lunes, 28 de enero de 2008

A esas horas

A esas horas del día el sol se desploma y la luna se alza, la luz es un pincel naranja que todo tiñe, las sombras se alargan y la vida renace al abrigo de una leve y breve tregua de calor.

La mesa y los bancos de un granito ya frío de enfrente de mi casa ofrecen acomodo a un número dispar de niños y adultos: es un corro de muletas, sillas de ruedas, piernas buenas, piernas malas, falta de piernas que se anima robando energía de la luz que se apaga. Los hay bajos, muy bajos y alguno que tal vez será alto, tuertos, ciegos y con vista de lince, con un brazo, dos muñones o de manos muy largas, con dos piernas de trapo, con una hercúlea como la otra enclenque, o de plástico y metal y alguno muy grande sin necesitar piernas para demostrar su altura de espíritu. Los hay listos, muy listos y algún que otro zoquete al que el aserrín se le escapa por las orejas, morenos, ninguno rubio, piel color café, café con leche o chocolate espeso, guapos y feos. Introvertidos pocos, parlanchines la mayoría, sonrientes todos.

Nunca estamos todos, nunca somos los mismos pero nunca falta aforo a esas charlas de patio de vecinos. Aunque no haya más asientos que una docena bien apretada siempre hay sitio para el que llega, ya sea huésped o una de las más de sesenta vidas que aquí viven y reviven.

La cháchara discurre animada, como siempre, con rítmicos golpeteos de algún percusionista del alma, con cantos de quien quisiera triunfar en los escenarios, con juegos muchos, con amores pasados, presentes y por los que se suspira para que lleguen. Entre medio se cuelan las palabras para dejarte saber quien quiere ser abogado, médico o enfermera, muchos éstos para aliviar el sufrimiento a otros por el que ellos pasaron, informático, mecánico, secretaria, contable y alguno que será jefe, pues su vigorosa y serena voz no entiende de limitaciones. Otras te hablan de esposas, maridos e hijos dejados atrás, de una vida escrita con renglones torcidos que están enderezando.

Allí, tú, uno más como ellos, a cara descubierta: pregunta directa, respuesta franca. No hay un tú, no hay un ellos, hay un nosotros. Es la terapia de las palabras y la franqueza, la hora de superar traumas y miedos.

A esas horas, a todas horas, todos iguales porque valemos tanto como ellos: Una vida.

domingo, 27 de enero de 2008

Suma Cum Laude

Tengo que mirar de frente a la pantalla para escribir estas líneas; aún no puedo girar el cuello del todo sin que me moleste. Aunque aún estoy algo renqueante creo que ya puedo decirlo sin temor a ser pájaro de mal agüero: me he graduado Suma Cum Laude. Así es, con los máximos honores. Lo he hecho todo de manual. ¿El qué? Bueno, de la prueba que antes o después acabas pasando en Camboya: He pasado la peor intoxicación alimenticia que soy capaz de recordar.

Todo comienza de una bonita manera, como en los buenos cuentos, con un auténtico, ligero y, en principio, saludable desayuno camboyano a base de sopa de verduras en un puesto callejero. Todos camboyanos excepto yo. Cansado ya de que digan que los barran (extranjeros) “comemos especial”, dicho esto con sorna, me animé a desayunar el “nom-banchoc”, que ya había probado otras veces y que no me disgusta, aunque tampoco me vuelve loco.

Era un puesto como tantos otros, con unas pocas mesas de metal cubiertas, o no, con un cutre y corto mantel de plástico de rancio color amarillo que sólo se consigue tras años al sol y miles de sopas desparramadas por encima y de baratas sillas rosas, rojas o azul claro de plástico como las que ten encuentras en los conciertos de las fiestas mayores de los pueblos. Aparte está el tenderete principal que hace de cocina con un termo enorme para el agua y las verduras metidas en coladores de plástico que no cuelan nada porque es difícil de creer que alguna vez éstas se hayan lavado. Como de costumbre está la nevera naranja grande para las bebidas, que es como una nevera de coche enorme con bloques de hielo dentro y las latas flotando en el agua que se derrite (eso el día que hay hielo), y la neverita pequeña, a modo de termo frío, para el hielo picado con el que se hacen su particular café frapé inundado en leche condensada. Encima de cada mesa tienes un bote con cubiertos, es decir tenedores y cucharas porque en Camboya no se utiliza el cuchillo para nada, y palillos. A veces, con suerte, te los traen metidos en agua hirviendo como para demostrar que están esterilizados. Y una caja que contiene un rollo de papel higiénico que al ir cortando a pedacitos sirven de servilletas. Como muestra de la confianza en la higiene, venga o no en agua candente, antes de comer cada comensal arranca un trozo y limpia los cubiertos o palillos.

