Lo he vivido en cada minuto pero ha pasado sin darme cuenta. El largo camino que al principio veía ha quedado atrás. He pasado los monzones y los festivales, el calor y el sofoco para que todo se vuelva a repetir. Ha sido intenso como jamás lo fueron los demás. Han sido 365 días que resultan escasos para entender pero que como un soplo de viento han variado inexorablemente mi rumbo. Ha sido un año en Camboya.
Mi memoria evoca recuerdos a una velocidad que mis dedos son incapaces de seguir. Mis palabras son parcas para explicar lo sentido y vivido en esta tierra que ya forma parte de mí. Al recorrerla ya no me asalta el asombro y la perplejidad a cada instante pero una sonrisa se abre paso en mis labios. He pasado del alborotado y primerizo enamoramiento a un más profundo y sereno entendimiento. Cuando, a miles de kilómetros, reine el silencio echaré de menos los despertares ruidosos de monjes y muletas, las bodas de gigantescos altavoces y el calor húmedo que me asfixia. En mis tranquilos y suaves desplazamientos extrañaré sorprendido el cansancio y la diversión de caminos con baches imposibles en el fango más pegajoso y me preguntaré por qué sólo vamos cinco en un coche con cinco asientos. Meteré la pata al preguntar la edad a toda señora cincuentona que vea, cuando es tan importante hacer aquí en Camboya. Añoraré el griterío de cientos de niños de mirada incrédula y sonrisa ingenua, las risas de dientes negruzcos de vendedores sorprendidos ante un blanco hablando jemer y el verde, el amarillo, el naranja, el gris y el azul saturado de color en arrozales, atardeceres, nubes y cielos.
Sin matrícula alguna he estado yendo a diario a la escuela. He aprendido aquí y allí de ellos y de mí. La pobreza, cruda y parca en excusas, me ha hecho comprender el significado de las palabras paraíso e infierno en una misma habitación. No somos nosotros tan infelices en nuestras comodidades ni ellos tan felices en su falta de todo.
He vuelto a mi infancia al dejar que la inocencia y la ingenuidad vuelvan a formar parte de mí borrando la desconfianza y el alejamiento que yo creía propios de la madurez; no me avergüenza más decir “guapo, guapa” cientos de veces, jugar al corro de la patata y hacer el ridículo a mis treinta años para arrancar una sonrisa de aquellos a los que muchas veces nada más puedo dar.
Son mi casa ya estos campos de arroz infinitos que he visto nacer y morir para resucitar tras las primeras lluvias como cada año. Dicen los camboyanos que estar feliz es tener el corazón lleno de agua como lo está un coco. El mío rebosa.
Es el mío ya el mismo latir de este país que vive con el batido de los monzones: mis monzones de vida.