P.D.: Se muere de ganas de ir en bici
lunes, 19 de noviembre de 2007
Channeng, el poderoso brazo del humor
P.D.: Se muere de ganas de ir en bici
viernes, 16 de noviembre de 2007
Una boda camboyana (más)
Las bodas camboyanas son toda una experiencia que, desgraciadamente, se repite todos los días y por todas partes. ¿Por qué no se desarrollan un poco y hacen como los países occidentales: irse a vivir juntos sin papeles o enlaces de por medio? Se podrá estar de acuerdo o no pero lo que es indiscutible es que me ahorraría unas cuantas ojeras. Con millones de jóvenes en edades casaderas (el 65% de la población tiene menos de 25 años) son infinidad las bodas que se celebran. Número que se ha de multiplicar por dos ya que las bodas duran dos días y el ruido dura dos días.
Los enlaces camboyanos parecen de quita y pon. En España cuando te vas a una boda, te preparas a conciencias. Los hombres la verdad es que tampoco tanto. Como mucho te afeitas y te compras una corbata nueva (porque te lo ha ordenado tu mujer o tu pareja para ir a juego con ella porque tú irías con la que tienes en el armario). Las mujeres lo pasan peor y se llegan a gastar un dineral con eso de no poder repetir vestido.
En Camboya todo es diferente. Tu día es como cualquier otro con la única diferencia de que sabes que a cierta hora tendrás que ir a un banquete. Sí, al banquete porque a la ceremonia, como ellos son budistas, sólo van los esposos y los monjes. Un par de horas y de vuelta.
Ellas sí se arreglan, y bastante. Sinceramente, están mejor sin arreglar que con todo esos kilos de maquillaje encima en un intento de aclararse la piel lo máximo posible. Y sin esos pelos crepados, rizados y lacados. También cuidan mucho el vestido, que ha de ser de falda larga y parte superior sexy (palabra usada por ellas para referirse a hombros descubiertos y multitud de flores y ornamentos básicamente horteras). Pero la gran diferencia es que el traje es alquilado. Por 8 dólares tienes el último grito del mercado. Yo siempre he sido muy favorable a alquilar pero una y otra vez he perdido esa batalla con cualquier mujer a la que se lo he planteado. Lo volveré a intentar y sé que volveré a perder. Lo único que han de comprar son esos zapatos con tanto tacón que no parecen lo más adecuado para un día de campo, pues es en medio del campo donde se celebra la boda (el cercano olor de vacuno te lo confirma).
Ellos tardan en arreglarse lo que tarda un calvo en peinarse. Hay algunos que llegan a ponerse corbata (seguro que tienen alguna cercanía familiar con los novios) pero son las excepciones. Eso sí, camisa y no camiseta.
Al llegar a la boda, que es fácil de localizar porque la música resuena a kilómetros de distancia, te hacen entrar, a través de un pasillo de damas y caballeros de honor vestidos del mismo color que los novios y que te dan una flor de bienvenida (envuelta en plástico, como todo en este país). Luego alguien te indica donde sentarte bajo una carpa de rosas, amarillos, verdes y azules con guirnaldas que pretenden ser doradas. Las mesas son para diez comensales y todas las sillas, de plástico, están recubiertas por una tela de colores marrones y rojizos y motivos geométricos. Hasta que no se han sentado diez personas en la mesa no sirven nada de comer. Y nada quiere decir que no te dan ni agua, ni hielo, ni cerveza, ni Coca cola (o algún sucedáneo más barato) mientras miras como algunos ya van por el tercer o cuarto plato. Porque tal y como llegas te pones a comer sin esperar a que llegue el resto de la gente. Tampoco es necesario haber visto a los novios que están dando vueltas por ahí o cambiándose en una de esas cinco mudas que han de vestir como mínimo (blanco, amarillo, azul, verde y rojo son los colores básicos).
A los camboyanos les encanta que la ropa les quede grande y lucir grandes hombreras y zapatos de punta así que muchas veces parecen niños jugando a probarse la ropa de sus hermanos mayores, luciendo un aire a veces grotesco.
En todo eso te fijas sentado en la mesa pues no puedes hacer más, ni tan siquiera hablar con los que están a tu lado ya que el volumen de la música es tan potente que te tapas los oídos. Es inútil levantarse y dirigirse al pinchadiscos para que te dé un respiro. Intentas hacerle comprender que no quieres que te vibre el cerebro con la letra de "Revlon Charlie", el último éxito camboyano dedicado a una colonia de hombre. En el preciso momento en que te vuelves a sentar en tu silla vuelve a girar el mando y suben los decibelios.