En un plis plas la comida está servida y en un plis plas aún más rápido, sin decir palabra pero no en silencio porque resuenan sonoros sorbidos, ya está todo ingerido. Por poco más de treinta céntimos de euro no puedes pedir mayor rapidez. Yo, del café, paso que no me la quiero jugar con el hielo picado. ¡Qué ingenuo!

Durante todo el resto del día no comí nada más, hastiado ya de que sólo me ofrecieran arroz y más arroz. A la mañana siguiente, ya de vuelta en casa, y justo tras tomar un desayuno mucho más apetecible de pan con tomate y leche con Cola Cao (que guardo como oro en paño) empecé a notar que mi estómago no parecía estar del todo satisfecho. Tan sólo una hora y media después ya estaba echando carreras a lo Carl Lewis para visitar el inodoro más cercano. Al cabo de nada estaba tirado en mi cama, a cuatro metros del lavabo, tiritando a pesar de frío a pesar de los ventipocos grados de temperatura.

Parece ser que lo de jugar a ser médicos es universal y aquí me ofrecieron desde medio gramo de paracetamol hasta casi dos, medicina camboyana a base de succión con ventosas, arroz caldoso con ¡huevo! y masajes en el estómago. ¡¡¿¿Apretarme el estómago??!!¡Pero si ya se aprieta sólo! ¡Cómo me aprietes el estómago, no respondo!

Tras, ¡finalmente!, conseguir un termómetro y ver que estaba a 40 grados decidieron que había llegado el momento de dejar de jugar a ser médicos y llevarme a los de verdad. Yo pensaba que me llevarían a uno regentado por occidentales que es el mejor de aquí pero sólo acepta caso de trauma y nada de gastroenteritis pues tantas hay en el país. Total, acabé en ¡El hospital chino! Por mi cabeza se cruzaron todo tipo de historias desde Tintín el Loto Azul, la leyenda de la turista que va a China con su perro y se lo cocinan para comer hasta auténticas mafias de inmigrantes. Pero yo no estaba para discutir.

El “hospital” chino tiene de hospital lo que mi habitación tiene de ordenada. Es decir, sabes que es una habitación para dormir porque ves la cama y de alguna manera sabes que está ordenada pero jamás la calificarías así a primera vista. Luz de fluorescente, grandes baldosas de colores fríos, metal dorado y un aspecto cutre. Lo primero que hice fue preguntar donde estaba el lavabo por si tenía que volver a dármelas de liebre y salir corriendo. A partir de ahí empezó un conversación a tres y luego a cuatro. En primer lugar me piden mi nombre. Especifico, mi nombre escrito en jemer. Por suerte eso me lo aprendí de casualidad porque siempre son ellos los que escriben sus nombres con caracteres occidentales.

Luego apareció la doctora. Era china. Pero china, china. De las que te cuentan de pequeño y ves en los dibujos animados. Ojos rasgadísimos, piel amarillenta, un retaco y de carácter muy seco. No sabía ni una puñetera palabra de otro idioma que no fuera el chino (y no me preguntes si mandarín o cantonés). Así que yo le hablaba en inglés (no estaba yo para forzar mi cerebro y chapurrear jemer) a la Hermana Ath, que venía conmigo y que habla muy bien inglés y jemer. Ella, a su vez le hablaba en jemer a un tipo que traducía en chino a la doctora. En aquel momento pensaba que era como el juego de boca-oreja en el que se van pasando las palabras rápidamente y lo que se recibe al final no tiene nada que ver con lo del principio.

