not free. There is nothing free for the poor”
- “What would you do to solve the problems?” le pregunto.
- “Education” responde primero. “Hospitals” añade un tanto después.

Abu, como el resto de sus compatriotas, habla de la educación como de la panacea a sus dificultades. Pero ¿cuántos años tarda en educarse una persona hasta que realmente contribuye a levantar el país? ¿cómo ayuda eso a solucionar el hoy de Abu, no sólo el mañana? Entiende que sí, que ahora hay cosas que van mejor pero como dice él “It will be too late for me”. Y sufre.

Abu se queja de que no puede comer, de que el dinero sólo le da para comer una vez al día. Hace tan sólo unos minutos que le he visto llevarse un trozo de carne a la boca y se lo recuerdo. Medio sonríe y me replica:
- “This would make you sick”
- “Why?” pregunto.
- “Spire” responde y repite más de una vez.
- “What do you mean by “spire”?”
- “Not good. Spire. Date passed” intenta hacerme entender. Lo consigue; comprendo: “Expired”, carne caducada. Ése no es alimento con el que alimentarse y dar de comer a sus hijos: Y sufre.

Abu, sin embargo, es consciente de que hoy, donde antes había fango y charcos varios meses al año, hay una carretera asfaltada. Pero Abu no entiende que esta fina capa de asfalto no llegue a su barriada y que haya sido construida, como tantas otras cosas de este país, por los chinos; no entiende que a pesar de ser todo músculo no haya podido alzar pico y pala; no entiende que varios meses al año se siga enlodando para entrar y salir de casa. Y sufre.

Abu ve los postes que se alzan cargando electricidad y que empiezan a iluminar aunque sea tristemente las noches tan oscuras de la ciudad. Pero Abu no entiende que la noche sólo brille para unos pocos porque ni él ni toda la cuadrilla a mi en derredor pueden pagar las, para ellos, desorbitadas tarifas de la compañía eléctrica. El día que el dinero da, pocos, Abu usa lámparas de parafina o carbón y linternas con baterías que milagrosamente aún se recargan a pesar del óxido incrustado. El día que el dinero no da, la mayoría, las oscuras tardes de lluvia y las noches siguen siendo más negras que el añorado carbón. Abu no tiene luz. Y sufre.

Abu ve pasar todos esos camiones cargados de soldados de casco o gorra azul y entiende que han ayudado a acabar la guerra. Pero él, como todos los demás, no entiende que no se paren a ayudarle cuando le atracan y que le manden a buscar ayuda a la policía, bien conocida por sus actos, no de servicio sino de corrupción. Abu se siente inseguro. Y sufre.

Abu no comprende para qué viene tanto extranjero a ayudarles si jamás ni a él ni a la cuadrilla de obreros que tengo al lado les han consultado nunca. “They don’t help me” argumenta. No se explica que el dinero que entra al país sea más que el presupuesto del gobierno, que les hayan perdonado miles de millones de dólares en deuda (cifras inmanejables para él y para mí), y que él, cuando necesita dinero tenga que dirigirse al prestamista del otro lado de la calle que le cobra un interés del 50% mensual. Abu no entiende que la usura es abuso pues es algo natural y común. “It’s business” argumenta “You take it or you leave it” como si tuviera alguna otra opción. Atrapado en un agujero de deuda que se cubre con más deuda “Dig hole, cover hole”, se resigna. Y sufre.

Abu, mientras hablamos de los nuevos proyectos de saneamiento de Monrovia juguetea con un pequeño sobre blanco de plástico. Me pregunta de si en España tenemos agua corriente pues no entiende que en este país, que en algunos puntos conoce más de cinco metros de lluvia al año, casi todos sigan bebiendo agua caldeada al sol y yendo a buscar el agua al pozo o a la charca para lavarse.
- “Do have soap in Spain?” inquiere.
- “Soap?” pregunto extrañado. “Yes, we do”
- “No. This soap” dice y adelanta el sobre con el que estaba jugueteando hace un momento.



