Cargadas sus mochilas de libros y cuadernos bajan a brincos por la calle ligeros de ánimo, uno a diestra y el otro a sinistra, vestidos de igual modo con camisa y pantalones cortos, ora arrastrando el cuero de sus zapatos ora dando puntapiés a latas, botellas, papeles u objetos de cualquier material, mas no cuero, que a un balón se asemejen.
Uno, rubiales de media melena, delgado y larguilucho emula regates increibles ante farolas y papeleras. El otro, de músculos potentes y finos, bajo, de pelo ralo y piel morena esquiva de modos imposibles peatones y coches mal aparcados. Los dos nacidos el mismo día, los dos con el “balón” a sus pies pegado. Pases cortos, carreras rápidas, uno igual que el otro, chutes potentes que perforan redes reales en mentes ricas de imaginación o mueren a escasos metros en medio de la calzada bajo las ruedas de automóviles intentando alcanzar en vano el otro campo.
De entre todo lo que es un balón sin serlo prefieren las latas; son resistentes, pesadas cuando se aplastan, van lejos y tienen múltiples colores. Son rojas como la sangre, verdes como las uvas, azules como el cielo, doradas como la cebada, amarillas….
Amarillas como la que tienen enfrente que, como una botella en el país de las maravillas, está pidiendo a gritos ser el balón que lleve a la victoria de ese partido interminable que cada tarde juegan dos chavales de once años al volver de la escuela. El rubio se para calmo, coloca el balón-lata en un pequeño hueco en el suelo y se dispone a lanzar el penalti que selle el desenlace. El moreno, a modo del mejor portero, se lanza al suelo, enérgico, rebotando como un muelle estirando sus huesos hasta casi desencajarlos y alargando sus manos suspendido en el aire.
¡Bum! Una explosión sacude el aire llevándose consigo el ánimo, el partido, los cuadernos. En medio de todo, además, un brazo, un ojo y casi el otro, tres dedos y la esperanza de un niño. Silencio, muerte en vida, sangre y gritos. Negro y rojo tiñen el blanco de la inocencia.
“¡Goooool!” clama exaltado y saltando un muchacho de media melena en el portal de su casa al tiempo que el moreno también grita, en la otra acera de un lugar olvidado del mundo, desde el fondo de un alma y un cuerpo rotos su dolor a la entrada del hospital que a partir de ahora será su casa.
Fue el amarrillo un sol de estío para uno y una vil trampa encerrada en una bomba de racimo para el otro que ha estado esperando treinta años, ignorante de la paz firmada antes de que nacieran e irreverente con esos acuerdos, para lograr el objetivo para la que fue creada: matar, mutilar.
Dos niños como dos gotas de agua en sus sueños de jugadas que sólo la imaginación inocente es capaz de crear ¿La diferencia? La fortuna de haber nacido en una tierra que no conoció las bombas de racimo. No vimos la luz en Laos, Camboya, Afganistán, El Líbano, Vietnam, Marruecos, Serbia, Irak, ….
Afortunado eres tú, afortunado soy yo. Mutilado es Ratanak, once años, de músculos potentes y finos, bajo, de pelo ralo y piel morena, manco, tuerto y desgarrado en cuerpo y alma que a pesar de todo me sonríe cada día cuando le abrocho unos botones que sus manos ya no pueden.