Lo siguiente fue tumbarme un camastro de metal con una de esas colchonetas de gimnasia que aquí tienen la consideración de auténtico colchón. Y empezó el suero. Yo, ahí tirado, pidiendo ver las agujas y queriendo que todo el material lo abrieran delante de mis narices y que quería medicina de las buenas. Sí, sí de las buenas. En Camboya, según te lo puedas permitir o no, tienes diferentes calidades de medicinas: desde auténticos placebos hasta las producidas por los mejores laboratorios mundiales. La gama es amplia. Una botella de suero más. Y empezaron los pinchazos para que me bajara la fiebre. Y las inyecciones de vitaminas y sales. Otra botella de suero y antibiótico. Pero nada, el menda seguía a 40 de fiebre. ¿De verdad que las medicinas son buenas? Lo de “Made in China” tumbado en un camastro metálico, en esa caja de cerillas con poca ventilación y mal alumbrada no inspira mucha confianza. Por descontado nada de cena. Y por descontado carreras a ese agujero en el suelo que tienen por inodoro con el suero enganchado a una mano y agarrado de la otra. Parece que las medicinas para cortar la necesidad de tanto ir y venir al lavabo no funcionaban. Finalmente a eso de la 1 de la mañana la fiebre empezó a remitir ligeramente.

Tras haber conseguido dormir algo entre botella y botella de suero, más por la debilidad, que por la comodidad del colchón y por su empeño en dejar la luz encendida toda la noche a pesar de mi esfuerzo en apagarla, por la mañana me sacaron sangre. Por suerte todo está bien, dice la doctora. Le intento decir gracias en jemer pero me mira como si yo le hablase en chino, sin entender nada.. Que te digan que todo está bien cuando estás todos sudado, sin duchar, sin afeitar, hueles mal y te sientes como la piñata que los niños acaban de moler a palos resulta, cuanto menos, curioso.

La enfermera me trae unas medicinas y me pregunta si ya he desayunado. ¿Yo? Que yo recuerde no he salido a comprar comida y el “hospital” no me la servido, así que no. Suerte que la gran cantidad de acompañantes camboyanos que me vino a visitar me trajo una “deliciosa” agua de zanahoria. Al preguntarle que eran las medicinas, me contesta con un simple “medicinas”. ¡Eso espero! Y al preguntarle para qué, me añade otro simple “para tu enfermedad”. Total ¿para qué preguntar? En otro momento se me ocurrió preguntar que estaban poniendo en el suero y cuando el tipo me contestó “algo para que tengas energía” no pude evitar acordarme de las atletas chinas que hace unos años batieron marcas mundiales en atletismo porque, según su entrenador, bebían sangre de tortuga. Ya me veía yo saliendo de ahí forzudo como Conan y pitando en cualquier control antidroga.

Tras casi 10 litros de suero, 12 horas a cuarenta de fiebre, múltiples pinchazos y casi 24 horas en ese camastro en el que ya no sabía como ponerme, dije que necesitaba ir a casa a ducharme y cambiarme de ropa. Aún muy debilitado pero bastante mejorado decliné su oferta de quedarme una noche más en su “hospital”.

A partir de hora me dará igual que me acusen, con sorna, de comer como un extranjero. Ya aprobé la asignatura y no quiero repetirla. ¿Qué mejor nota puedes sacar cuando tienes ya un “suma cum laude” en intoxicaciones alimenticias?

miércoles, 23 de enero de 2008

En cuclillas

Un par de viejas sandalias azules de caucho de apenas un dólares y media descansan sus desgastadas suelas en el umbral de la puerta de lo que a duras penas puede llamarse una casa. En el interior, en la penumbra, arrodillados y en círculo para manifestar su condición de iguales se reúnen, en medio de la pobreza, huéspedes e invitados. La oscuridad se confunde con el color oscuro de su piel, que es el de la desesperanza de aquellos que sin saber lo que es perder porque nunca tuvieron siempre salen derrotados.

Allí reluce débilmente un canoso flequillo de cabellos grises. Está acuclillado sobre sus pantorrillas. La cabeza inmóvil, atenta, escucha. Esa segunda piel que es la tela de su cromá amarillo y una cadena de plata de eslabones medianos, de la que cuelga un Cristo mutilado por debajo del corazón, son más carta de presentación que su nombre: son toda una declaración de intenciones.

Más que su piel clara, su polo y sus pantalones chinos de corte occidental son las miradas agradecidas y atentas de los demás las que le delatan. A pesar de tener no tener hijos sus bocas pronuncian una cariñoso “padre”. A pesar de no ser santo oficia sus pequeños milagros a través de su particular octavo sacramento: el de la silla de ruedas. Con él levanta del suelo a muchos de sus “hijos” que antes no eran más gusanos.

