lunes, 12 de mayo de 2008

Phnom Penh, una ciudad feneciente


Pasearese por Phnom Penh es hacerlo por una ciudad cuya alma está feneciendo desangrada por los puñales de los primeros y venideros rascacielos que habrán de mirar altivos los pequeños edificios que la conforman. La puntilla final llegará rodada bajo las pesadas ruedas de los enormes todoterrenos que sin contemplación ni respeto se adueñan de calles y avenidas antaño anchas y espaciosas y hoy colapsadas en asfalto y en aceras. Phnom Penh está diluyendo irremediablemente su espíritu en un vaso de malentendido desarrollo para convertirse en una de tantas megaciudades asiáticas que se confunden en las fotos.

La Phnom Penh que yo conozco es una ciudad básicamente de tres y cuatro plantas en la que los edificios más altos , construidos en los últimos años, apenas llegan a las cinco o seis. También muchas de sus calles residenciales están formadas por casas individuales de claro estilo colonial rodeadas de muros y vallas desbordadas por plantas. Su arquitectura particular es fruto de la mezcla de la colonización francesa, viva aún en el color amarillo de las antiguas mansiones, y una arquitectura propia desarrollada en los años cincuenta y sesenta que se plasma en el color blanco roto por la humedad y el polvo en ya negruzcos edificios de ángulos y formas geométricas, expresadas en amplitud en las rejillas de ventilación

A la visita de quien las visita por primera vez sus calles son un desorden de pandillas sin fin de chavales en motos y viejos y nuevos coches circulando con un olvidado código de circulación y de puestos callejeros en los que resulta difícil diferenciar al barbero del frutero del mecánico de motocicletas y del vago que atiende paciente. El olor penetrante de la mierda, comida en descomposición o ya descompuesta, hacinada en montones en cualquier esquina o desperdigada por todos los rincones impregna el aire caliente que golpeando al paseante desprevenido. Sin embargo, vista ya con ojos acostumbrados e insensible el olfato uno descubre que todo tiene un orden en esos puestos de paredes de madera y techos de hojalata en los que unas sillas rojas de plástico, modelo Coca-cola, y cientos de arrugadas servilletas de papel esparcidas por el suelo distinguen a un restaurante del mecánico con baldas repletas de ruedas envueltas en reluciente papel de aluminio de adornos rayados multicolores. Tiendas de telefonía móvil replicadas al infinito aportan su contribución tecnológica y brillantes escaparates.

Sus avenidas son anchas y en su mayoría sus bocacalles también distribuidas en un plano concebido principalmente en cuadrículas. Sus aceras, no pensadas para el peatón, pues en Camboya no se camina, son lugar reservado a infinidad de puestos, sombrillas, coches y aparejos. Sin embargo, como en un humorístico recordatorio camboyano de realidad, su numeración pareció haber olvidado secuencia alguna y así como la calle nueve puede ser contigua a la setenta y cuatro el número veinticinco de una casa no tiene porque ser el que esté al lado del veintitrés obligando en ocasiones a explicaciones auténticamente surrealistas para poder llegar al destino pretendido.

En sus mercados, de bajos techos a excepción del antaño renovado mercado central, todo se hacina cumpliendo la máxima camboyana de que siempre cabe más en un espacio en la que las leyes de la física dicen lo contrario. Ir de compras es sinónimo de rebuscar entre montones de ropa recibiendo empujones en un estrecho pasillo con poca luz y mucho sudor.

En medio de la ciudad, escondido tras barrios de pequeñas casas y chavolas olvidados de turistas en los que la única piel blanca que se ve es la del que escribe, se encuentra un lago de unos cuatro kilómetros de perímetro lleno de nenúfares y todo tipo de plantas y en el que es posible observar amaneceres y atardeceres preciosos.

Es este corazón repleto de agua, expresión camboyana de felicidad, ejemplo entristecedor de una incipiente e imparable transformación a una ciudad sin alma. Poca vida queda ya en los peces que aún sobreviven a duras penas en sus sucias aguas puesto que basándose en un desarrollo que no espera concebido únicamente como construcción será desecado para dejar paso a un megalómano proyecto inmobiliario ante los que palidecen los más salvajes proyectos urbanísticos de nuestras costas. Proyectos pensados para sí mismos y no integrados en la ciudad en la han sido levantados para, pienso yo, mejorarla. ¿Por qué será que el hombre es incapaz de aprender de los errores de otros que ya llegaron antes, de los nuestros?

Ésa es la ciudad que yo conoceré: Altos y estrechos rascacielos que se abrirán paso para dominar unas vistas cada vez más pobladas de otros rascacielos; todos sin alma pero con una coraza de hormigón y metales y vidrios brillantes; todos albergando nuevas tiendas de lujo que dan cobijo a unos pocos y la espalda a casi todos los camboyanos: todos con supersticiosos nombres que llaman al dinero, al oro y a la suerte, fruto de una materialista espiritualidad; todos rodeados de atascos imposibles de todoterrenos que tan sólo habrán probado bien asfaltadas calles de las que desaparecerán sus gentes, vendedores, compradores y vagos pacientes que ya no verán el atardecer en un lago del que dirán “sólo fue, ya no es”. ¿El lago o la ciudad? preguntaré yo.