Llegado diciembre es el momento de la siega. El verde intenso deja paso al amarillo y el suave mecer de la brisa en los largos tallos rematados por pesadas espigas son las olas de este mar de arroz. Todo se está secando secando a pasos agigantados bajo un cielo que rápidamente ha olvidado lo que es un nube mientras una cada vez más espesa cortina de polvo lo cubre todo. Es la hora de la hoz.
Ahora segamos aquello que sembramos en mayo y transplantamos en agosto con los chavales discapactiados del centro Arrupe y todos los del pueblo de Tahen (pueblo del que un día tengo que hablar).
7:30h de la mañana, ya listos para empezar a hacer crujir las espaldas y a forzar los riñones. No todos, ya que una multitud de ellos irán en sus sillas de ruedas. Yo me acuerdo de mis días de vendimia. ¡Qué bonito es el campo!¡Qué hermoso el campesino con su buey arando! ¡Qué fácil decirlo desde el borde del camino, desde dentro del coche o en el sofá de casa!
Empiezo haciendo fotos pues hay que tener recuerdo de este momento. Sin embargo, cuando ya me remuerde la conciencia por ver a los chavales trabajando a destajo me uno a ellos.
Comienzo a segar temiendo cortarme con una hoz tan afilada. Voy más lento que un caracol enfermo y encima o corto el tallo demasiado largo o excesivamente corto. ¿De verdad que a muchos de los que me rodean les falta una pierna?
Mejor me pongo con otra tarea. Lo de anudar los haces de arroz ya parece complicado a simple vista por lo que tras una brevísima inspección ocular decido que tampoco es lo mío. Tan sólo me queda hacer de mulo de carga: trasladar cada haz de arroz del campo al carro o al lugar en el que se secará.
Aquí, todo sudado, me quedo pasmado mirando al que tiene polio en una pierna apoyarse en la otra y en una muleta mientras usa la otra muleta a modo de vara para colgar en cada extremo un fardo de arroz. Y en la mano suelta lleva un tercero. ¡Y yo, entero como estoy, sólo llevo dos! Y a Saron, ciega, caminar sin problemas por el campo de arroz y riéndose al tropezarse.
Pero cuando llega el grupo de Tahen, el ritmo de trabajo se vuelve vertiginoso y no hay más máquinas de recolección que sus rapidísimos brazos en cuerpos menudos. ¡Y pensar que un kilo de arroz sólo cuesta 25 céntimos de euro! Y luego piensas que el consumo medio de una persona son unos quinientos gramos al día y empiezas a traducirlo en tallos que cortar y haces que cargar y te alegras de haber conocido la era industrial.
Tras más de nueve horas bajo al sol termina el trabajo del día. El siguiente paso es separar el grano de la cáscara y el arroz volverá a llegar a mi plato. Está claro que al final cosechas lo que siembras.
Ahora solo cabe esperar a que cuando los campos yazcan yermos por la falta de agua llegue la temporada de lluvias, dentro de varios meses, para poder empezar a trabjar, de nuevo, la tierra.