martes, 30 de octubre de 2007

En el mundo de los olvidados


La cuestión sobre cuántos planetas contiene nuestro sistema solar, que gira en torno a la inclusión de Plutón, se queda corta en número, pues no son ni ocho ni nueve. Aquí, en nuestro planeta, existen infinitos mundos aparte tan lejanos que es asombroso lo poco que se tarda en llegar a ellos. Son los mundos olvidados por todos nosotros, los mundos de los necesitados, de aquellos que no tienen nada. Pero más olvidados aún, si es posible, están los mundos de los que han perdido su condición de seres humanos y a los que se les priva de todo trato de iguales. En Camboya, país de las maravillas de Angkor, he viajado hasta ellos.

Aquí, la miseria instalada en chozas de madera y paja en la que viven muchas familias no concede tregua y la tradición enseña a tener que ganarse el plato de arroz por uno mismo desde que se tiene uso de razón. Aquellos que en los infortunios de la vida hayan sido desprovistos de aquella o de su capacidad de ayuda no pueden esperar encontrar consuelo. La pobreza, permanente desde hace muchas generaciones, no lo entiende y únicamente enseña valores que no son poco más que brusquedad en el trato.

Peah, doce años de vida encogidos en cuclillas que apenas la levantan cuarenta centímetros del suelo, extraña a todo y a todos y a una altura a la que incluso los perros la miran desde arriba y tan sólo unos pollos sarnosos, desplumados y escuálidos lo hacen de frente desde su cercano nido pulgoso. Incluso se adivina un resquicio de desprecio en su mirada al ver como ese ser, que ya no humano, coge, mastica y traga piedras como si de un animal se tratase, ante la indeferencia de sus padres, abuelos y hermanos, que perdieron hace tiempo la condición de próximos para convertirse en distantes observadores.

El llanto monótono, cansado y débil de quien ya no tiene fuerzas para llorar revela las horas pasadas en ése su rincón, que hace de gallinero y trastero, mal vestida con una falda para niñas de su edad pero que a ella le queda tan grande que parece un muy largo poncho que ir arrastrando. El verde intenso y dorado de los dibujos no puede ocultar la suciedad acumulada durante semanas que se intercambian la tela y su cara al limpiarse, constantemente, los mocos y sus ya escasas lágrimas. Así pasa los días, entre oídos sordos de aquellos que la rodean, acostumbrados ya a un ruido continuo que el cerebro ya no pierde tiempo en escuchar, como quien cambia de canal ante anuncios incómodos y crueles.

Peah enseña que el más necesitado no es aquel que no tenga casa, ni agua corriente, ni comida o educación sino aquel que ha sido desposeído de su condición humana por sus iguales, al que le han quitado ese trato sin preguntar, llevándose con ello el afecto y el cariño y quedando reducido a un mero ser viviente a la espera de acabar sus días sumido en la desesperanza cuando su único pecado capital, condenada ya a vivir muerta, es ser discapacitada mental como si la culpa y la elección de tal ofensa hubiesen sido decisión suya.

Todas son caras de extrañeza y sorpresa al sentarme junto a ella, acariciarle la cabeza, sus mejillas, una de ellas con una gran cicatriz causada por el fuego, como si el castigo de la discapacidad no fuese suficiente, y agarrarle las manos haciéndole sentir que estoy ahí. Sus “próximos” se mantienen distantes y ni tan siquiera los perros se atreven a acercarse. Al besarle la mano, en la que toda la superficie de piel está cubierta por roña, barro y tierra me mira sorprendida por primera vez a los ojos, temerosa durante todo este rato, y es posible creer que, seguramente, es la primera vez la han besado.

A medida que se apagan sus quejas aumenta mi enfado; me hierve la sangre y se me sulfura el ánimo ante tanto desprecio y olvido. Quisiera gritar y escupirles a la cara palabras de desdén infinito y conseguir, siquiera por un momento, rebajarles a una altura a la que incluso las gallinas les mirarían desde arriba. Quisiera, cabreado hasta el alma por la rabia, denunciar y sacudir los cuerpos y las conciencias de aquellos que la rodean y de gobernantes corruptos e insaciables que tienen, supuestamente, el mandato de ayudarla y que con sus corruptelas sólo la mantienen en la pobreza, porque no es posible sumirla más en ella. Pero su familia, impulsada por la hambruna y la necesidad, justifica algo que no entiende como injusto con una falta de tiempo para hacerse cargo de alguien desvalido.

La pongo de pie, quiero que mire a sus hermanos a la cara y no desde abajo, y la siento con nosotros. Pero los llantos vuelven a su garganta y, autómata, se levanta para caminar torpemente y volverse a su rincón entre pajas, pollos, piedras y sombras dónde parece sentirse menos incómoda. Son doce años de indeferencia. Demasiados.

¿Cómo es el hombre capaz de tal denigración? ¿Por qué nosotros hemos tenido la suerte de evitarnos este olvidado mal trago? ¿Es esta la auténtica naturaleza humana? Sé que no porque el trabajo diario de ayuda a discapacitados físicos y mentales que lleva a cabo el equipo de trabajadores sociales (algunos de ellos mutilados de mina) para restaurarles su dignidad y derechos y las sonrisas de los casi cuarenta niños también discapacitados que viven en mi mismo centro así me lo han demostrado.