domingo, 20 de abril de 2008

¡Feliz año nuevo!

Es trece de abril y son las 6:05h de la tarde. En este año nuevo que empieza habré de ser bendecido por un monje de pelo rapado y túnica naranja esparciendo agua bendita contenida en un bol de plata lleno de pétalos de flores aromáticas. ¡Qué bucólico! pienso mientras sostengo entre mis manos una de las más famosas guías de Camboya que en su portada ilustra a uno de esos monjes con un frondoso y verde bosque como fondo.
Sin embargo, levanto la cabeza empapado. El silencioso y venerable hombre ha sido sustituido por pandillas de chavales y no tan chavales cargados con pistolas de agua, cubos de plástico (la plata es muy cara) y bolsas de plástico anudadas con una goma a falta de globos. Es como una verbena de San Juan en la que en vez de fuego todo es agua.
Este año es el año cuatro de un ciclo de doce. Atrás ha quedado el año del cerdo dorado (un año especial por ser dorado) para ser sustituido por el de la rata (diculpen pero tal vez ande equivocado pues no me manejo muy bien con su calendario animal).
Han sido cinco días (pues coincidió con el fin de semana) en los que el país se ha quedado paralizado. Son cinco días en los que circular en moto se convierte en un deporte de riesgo (bueno, de riesgo quí lo es siempre pero en estos días es particularmente peligroso) porque no hay mayor diversión que hacer puntería con un blanco móvil como es un moto, y más si es un extranjero blanco. Pero claro, una cosa es una pistola de agua o un cubazo y otra, muy diferente, que te lancen una bolsa anudada con una goma. No sé si habrán dado cuenta ya de que los globos de agua son de fino grosor pues están pensados para reventarse pero una bolsa de plástico está concebida para resistir. Yendo en moto lo piensas una y otra vez ("¿Cuánto demonios puede resistir una bolsa antes de romperse?") te preguntas mientras intentas adivinar si esta vez te saldrá un morado. También te preguntas como has sido tan estúpido de subirte en una moto cuando has oido que en la capital ya han prohibido el tiro al motorista y que el hospital está a rebosar de accidentados que cayeron ante la fina puntería de una bolsa de plástico (estos días veo más cascos que nunca; no para protegerse en caso de caída sino para evitar que te den en la cara y perder el equilibrio).
Una vez llegado a mi destino, empapado y dolorido en algunas partes del cuerpo, me bajo de la moto sin tiempo para reaccionar ante la avalancha de polvos de talco que me viene encima. Es la segunda parte de la benidición, que en realidad se asemeja a un rebozado: en vez de huevo, agua, y en vez de harina, talco. Sólo falta que me frían para sentirse como una croqueta, aunque algo se andará.
De perdidos, al río: salgo a la calle dispuesto a ser mojado y polvoreado y aprovechar esta magnífica oportunidad de conocer gente con la que de sólito uno no cruza ni una palabra. Es incluso agradable ante un calor sofocante y bajo un sol inmisericorde. Los espasmos te los provoca el agua que te cae por la espalda y que alguno que otro ha refrescado con cubitos de hielo. No hace falta que sepan español o inglés para entender mis gritos de sorpresa y sus risas denotan que lo han entendido.
De vuelta en casa empapado, con la piel más pálida, alguna rojiza roncha más, el cabello canoso y unos labios contagiados de sonrisa ajena te vuelves a dar cuenta de que Camboya baila, ríe y llora al son del agua.
Por cierto, ¡Súasudei Chenam Tmei! (n.d.t: ¡Feliz año nuevo!)