Sin embargo, es como el tipo que te has cruzado mil veces en el metro pero cuya cara no recuerdas porque jamás te paraste a conversar con él. O como el compañero de café de quien sólo sabes el nombre sin importar jamás los apellidos o su historia. Como nuestros desayunos. Como aquellos, el también se enfada, se cabrea, se ríe, se equivoca, se emociona, se preocupa, se cansa, se estresa y se enferma. Como tú, como yo. No hay hombre sin mácula que no sea digno de reproche. Como él.

Todo lo tuyo, todo lo mío, toda esta absoluta normalidad es la que le hace extraordinario. Es precisamente su humildad la que hace que alcemos la vista para mirarle recogidos de corazón. Esa absoluta convicción, Fe, de servicio a quien necesita nos convence a otros para servirle en su tarea. Llevo un año a su lado y aprendí más del ser humano que en mis veintinueve anteriores.

Tiene nombre y apellidos, apodos, títulos, tratamientos y condecoraciones. Pero allí, de cuclillas, confundido en las tinieblas, es una sonrisa de candidez que habla, escucha, comparte y apoya. Es, simplemente, Kike.

jueves, 10 de enero de 2008

La sonrisa del arrozal


He descubierto la sonrisa más bonita del mundo. Está formada por dos hileras de dientes tan separados que a veces la saliva se escurre a borbotones entre ellos, tan consumidos por las caries que asemejan alamedas de castillos en ruinas y tan amarillentos que parece que el sol los haya teñido. Unos labios mal cerrados se limpian a si mismos los mocos que deja escapar una nariz chata resfriada y unos ojos apenas abiertos rebosan legañas. El secreto de su hechizo se esconde en sus mejillas. Rozarlas, acariciarlas como se hace con la mano de la abuela que tanto te ha dado y te deja, o con la mano de un hijo recién nacido es iniciar el sortilegio. Los pómulos se encogen, las orejas estiran de los labios hasta casi tocarse, brillan con fuerza los ojos y una profunda carcajada emana de una boca bien abierta. Ese soplo de aire es un huracán de amor y sinceridad sin mácula. Jamás un sonido tan breve fue más preciso, jamás tan débil onda evocó mayor emoción ni jamás surgió mayor belleza de la nada. Jamás tanta imperfección resultó perfecta. Es amor contenido en una mente discapacitada que sólo discierne cariño. Quien con ella trabaja no da sino recibe.

He descubierto la sonrisa más sincera del mundo. Está enmarcada por una cicatriz que, recorriendo el borde de la mejilla, empieza en el mentón y acaba en la frente. Como si los labios, incapaces de contener tanta inocencia, necesitasen prolongarse en esa extensión vertical. Es infancia que se alimenta de una mirada de cariño. Es agradecida, ingenua y curiosa pero más que nada contagiosa. Va pegada a un tirachinas, a una botella-coche, a un balón-lata o a un trozo de carbón con el que pintar nombres y corazones hechizados. Ten por seguro que dibujó el mío. Le pertenece.

He descubierto la sonrisa más afable del mundo. Es amabilidad desbordando una boca sin dientes y labios teñidos de un rojo intenso, como la vida fluyendo por su sangre. Es tranquilidad asomando entre arrugas tras una dura vida sonriendo. Es experiencia de canas deslumbrantes. Es la misma vida, consumiéndose, invitándote a disfrutar de ella.

He descubierto la sonrisa del mundo. Es de piel y ojos café, tiene dos u ochenta años. Me persigue, me rodea y me atrapa entre verdes arrozales y polvorientos atardeceres anaranjados. No la ahoga la torrencial lluvia de mayo, ni la seca el cruel sol de marzo. Es perenne, no marchita. Va a pie, en bicicleta o con muletas. No tiene cara pero las posee todas, es infantil y adulta, es una y es mil. Es la sonrisa del arrozal, es la sonrisa de Camboya.