Por fin somos diez en la mesa (si nos juntamos más a alguno le parecerá inmoral) y llega la comida. Deliciosos aperitivos entre los que tan sólo llegas a distinguir cacahuetes pues el resto parece sacado de un documental de La 2 de extraños alimentos. Al menos tienes el vaso lleno de hielo hasta rebosar (fórmula cortés camboyana) y ya te han traído algo de beber. Hay que tomárselo con calma ya que irán saliendo bandejas y más bandejas. Es un festín y más en un país donde hay tanta gente pobre. El último plato, y como excepción al día a día, es arroz. Y de postre, como regalo, un paquete de galletas rellenas. Sí, de esas que compras en el súper cuando quieres picar algo.
Entre tanta comida, tragos de cerveza. Tragos largos, muy largos y larguísimos, con algún que otro sorbo corto para moderar. Tragos que se beben una cerveza de un litro de un tirón. Se trata de "beber cuánto puedas, lo más rápido posible durante el mayor tiempo posible". Es decir, pillar tal borrachera que luego se pasan la tarde durmiendo. No saben beber de otra manera y no paran de brindar entre ellos, y alguna vez con alguna mujer, para así beber más.
Sinceramente, puede escupir porque en el suelo ya que entre el barro (ayer llovió), la paja, las botellas, latas y papeles un escupitajo no supondrá que tengan que ponerse a limpiar.
Han pasado ya 2 horas y es el momento de depositar nuestro regalo (un sobre, que te dan en la misma boda, para que pongas el dinero dentro) en la urna de alpaca e irnos. Por fin se acabará la música de unos altavoces más altos que yo y podré descansar.
Por favor, ¿Cuánto falta para que empiece otra vez la temporada de lluvias?
miércoles, 7 de noviembre de 2007
¡Qué mono!
No tendrá más de dos años y está plácidamente dormido estirado ocupando poco más de un asiento, vestido sólo con una camiseta y un pantaloncillo viejos. ¿En qué habrá pensado para decidir que yo soy el tipo más adecuado para ocuparme del niño? No importa mucho porque esto parece ser muy camboyano. Tanto es así que los niños se van con el primero que les da la mano, acostumbrados como están a que sean muchas las personas las que, en un momento dado, les cuidan. Sin embargo, al cabo de un par de minutos, en los que el niño ha seguido durmiendo y yo aún no me he levantado de mi asiento, llega un niño mayor. Mayor porque es de más edad que él pero apenas levanta un metro del suelo ya que debe de tener, como mucho, cinco años. Aliviado con este súpercanguro me decido a bajar del autobús para estirar un poco las piernas.
El canguro y yo ya nos conocemos, el roce hace el cariño, o las ganas de enviarle a sentarse en la otra punta del autobús. Incluso la física camboyana ha encontrado su límite intentando hacer encajar nueves cuerpos en cinco asientos por lo que a él le ha tocado sentarse en el suelo, en el escalón que hay delante de la última fila, obligándole a asirse a los reposabrazos de los asientos de los de la penúltima fila. Uno de ellos es el mío y cada dos por tres noto su mano debajo de la mía, o encima, o apoyándose contra el reposabrazos, o indistintamente contra mi cabeza o mi hombro. Al principio me callo pero, cansado de no descansar, le pido que no se apoye tanto. Finalmente parece que hemos llegado a un acuerdo no escrito ni hablado de no molestarse el uno al otro e incluso me sonríe.
Y me sonríe cuando levanto la vista del libro y miro como los dos, el mayor y el pequeño, juegan. Y sonrío yo también. Allí, en medio, del autobús lo que parecen ser dos hermanos (eso sería una suposición demasiado occidental) se ríen, se sacan la comida de la boca el uno a lo otro y se la ponen en la propia, se ríen y se divierten sin importarles en absoluto las incomodidades.
Vuelvo a mi libro hasta que un sonido me fuerza a volver a mirarles. Estoy convencido: eso ha sido un pedo, una flatulencia, una ventosidad, un cuesco. Llámese como se quiera pero sonoro y maloliente. Si el ruido es proporcional al descanso que habrá sentido entonces es mejor que un masaje a cuatro manos.
Risas. ¡Qué mono el niño! (si fuese alguien mayor se me ocurrirían otros adjetivos como guarro, cerdo, gorrino, puerco, cochino antes que mono). Pero ya no parece tan mono cuando al mirar para abajo, al piso, nos damos cuenta que junto al pedo ha aparecido, marrón y vulgar, una cagada. Sí, allí en medio, bueno, en medio dura un momento porque con los zarandeos de su hermano acaba pisándola y su pequeño pie hace de espátula esparciéndola un poquillo. Nada, allí, a medio metro de mí.
Porque no, en este país no hay pañales. Los pañales son caros así que durante el tiempo que el niño no aprenda a aguantarse sus necesidades las dejará allí donde esté. ¡Qué invento los pañales!
Las ventanas se abren y las cabezas se asoman por ellas buscando un poco de aire no tan fétido. La marcha continúa hasta que el olor lo inunda todo y el ayudante del conductor llega hasta las últimas filas para ver qué ha pasado. Su cara no refleja la famosa sonrisa camboyana y manda al chofer pararse.
