Alzo la cabeza y al mirarme los pies no puedo evitar acordarme de mi madre. Tantos años detrás de mí pidiéndome, rogándome, ordenándome que no me descalzase. Repeticiones casi incansables hasta que tuvo que rendirse ante la evidencia de que prefería el contacto de mis pies desnudos con el suelo. Miro alrededor y veo a las otras madres ordenando a sus hijos que se quiten las sandalias. Mamá, suerte que no naciste aquí.
Es costumbre y buena educación camboyana quitarse las sandalias, aquí casi ninguno usa zapatos, en el linde de la puerta, antes de acceder a la casa o a la oficina. En los templos e iglesias aquello parece un mercadillo en el que misteriosamente todo el mundo encuentra su par entre los cientos de zapatos. Allí, sentado entre medio de una multitud con los pies desnudos, que no malolientes porque siempre están aireados, te das cuenta que la pedicura no está muy extendida. Los pies son anchos, como si el zapato nos los mantuvieses finos y estrechos, y los dedos se desparraman como los de un lagarto o los de un palmípedo intentado dar la máxima estabilidad posible. El polvo acumulado de años y la suciedad quedan disimulados por el color oscuro de su piel pero sabes que está ahí porque sólo tienes que pensar en el empeño que pones en limpiarte los tuyos. La suela plana, porque todos parecen tener pies planos, es tan gruesa que es cualquier intento de hacerles cosquillas es vano. Se te quedan mirando con unos ojos que delatan que piensan que estás mal de la cabeza. En definitiva, sus pies son simplemente feos.
Y a pesar de ese manto dorado en el suelo, que por muy bonito que parezca sigue siendo polvo, al que entra en casa le dices "por favor, quítate los zapatos que ensuciarás el suelo". Y ya nos ves su mirada extrañada porque has vuelto a la tuyo. Más bien, al ir descalzo lo limpia al actuar sus pies de escoba, la verdad sea dicha.
Al volver a bajar la cabeza y sentir la dura baldosa en mi nuca vuelvo a acordarme de ella. Me acuerdo de mi empeño en tirarme por el suelo para ver la televisión o para hacer la siesta. Y aquí son muchas las madres y sus hijos que la hacen del mismo modo. Total, cuando me levante me sacudiré la camiseta y listo, piensas. Después de haber tenido una reunión, en la que no existen ni sillas ni mesas, de no sabes dónde aparece una pequeña almohada, que mejor no sacudas si eres alérgico a los ácaros, y a veces una esterilla y en un abrir y cerrar de ojos ya tienes amueblado el “salón” (entre comillas bastante grandes). El suelo está duro y no te permite girarte de lado, al menos a ti porque a ellos, los camboyanos, parece que les da igual y eso que no tienen ningún colchón de grasa que les haga más cómoda la posición. Sientes el pelo áspero de la humedad y el polvo pero es increíble lo que puedes llegar a dormir con este calor que amuerma hasta la cafeína.
Mamá, perdóname pero tras la ducha me he vuelto a acordar de ti. Es cierto que he dudado en ponerme una camiseta limpia porque sé que dentro de media hora volveré a estar sudando pero mis principios inculcados desde pequeño se han impuesto. También con el desodorante, que la mayoría de camboyanos no conocen. Sin embargo, por estas latitudes mucha gente ha de dejar de usar desodorante. Se suda tanto que al usar un desodorante con talco o con algo que tapone los folículos lo único que se consigue son infecciones. Recomendación del médico: no usar desodorante. Tampoco parece que su uso sirva de mucho como atestiguan las grandes manchas de sudor en las axilas de las camisas de casi todo el mundo (y también incluyo a las mujeres, camboyanas u occidentales). Es algo comúnmente aceptado, como cuando aceptas que alguien en el trabajo no vaya recién afeitado: Te lo miras pero no dices nada y te olvidas al cabo de un momento.