He descubierto, al fin, mi sonrisa.

domingo, 6 de enero de 2008

Un soplo de diez años


Resulta imposible imaginar la hoz de la muerte segando la vida en estos arrozales de intenso color verde. Es inefable la atrocidad sufrida en millones de caras que sólo alumbran una sonrisa que parece eterna. Da escalofríos pensar en más de dos millones, ¡dos millones!, de personas pasadas bajo la cuchilla del machete. De un total de nueve millones de almas, entre dos y tres millones (¡Menuda imprecisión! Un millón, más o menos, hijos todos de alguna madre) fueron asesinados en tan sólo cuatro años, los que van de 1975 a 1979, años de gobierno de los Jemeres Rojos. Resulta inconcebible que un mismo lugar puede albergar el paraíso de la sonrisa, la selva y los templos de Angkor, y el infierno de la paranoia del mal llamado "Partido Democrático de Kampuchea" escenificada en unos campos de exterminio que hacen que el averno imaginado por Dante se asemeje a un lugar de recreo.
Y, aunque diríase que todo se difumina con las perspetiva de las tres décadas pasadas desde entonces en realidad no fue más que en 1.998 cuando la violencia quedó atrás. Hace tan sólo diez años que la guerrilla de los jemeres rojos depuso las armas. Únicamente diez veces tomadas las uvas al son de las campanadas de la plaza del sol, diez años nuevos, diez cumpleaños, sólo diez. Puedo recordar perfectamente cómo era mi vida hace un soplo de diez años.

No seré yo quien escriba sobre las desgracias sufridas por este país pues no soy historiador. No seré yo quien aporte datos a la historia de los últimos sesenta años de guerras escrita con el olor de la pólvora, la sangre, el miedo y la tortura. Son seis décadas de de guerra de Independencia de Francia, dictaduras de derechas, dictadura de izquierda, ocupación vietnamita y pacificación por fuerzas internacionales. Son años que dejan una huella profunda que la sonrisa no puede ocultar aunque todo parezca haberse desvanecido en el silencio.

Sin embargo, sí escribiré sobre detalles que te hacen recordar que los recuerdos de las pesadillas vividas a la oscura luz del día de cuatro años eternos de carnicería no han sido borrados por los breves treinta años pasados. Todo sigue reciente y latente. ¿Qué sentía la gente en España en 1949, únicamente diez años después de acabar la guerra civil? (pues esto es lo que fue en Camboya, una guerra civil).

A mi llegada a Camboya me sorprendió la poco presencia que tiene el francés. Tantos años de dominación francesa y el francés ha desaparecido. Nadie lo habla. Más bien, casi nadie. Cuando alguien se dirige a ti lo hace en inglés y rara es la vez que la lengua de Voltaire asoma. A un simpático taxista cincuentón, que se ocultaba del sol bajo un sombrero de grandes alas, le bastó un dedo para darme una explicación definitiva: con el dedo índice dibujó a la altura del cuello el recorrido que haría un cuchillo para seccionarte el cuello. Eso es lo que pasaba con aquellos que hablaban francés, ésa era la suerte que les esperaba a aquellos que habían sido ilustrados en "exceso".

Del mismo modo también se resintió la lengua jemer como pude comprobar el viernes cenando con un grupo de jóvenes camboyanos. Entre las risas de los demás uno de ellos pronunciaba palabras recién aprendidas en la universidad, que a los demás les resultaban divertidas y extrañas pues jamás las habían oído. Al igual que a aquellos que hablaban francés, a los que tenían un lenguaje excesivamente rico y culto les esperaba la misma suerte del machete. El uso de ciertas palabras y expresiones denotaba horas pasadas enfrente de libros y presuponía una cierta categoría social. El resultado, aparte de cientos de miles de gargantas seccionadas y cráneos reventados al ser despeñados por precipicios, fue un gran empobrecimiento del lenguaje.

Lo sufrido entonces también explica la manía de los camboyanos en dormir, si es posible, con la luz encendida para evitar, como dicen ellos, fantasmas o alguien viniendo a casa.

A lo que no me ha sido posible encontrar explicación es a los tatuajes. Un manto de silencio de vapores de alcohol dibuja una sonrisa melancólica y temerosa como respuesta a la pregunta. El vino de palma se ha convertido en el compañero más fiel y próximo para muchos de ellos atormentados para toda la eternidad por lo que hicieron. La cirrosis será su particular guadaña.