Puedo leer “Excel. Ultra detergent powder”. Detergente protector de colores con el que lavarse pues es más barato que el jabón de cuerpo. En un país que muy cercano al ecuador conoce como propio el calor sofocante sorprende que un hombre te diga “It can make your skin very hot”. Pero Abu se lava con él y calla. Y sufre.

Abu añora el pasado; Abu extraña a Taylor.

Este hombre que se sienta delante de mí no es ningún santo. Sufre pero también ha hecho sufrir. El hombre con el que llevo ya un rato charlando echa de menos la guerra; está convencido de que sólo las armas pueden traer cambio a este país. Le pregunto si no prefiere la paz y me responde que entiende que ahora hay algunas cosas que van a mejor pero que él casi no puede comer. “I was making 3.000 or 4.000 dollars a day”. Dólares liberianos me aclara, equivalente a varias decenas de dólares, mucho más que su paupérrimo dólar y medio actual. Y añora.

El tipo que sigue sentado delante de mí apoya a Taylor. “He is my great leader” me da como única respuesta cuando le pregunto por qué iría de nuevo a la guerra. “If he says we go to war, I will follow him”. No atiende a razones; no me da ninguna explicación de cuál fue la causa de la tantos años de matanzas pero no se apoca en su apoyo a un hombre que está siendo juzgado por crímenes de guerra. “He taught me everything I know” justifica. Y añora.

El individuo con el que sigo hablando pasa a contarme con detalle una de esas enseñanzas. Con el dedo justo por debajo del codo, a modo de cuchillo, me habla de cómo cortaban los brazos de los cadáveres y hacían sopa con ellos para comer entre la tropa; de cómo sacaban la piel y los tendones y de cómo comían “the engine”, es decir el corazón, el hígado y demás vísceras de aquellos a los que habían asesinado. Con contundencia pero sin alzar la voz ni cambiar el tono me asegura “If they try all our generals at the criminal court, we will go to war”. ¿Es posible tener Justicia y Paz o hay que escoger entre Justicia o Paz? Explica y añora.

Han pasado seis años desde que se acallaron las armas en este país pero no está claro que se haya apaciguado el ardor guerrero. Hombres que empuñaron armas ven pasar monótonamente días anodinos que sólo sirven para echar la vista atrás y reforzar la creencia de que tiempos pasados siempre fueron mejores. Éste es el peligro de Liberia.

Abu sufre, el antiguo soldado añora. “I’m suffering” me dice el primero con su engañosa media sonrisa. “It’s so easy to kill” dice el segundo en un tenue suspiro que no es más que un pensamiento dirigido a si mismo. A sus espaladas, un cartel anuncia: LBDI: Liberia Ready for Business.

martes, 16 de junio de 2009

El Prestige y el subdesarrollo

Cual manto de muerte, un espeso manto de 77.000 toneladas cubrió las costas gallegas de negritud. Era noviembre de 2.002; el Prestige se quebró y Liberia aún conocería otro año más de esa salvajada llamada guerra. Precisamente aquí, en Liberia, estaba registrada la compañía propietaria del buque que tanto daño nos hizo.

Liberia, a pesar de ser tan pobre, es una potencia mundial. Con una costa de tan sólo unos pocos cientos de kilómetros y con el puerto de la capital que se hunde Liberia es una de las potencias marítimas más grandes del mundo. Al menos, sobre el papel así consta. Son cientos los barcos aquí registrados. Pura falacia, todos lo saben pero Liberia enarbola el pabellón de la Bandera De Conveniencia.

Han sido muchas y airosas las quejas en contra de esos convenientes pabellones que permiten a un buque registrarse en un país sin casi ningún trámite; incluso es posible hacerlo por Internet. Fueron muchos los que alzaron la voz en contra de estos países que permiten crear agujeros negros legales (negritud que ya sabemos dónde acaba incrustada). Sin embargo, pocos saben que las principales potencias mundiales, europeas entre ellas, apoyaron el uso de esas convenientes banderas cuando se cuestionó su existencia allá por 1958, al entrar Liberia en la ONU.

Son muchas las protestas, reproches, críticas y lamentos por el uso de esos buques pero ¿acaso alguien se cuestiona el por qué de ellos?