Al final, al mirarme al espejo recién duchado, afeitado, con ropa limpia y las uñas recién cortadas me imagino a mí mismo dentro de unas horas, tras varias visitas por las aldeas, tan desaliñado que mi madre me podría espetar "¡Vas tan sucio que pareces un.....!", "niño camboyano, mamá, un niño camboyano" especificaría yo tirado en el suelo, descalzo y sudando.
Es costumbre y buena educación camboyana quitarse las sandalias, aquí casi ninguno usa zapatos, en el linde de la puerta, antes de acceder a la casa o a la oficina. En los templos e iglesias aquello parece un mercadillo en el que misteriosamente todo el mundo encuentra su par entre los cientos de zapatos. Allí, sentado entre medio de una multitud con los pies desnudos, que no malolientes porque siempre están aireados, te das cuenta que la pedicura no está muy extendida. Los pies son anchos, como si el zapato nos los mantuvieses finos y estrechos, y los dedos se desparraman como los de un lagarto o los de un palmípedo intentado dar la máxima estabilidad posible. El polvo acumulado de años y la suciedad quedan disimulados por el color oscuro de su piel pero sabes que está ahí porque sólo tienes que pensar en el empeño que pones en limpiarte los tuyos. La suela plana, porque todos parecen tener pies planos, es tan gruesa que es cualquier intento de hacerles cosquillas es vano. Se te quedan mirando con unos ojos que delatan que piensan que estás mal de la cabeza. En definitiva, sus pies son simplemente feos.
Y a pesar de ese manto dorado en el suelo, que por muy bonito que parezca sigue siendo polvo, al que entra en casa le dices "por favor, quítate los zapatos que ensuciarás el suelo". Y ya nos ves su mirada extrañada porque has vuelto a la tuyo. Más bien, al ir descalzo lo limpia al actuar sus pies de escoba, la verdad sea dicha.
Al volver a bajar la cabeza y sentir la dura baldosa en mi nuca vuelvo a acordarme de ella. Me acuerdo de mi empeño en tirarme por el suelo para ver la televisión o para hacer la siesta. Y aquí son muchas las madres y sus hijos que la hacen del mismo modo. Total, cuando me levante me sacudiré la camiseta y listo, piensas. Después de haber tenido una reunión, en la que no existen ni sillas ni mesas, de no sabes dónde aparece una pequeña almohada, que mejor no sacudas si eres alérgico a los ácaros, y a veces una esterilla y en un abrir y cerrar de ojos ya tienes amueblado el “salón” (entre comillas bastante grandes). El suelo está duro y no te permite girarte de lado, al menos a ti porque a ellos, los camboyanos, parece que les da igual y eso que no tienen ningún colchón de grasa que les haga más cómoda la posición. Sientes el pelo áspero de la humedad y el polvo pero es increíble lo que puedes llegar a dormir con este calor que amuerma hasta la cafeína.
Mamá, perdóname pero tras la ducha me he vuelto a acordar de ti. Es cierto que he dudado en ponerme una camiseta limpia porque sé que dentro de media hora volveré a estar sudando pero mis principios inculcados desde pequeño se han impuesto. También con el desodorante, que la mayoría de camboyanos no conocen. Sin embargo, por estas latitudes mucha gente ha de dejar de usar desodorante. Se suda tanto que al usar un desodorante con talco o con algo que tapone los folículos lo único que se consigue son infecciones. Recomendación del médico: no usar desodorante. Tampoco parece que su uso sirva de mucho como atestiguan las grandes manchas de sudor en las axilas de las camisas de casi todo el mundo (y también incluyo a las mujeres, camboyanas u occidentales). Es algo comúnmente aceptado, como cuando aceptas que alguien en el trabajo no vaya recién afeitado: Te lo miras pero no dices nada y te olvidas al cabo de un momento.
Al final, al mirarme al espejo recién duchado, afeitado, con ropa limpia y las uñas recién cortadas me imagino a mí mismo dentro de unas horas, tras varias visitas por las aldeas, tan desaliñado que mi madre me podría espetar "¡Vas tan sucio que pareces un.....!", "niño camboyano, mamá, un niño camboyano" especificaría yo tirado en el suelo, descalzo y sudando.