Lo que hicieron a vecinos, amigos, hermanos y padres. La destrucción de la confianza en el próximo es patente en las relaciones. Hijos denunciaron a padres, padres a hijos, hermanos a hermanas y viceversa en una delación continua. La confianza se rompió y la familia se destruyó para que la única “familia” fuera el estado. La consecuencia es un acerbo individualismo y pánico ante propuestas de que impliquen cooperativas. Aun en las escuelas no se enseña esta historia y son muy reacios a hablar de ellos.
No obstante también es cierto que poco a poco las cosas van mejorando. Estoy convencido de que el trato cordial, hospitalario y próximo que recibo cuando he llegado a conocer a unos de ellos se volverá a imponerse con una amplia y sincera sonrisa. Porque la paz, simbolizada por esta Naga esculpida con armas fundidas y cuya fotografía encabeza el artículo, es deseada por todos ellos a pesar de enormes dificultades y desigualdades. El único camino a ella es el desarrollo económico y el progreso social.

viernes, 4 de enero de 2008

Un miércoles cualquiera

Tras las celebración del "falso" año nuevo y de los festines y manjares de "nuestra" Navidad a base de espaguetis, tortilla de patatas a la camboyana, sopas y demás he vuelto al trabajo. Digo falso porque para ellos es como si alguien a ti, en España, te deseara "¡Feliz año nuevo!" un 14 de abril. Sencillamente pensarías que el tipo está loco, bebido o ambas cosas. Digo 14 de abril porque es cuando los budistas y los camboyanos cambian de "verdad" el año. Y digo "nuestra" porque el 25 de diciembre en Camboya no es más que una fecha como otras tantas en el calendario.
Este miércoles pasado tenía que ser vuelta a la rutina y ¡vaya si lo ha sido! Como es costumbre los monjes me han despertado a esas horas tan mías últimamente como son las 5:30h de la mañana. Sus gritos por unos altavoces descomunales al otro lado del río, aproximadamente a unos doscientos y pico metros, me hacen de despertador cada mañana. A la porra con sofisticados relojes de alarma, se acabó el quejarse de la melodía sintética de ésta. ¿Para qué cuando tienes a un grupo de desafinadas voces masculinas y poderosos altavoces de mala calidad que emiten más ruido que otra cosa? En un principio respetaba estas voces porque me comentaron que los monjes cantaban en Sánscrito, que suena a muy santo y que hace que uno diga compungido, pensando en cómo es que ha podido quejarse, "ah, vale, si es sanscrito no me pongo ni tapones y agradezco sus rezos". Sin embargo, ahora ya no. Hace un tiempo que empiezo a entender sus gritos y no porque mi entendimiento de la lengua sásncrita haya despertado mágicamente en mí. No, señor, no. Lo digo porque hablan, más bien gritan, en jemer. Aunque mi compresión de esta lengua es muy limitada sí soy capaz de entender, incluso en mi breve duermevela, cuando aún creo que no puede ser que ya estén cantando, algunas frases. Y, claro, señores, esto me da que pensar. Si no utilizan ya la santa lengua del sánscrito será que tratan temas más mundano. Y no, para temas mundanos no me despierten.
Pasado ya del enfado a la resignación me levanté, salí de debajo de mis varias mantas (la temperatura ha bajado a 20 grados pero las paredes son de papel y el aire enfría más de lo que dice el termómetro) y me fui al gimnasio a hacer unos cuantos largos en la piscina. Al llegar la valla estaba cerrada. Un coche de reparto de hielo (comentario aparte merece cómo se hace y reparte el hielo) llegó en ese momento. Un tipo se bajó del coche y miró alrededor. Viendo que no había nadie, camboyano como es él, es decir, de cuerpo menudo y delgado, se encorva y se escurre ante mis perplejos ojos por unos de los aros olímpicos (¡Qué pretenciosos!) de la valla. Eso sí, con su sombrero de paja. Yo no pude más que quedarme mirando ese aro y pensar a qué edad hubiera dejado de caber: ¿A los 6 ó a los 7?
Finalmente y tras un par de minutos apareció el guardián abrochándose el pantalón para abrir la valla. Sólo atinó a balbucear un "Abrimos a las 6" como buenos días y queja. Miré el reloj y marcaba las seis y cuarto. Como cuando vas a comprar un billete de autobús a las nueve y cuarto y el vendedor te pregunta sin risa ni sonrisa ninguna si quieres ir en el autobús de las nueves.