Liberia es un país malditamente pobre. Son 3,5 millones liberianos, seis de cada 10 de los cuales viven por debajo del linde de la pobreza (límite que aquí se sitúa en unos 250 euros al año). Aparte de lo que gaste aquí la ONU y demás agencias internacionales, el presupuesto nacional para el año que viene es de unos 212 millones de euros. El presupuesto español para 2.009 contempla un gasto de 157.000 millones de euros. Es decir, Liberia, con una población trece veces menor que España, tiene un presupuesto que es sólo el 0,13% del español.

Todo lo anterior viene a cuento porque uno no ata cabos hasta que acude a una conferencia de prensa de la Presidente. En ella varios periodistas le preguntan repetidamente sobre una diferencia de ni siquiera un millón y medio de euros en las aportaciones al presupuesto por parte de la compañía registradora de navíos. 14 ó 16 millones de dólares, ése el problema. ¿En qué país desarrollado se interpelaría a su máximo dirigente por esa diferencia cuando se habla de los presupuestos para todo un año? Sencillamente a ninguno.

La explicación es aleccionadora. Liberia ha tenido que entrar en una guerra de precios con las Islas Marshall, otra de las principales potencias mercantes mundiales, para volver a captar a los buques que atraídos por tarifas más bajas y menos regulaciones se estaban registrando en aquellas. De ahí, el descenso en ingresos.

Liberia no enarbola el pabellón de la Bandera de la Conveniencia y reduce sus tarifas sólo para dar más márgenes de beneficios a patrones de barcos y navieras. No. Libera lo hace por pura necesidad. Cuando el precio de su principal materia prima, el caucho, se hunde un 40% a consecuencia de la crisis, ¿de dónde sacar dinero para levantar el país? Cuando hay hambre no hay pan duro. Y aquí hay mucha hambre.

Estoy convencido de que los liberianos estarían encantados de no formar parte de esos países tan convenientes y de que su presidente no tuviera que responder a preguntas sobre diferencias que son sencillamente ridículas para unos presupuestos generales. Pero también estoy convencido de que uno no puede ir a decirle a un liberiano que refuerce sus controles marítimos para que nosotros nos sintamos más seguros cuando la grandísima mayoría de sus gentes, como el compañero que se sienta a mi lado en el ministerio, encuentra normal comer sólo una vez al día.

El futuro de países como Liberia y el de nuestras costas se juega mucho en Occidente no sólo porque podamos imponer mayores regulaciones sino porque consigamos que países como Liberia avancen en eso llamado desarrollo, que aquí podríamos entender como desayunar, comer y cenar el mismo día. Ésa es la auténtica marea negra que les azota a diario. Nosotros ya limpiamos los restos en nuestras costas mientras que ellos siguen de lleno en ella.

jueves, 11 de junio de 2009

Despertando en Liberia

Tras poco más de 10 diez meses rompo el silencio de este blog desde Liberia, pequeño y pobre país en el oeste de África, adonde llegué hace poco más de dos semanas y hasta donde me quedaré hasta mediados de agosto. Esta que sigue es la primera de mis crónicas.


Tenía que reventar y reventó. Tanto quejarme yo de que vivía en una burbuja por ir del trabajo a la oficina y de la oficina al trabajo que al final tenía que estallar.

Al principio todo resulta llamativo, exótico y hasta en cierto modo divertido. Es el ciclo natural: primero te divierte, luego te enerva y al final lo acabas aceptando. Hoy, tras dos semanas y media en Liberia, he pasado de la primera a la segunda etapa. Recapitulemos.

Tras haber empezado este oscuro día de lluvia animado tras visitar la escuela de mi amigo Manuel, un hermano marista que lleva seis años aquí, he llegado al trabajo. Ahí se ha empezado a torcer el día.