La madre saca una bolsa de plástico y junto a su hijo y ayudados los dos por un cromá (pañuelo típico camboyano) se ponen a limpiar las heces de ese niño tan mono, al que tras mirarle el pandero deciden que no hay que limpiarle más (será un niño muy limpio, pienso yo). Parece que ya han acabado y dejan el cromá y la bolsa, anudada, eso sí, en el suelo, como si la tela impregnada no oliese hasta que el ayudante con voz de sargento les dice que lo tiren fuera: se abren las puertas del autobús y afuera se fue. (nota aparte. Eso es lo primero que ves bajar del autobús en cualquier parada: la basura lanzada a través de la puerta aunque una vez abajo haya, de milagro, algún container). Pero sólo han tirado la bolsa ya que la madre se resiste a desprenderse del cromá. Casi empiezo a creerme que estos hacen desaparecer los olores pero no cree lo mismo el sargento-ayudante que también le ordena deshacerse de él. Tras unos repasillos más aquello parece que está limpio. Pero no. Falta el remate final. Falta pulverizar muy abundantemente con insecticida. Tanto que los que estamos al lado (en todo este rato nadie se ha levantado de su asiento) empezamos a asfixiarnos. Ya no sé si es peor el remedio o a la enfermedad.
Y todos me miran y se ríen como si yo fuese el único al que le molestase el olor de la mierda de un niño tan mono.
¡Vamos, que llegamos tarde! grita el chofer para dar por concluidas las tareas de limpieza, como si esperar un minuto más fuese a añadir mucho a nuestro ya retraso de cuarenta minutos.
Y vuelvo al libro, y los niños a jugar, y la música a sonar. Todo como antes, como si nada hubiese pasado, pero con las ventanas aún abiertas y sin ningún cromá más de recambio.
martes, 6 de noviembre de 2007
Día mundial contra las bombas de racimo
Impulsados por el Cluster Munition Coalition (http://www.stopclustermunitions.org/), movimiento civil internacional que agrupa organizaciones civiles y no gubernamentales de desarrollo, y del Servicio Jesuita, quien lidera la campaña en Camboya, la Prefectura Apostólica de la Iglesia Católica en Battambang ha querido, a través de la decisión de Kike, el Prefecto Aspostólico, apoyar este movimiento global, por estar muy vinculado a la lucha contra las minas antipersonal.
Las bombas de racimo (conocidas en inglés como “cluster bombs”) son bombas que una vez en el aire abren su coraza para esparcir cientos de bombas más pequeñas del tamaño de una mano, los racimos, sin dirección y control alguno explotando y causando daño haya donde caigan, afectando mayoritariamente a la gente corriente. Sin embargo un porcentaje elevado de estos racimos, entre el 5% y el 30% según el modelo, no llega explotar esperando en el suelo para matar a mutilar a quien las recoja, actuando de este modo como minas antipersonal.
El gobierno camboyano, involucrando oficialmente en este proceso desde el principio, expresó esta misma semana través del Rey, Norodom Sihamoni, su deseo de que se incluya “asistencia a las víctimas, limpieza del terreno y sensibilización al riesgo”. Desde Camboya, fuertemente bombardeada con este tipo de bombas durante la guerra de Vietnam y con millones de minas aún por desactivar, ha surgido el testimonio de miles de víctimas.
En la sede de la Prefectura se organizaron por la tarde bailes tradicionales camboyanos y una conferencia abierta al público para dar a conocer qué son las bombas de racimo y en qué países se han utilizado,. Channneng, un chico de 19 años mutilado de ambas piernas y un brazo, testimonio cruel del uso de explosivos, participó en las lecturas entre otras personas discapacitadas. Así mismo Bopha, una bailarina de 14 años vestida de paloma de la Paz, manifestó estar “muy contenta de bailar por la paz en Camboya en el mundo entero”. Alrededor de 300 personas asistieron al evento, entre ellas un gran número de niños, quienes corren un gran riesgo al confundir los racimos explosivos con juguetes.
Más tarde se hizo participar al público mediante concursos, preguntas sobre qué son las bombas de racimo y rellenado en palomas de papel sus mensajes de esperanza. El evento finalizó, entre cantos, con la liberación de palomas de la paz y de globos a los que se engancharon las palomas con los mensajes escritos.
Mientras, a tan sólo 400 metros, ingresaba en el hospital de Emergency una nueva víctima de mina: un hombre joven, padre de dos hijos, vecino de Chem, una mujer también mutilada de mina que trabaja en la Prefectura.
P.D.: El día 28 de noviembre, en Barcelona, y el 29, en Lérida, daremos Kike, Channeng y yo unas charlas sobre las bombas de racimo en El CaixaFoum.
Siempre he sido pacifista pero nunca me consideré militante activo pues, como nos pasa a todos, esto me caía muy lejos. Sin embargo, aquí se te remuevan las tripas y no puedes evitar estar de acuerdo.