Tras haber aparcado el coche y bajarme de él se me acercó la recepcionista y me preguntó si iba a nadar. Le dije que sí y me contestó que no se podía porque acaban de echar "medicina" en la piscina y que hasta la una de la tarde (o del día como dicen ellos) no se podría bañar nadie. Yo sólo fui capaz de contestarle del modo que no se ha de hacer jamás: con otra pregunta "¿Por qué no lo echan por la noche, al cerrar?". Sólo obtuve como respuesta un "no se nos había ocurrido".
Después de haber pasado por el gimnasio y por la ducha fría, pues se habían estropeado los calentadores, me volví para casa pasando por el mercado a comprar un poco de tomate y pan para desayunar como en casa. ¡Bendito yo! Me crucé con una larga procesión funeraria de estudiantes a pie, monjes junto al féretro subidos a un camión, acompañantes empujando sus motos en la parte trasera y un camión cargado, como no, con más altavoces a todo volumen. Sin embargo, esta vez todo fue rápido y 15 minutos después ya tenía mis deseados tomates. Aunque me los volví a cruzar llegué rápido a casa.
Un rápido desayuno y al coche. Subo, meto la llave y....nada. El silencio de una batería muerta. Si algo he aprendido en Camboya es a no dudar cuando hay que hacer el puente de una batería a otra con el coche. Ésa fue la tercera vez, que no la última, en una semana. Finalmente el coche arrancó y pude ir a recoger a un par de funcionarios del departamento de agricultura antes de dirigirnos al terreno donde trabajamos.
El camino ha mejorado enormemente y ahora tan sólo tardamos una hora y media, ¡Maravilla!, en hacer los sesenta kilómetros. Aún así el terreno es tan bacheado que uno de ellos comentó que estaba recibiendo un masaje en la espalda con tanto rebote y zarandeo. A mi lado se sentaba una de las chicas que trabaja conmigo quien se negaba a ponerse el cinturón. Me comentaba que ponerse el cinturón le iba mal para el corazón ya que le apretaba y que yo no lo podía enteder ya que esas son enfermedades de las que sólo enferman los camboyanos y no los extranejeras. Hay que saber que es enfermera. En el más absoluto silencio resonó con fuerza su eructo pero no se oyó ni el más mínimo comentario. Es como si yo me quejara porque alguien respira. Estar junto a alguien que no para de acicalarse pero que no tiene reparos en eructar, porque en Camboya es tan natural como te crezcan las uñas, me resulta contradictorio.
Un rato más tarde, ya con el tedio de tanto bote, me oferecieron chicle, otro de los pasatiempos nacionales. Hay que comerlo abriendo y cerrando la boca sonoramente de modo que se oiga el contacto de la lengua al cochar con el paladar. ¡Qué es eso de comer con la boca cerrada y en silencio! Digo yo que debe de ser que aquí es bueno que te entren moscas porque son más proteinas para el cuerpo.
Por suerte para mí nadie y aunque resulte extraño, tal vez ya conocen mi posición, nadie propuso o intentó encender la radio.
Unos chicles mascados contra el paladar más tarde llegamos a Prey Thom. Esos mismos funcionarios que miran por encima del hombro y hacen a los demás cavar y recoger las muestras, se descalzaron y se pusieron a comer con nosotros bajo el cobertizo. El jefe de los dos me enseñó orgullosamente sus relucientes zapatos a lo que tuve que mentir diciendo que me gustaban mientras en realidad no podía evitar que los ojos se me fueran hacia su dedos gordos asomando por sendos agujeros de igual tamaño en los calcetines. ¿Será que la costurera no se deja mirar por encima del hombro?
La comida consiste en raciones de arroz contenidas en paquetes de porespán en las que hay algún pedazo de carne. Por cubierto una pequeña cuchara de plástico. La carne con los dedos. La salsa en medio para compartir, sirviéndose cada uno cada vez con su usada cuchara. Además hay huevo, pero huevo con embrión de pollo. Es un huevo fecundado de varios días. Al igual que en el vino aquí también hay fechas (cinco, diez, quince días de fecundación) y años (este, el anterior o el otro) para determinar su esquisitez y precio. Vencí mis reticencias y la verdad es que me gusta. Bueno, me gustan los de este año, mi paladar aún no se ha hecho a "vendimias" anteriores.
Ahí estaban ellos, tan altivos antes (jefes de oficina y no campesinos) y entonces comiendo con sus calcetienes agujereados, sus morros guarros y sus dedos aceitosos de agarrar los trozos de carne y luego echarse una larga siesta (yo incluido) sobre la tabla de bambú.