Aclaremos que estaré trabajando para uno de los ministerios del gobierno de Liberia durante poco más de dos meses y llevaré a cabo un estudio sobre la ayuda que ha llegado al país en los últimos tre años. Para ello es necesario que todos los ministerios me echen una mano y como los liberianos son muy protocolarios uno de los ministros de mi ministerio me firmó una carta “a quién corresponda” pidiendo colaboración. (aclaración: ministro, entendido al modo español, sólo hay uno pero entre vice-ministros y asistente de ministros, a quienes hay que siempre que llamar “Ministro” para no meter la pata, la lista se alarga).

Al llegar al ministerio me avisan de que el ministro (el de verdad, no de esos ministros subalternos) de otro ministerio al que tenía que ir hoy no acepta esos términos generales y exige una carta dirigida personalmente a él por el ministro. Aunque reconozco que resulta un incordio pienso que tampoco es para tanto porque sólo hay que cambiar la cabecera. Pero ¿Cuál es el nombre exacto del ministro a quien dirigir la carta? “Pregúntalo en protocolo”. El incordio va en aumento. Subo una planta y llego a la oficina de protocolo. De paso pido ya una lista con todos los ministerios y ministros intuyendo que ésta sí es la primera vez pero no será la última vez que suceda. “Lo siento pero ahora el sistema no funciona”. ¿¿¿Alguien sabe el nombre exacto de uno de los principales ministros del país??? Cuando el sistema ya funciona y pienso que tendré la lista llega la noticia del día: “No tenemos tinta”. La impresora está seca y lógicamente no me pueden enviar la lista por correo electrónico porque no hay Internet.

“No tenemos tinta”, frase más repetida del día. Ahí descubres lo que es trabajar en un país tercermundista con tantas restricciones presupuestarias. Lo habías entendido cuando te habían dicho que para las visitas a los otros ministerios el taxi te lo pagas tú porque no hay transporte disponible. Sin embargo, lo de la tinta sí que te pega de lleno. ¿Cómo se supone que voy a escribir una carta si no puedo imprimirla? Mi departamento también se ha quedado sin tinta, así como en no sé cuantas oficinas más. Tras dar más vueltas que Mortadelo y Filemón en las ventanillas de la T.I.A. he bajado, acompañado de un compañero, a la oficina de material.

Primera pregunta a mi compañero: ¿Has hecho una petición oficial de tinta? Respuesta: No. (aclaración: la tinta se acabó ayer). Tras varios tomas y dacas interpelo yo al funcionario: Si hacemos ahora la petición ¿cuándo podremos tener la tinta? Respuesta simple: No tenemos. ¡Toma ya! ¿Por qué no has empezado por ahí? Pues nada, vuelta a arriba (aclaración tres (¿Cuántas aclaraciones tendré que dar?): sólo hay un ascensor y está reservado para la presidente así que de la primera a quinta planta todo el día por las escaleras).

Finalmente, tras enfadarme, patalear, tener que recomponerme y casi lloriquear he conseguido que alguien me dejase imprimir la carta. ¡Qué contento estaba yo porque casi había acabado! Ingenuidad de “White man”.

A falta del ministro titular, hay un “acting minister” que actúa de ministro titular. La anterior carta la firmó el entonces ministro en funciones pero hoy le tocaba a otro. En principio, eso no debería causar más problemas que cambia la firma ¿no? ¡No! He tenido que hacer 5 borradores diferentes, cada vez pensando que era el último pues el ministro me daba su visto bueno para cada vez volver a tener que bajar una planta a hacer cambios. ¿No hubiera sido lógico hacerlo en formato digital para ahorrar tiempo, papel y la tan preciada tinta? No opina así el ministro.

Eran las 10:00 de la mañana cuando, en vano, he intentado argumentar al otro ministerio de la validez de la carta. Eran las 15:00h cuando, rendido ya tras cinco borradores, le he entregado la carta a un asistente para que la acabase él. ¿Cómo será el tema que hasta él me ha dicho “quiero dejar atrás esto hoy”? A las 16:00h aún no estaba acabado el tema. ¿Estará mañana? Desgraciadamente no me sorprendería si no estuviera. Y todo esto con apretones de manos, chasquidos de dedos y sonrisas como si no pasara nada (porque en realidad, y ése es el problema, es que no pasa nada) que no hacen más que añadir frustración para que te lleves las manos a la cabeza.