Siguió una larguísima charla del café en la que no hay café y en la que los campesinos insitían en querer plantar arroz. Es en ese momento que te das cuenta de los problemas de la ayuda al desarrollo: "Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, plantaban arroz y yo quiero plantar arroz". Pero buen hombre ¿no te das cuenta que la tierra no es buena para el arroz?¿No te das cuenta que te lo han dicho tres organizaciones diferentes?¿No te das cuenta que sacarías más rendimiento plantando maíz, soja, cacahuetes u hortalizas? "Yo quiero plantar arroz". Vuelta a empezar.
No sabiendo si estaban convencidos o no volvimos a casa. Hora y media después dejo a los funcionarios en su oficina y al despedirme de ellos la pregunta: "¿Cuándo pagará?""Cuando tenga los resultados". De repente empieza una conversación en jemer entre uno de ellos y uno de mis trabajadores. Yo me enteraba pero hacía ver que no. Entonces llegó la pregunta de nuevo "¿Ha entendido lo que estabamos hablando?""No""Ah, bueno, es que tendría que pagarnos a nosotros también""Eso está incluido en los análsis""No, eso es aparte""¿Por qué no me dijo nada antes de ir? Ahora entiendo que esta mañana me llamara preguntándome si alguien más podía venir. ¿Cuánto hay que pagar?""20 dólres""¿A los dos o a cada uno?""A cada uno""¡20 dólares! Eso equivale a un salario de 400 dólares al mes y usted no los cobra". Silencio. Eres extranjero y blanco y aunque cuando te mires al espejo no lo veas tiene el símbolo del dólar marcado a fuego en la frente. Justo entonces nos pasa por al lado una de estas blancas y escuálidas vacas camboyanas para cagarse ahí, a nuestros pies, y una cabra bala antes de empezar a comerse la basura que rodea el edificio. Mi compañera está pintándose las uñas dentro del coche. La mayoría de los extranjeros no se quejan y pagan para evitar problemas. Además aún me tiene que dar los resultados. "¿Me puede dar un recibo" Muecas y resoplidos. "¿Oficial quiere decir?""Sí, oficial. Ah y me gustaría ver dónde se estipulan las tarifas". Más caras largas y muecas. Finalmente me fui con un recibo que estoy convencido que no sirve de nada y 20 dólares menos, la mitad de lo que me pedía.
Al llegar a casa eran ya las cuatro de la tarde. Decidido a escribir en el blog como estaba me dirigí a la oficina sólo para darme cuenta de que no había electricidad. La compañía eléctrica dejó caer sin más, como quien está acostumbrado, que alguien había vuelto a robar el cable de la electricidad. No quedaba otra cosa más que mascar fruta muy verde con salsa picante para matar el rato y las papilas gustativas. A estas parece ser que sólo se las puede recuperar o reanimar absorbiendo aire sonora y fuertemente con los dientes apretados.
Las seis, la gente se ha ido a casa y ya es de noche aunque la luz ha vuelto. Estaba ya pensando en dejar lo del blog para otro día cuando veo a la chica que trabaja conmigo en un colorido pijama rosa y blanco. Sí, es hora de dejarlo por hoy. Se me acercó y me preguntó "Javi, ¿dónde esta la moto?" ¿La moto? para que quiere la moto si va en pijama. "Delante de la oficina". Con su chaquetilla en la mano se dirigió a ella y tras ponerla en marcha y subirse a ella sólo me dijo "Goodbye" a modo de despedida. Cierto, casi no me acordaba que aquí el pijama no es la ropa que se usa para dormir si no como una prenda más. Podrías ir a comprar el pan con pijama y zapatillas y absolutamente nadie te diría nada. Bueno, siempre y cuando no lleves un pijama de color de pijama. Porque un pijama es un pijama si realmente tiene color de pijama, obvio según los camboyanos.
Se alejó entre la multitud de la calle mientras yo observaba el ajetreo de vuelta a casa de la gente desde el umbral de la entrada del recinto como un telespectador, que lo ve sin estar, hasta que el anciano que tenía enfrente, de espaldas a mí, esperando de pie quién sabe qué decidió enseñarme a través de la práctica y la indiferencia general otro de los sonoros eructos corporales camboyanos, aunque éste no fue bucal, que no importan mucho siempre y cuando no sean olorosos.
Dí media vuelta y me dirigí a mi habitación. Había sido otro día más en Camboya. ro día más descubriendo este país y maravillado por él.
Así discurrió el segundo día de este falso nuevo año y un simple miercoles más en el auténtico año 2.548 después de Buda.