Aclaración cuatro. Esta aclaración requiere un punto y aparte: el saludo liberiano requiere un cierto aprendizaje y parece un saludo quinceañero “guay”. Empieza con un apretón de manos convencional pero a partir de ahí hay varias opciones. La más común es dejar ir la mano despacio, deslizándola, para acabar chasqueando los dedos corazón y pulgar. Otras veces las manos se enlazan en una serie de movimientos para acabar con el consabido chasquido. También puede uno chocar los puños y con el puño aún cerrado golpearse el pecho a la altura del corazón. Pero volvamos al ministerio.

O mejor, a como irse del ministerio. Debo añadir que llevaba todo el día entre crecientes dolores de estómago y arcadas regalo de alguna comida contaminada. Irse del ministerio es más fácil de decir que de hacer. A pesar de que la marea de taxis amarillos le inundan la vista a uno parece que no hay suficientes para surtir a Monrovia. Para coger un taxi hay que dar codazos, literalmente. Hay una hilera de gente en la “parada” del taxi. Al llegar, uno se pone al final para descubrir que aquello de de fila tiene lo mismo que Joan Gaspart de merengue. El taxi llega con la mano del taxista haciendo misteriosas indicaciones sobre hacia dónde se dirigo (nota aclaratorio (una más): los taxis se comparten) y la gente se abalanza literalmente sobre él. Al principio, como vas trajeado no te metes en harina pero al final, harto de esperar, con retortijados y tras cuarenta minutos bajo la lluvia sacas punta a tus codos. Sin embargo, el resultado puede ser que te metas en el taxi equivocado y que tras doscientos metros tengas que bajarte entre risas de todos los demás pasajeros que entre labios murmuran jocosamente “White man, White man” como si eso fuera sinónimo de tonto. O también puede ser que aciertes y encuentres un incómodo acomodo en el asiento trasero con otros tres pasajeros más. Ahí, bien apretado y oliéndolo el sobaco a al pasajero de cada flanco, oyes al taxista que le dicen al afortunado pasajero del asiento de delante “abróchate el cinturón que ahí delante está la policía”. Y ¿qué pasa con los cuatro que vamos detrás dejando de vez en cuando la puerta abierta para poder ir más anchos?¿no dirá nada la poli? Pues no.

Al cabo de varias paradas para dejar y recoger a nuevos pasajeros (con el consiguiente apretujón en el asiento trasero) he conseguido llegar a la clínica. He llamado al médico desde el coche y según él “everything is clear”. ¿¿Cómo va a estar todo bien si llevo varios días que parezco Belcebú por la cantidad de azufre que echo por la boca?? Los dos hablamos inglés pero parece que él hable chino y yo suahili, tan diferente es el inglés liberiano del que uno aprende. Aunque la insistencia (los retortijones pueden maravillas) consigue que nos entendamos y al final me recete un antibiótico. Ahí en la clínica de una ong (nadie, absolutamente nadie, ha ni siquiera mencionado el “sistema” liberiano de salud para que te curen) piensas en qué pasaría si necesitaras una gastroscopia o resonancia magnética. ¿Cuánto tardarías en llegar a Dakar en avión? te preguntas.

A la salida de la clínica, la misma historia con el taxi. Pero esta vez con el añadido de que como estás en la carretera pasan camiones que levantan una nube de agua sucia y acabas con tu traje hecho un desastre. Un par de taxis más tarde (el segundo lo he cogido para mí solo en vez de esperar a que se llenase) he llegado a casa. He salido del ministerio a las 15:00. He llegado a casa a las 17:00h y sólo he estado 10 minutos en la clínica. El resto, pasado a la caza y captura del taxi. ¡Cómo se echa de menos un buen sistema de transporte público!

Mañana será otro día; habrá luz, no lloverá, mi estómago no reclamará atención, no me subiré a un taxi, y tendré tinta en la impresora y la carta en mi mesa. Pienso esto y en mi cabeza resuenan al unísono varias voces desternillándose: ¡White man!