viernes, 12 de octubre de 2007

Palpando la felicidad


60 personas se apretan unas a otras en un autobús de 42 plazas. Desde el coche cinco personas más vemos como en cada fila de dos asientos encuentran espacio tres cuerpos. Y así, pasando calor y agobiados por la falta de espacio durante ocho horas recorremos el camino. Pero lo que tendría que ser un ambiente de caras largas, refunfuños y quejas es todo el rato alegría, bromas, cantos y aplausos a los múltiples bailes y espectáculos ofrecidos en el pasillo del autobús. Nos vamos a la playa, nos vamos a Sihanoukville.

Los 38 niños mutilados por mina, enfermos de polio o ciegos del centro de discapacitados Arupe, 3 adultos y 24 voluntarios de España, Australia, Japón y Francia pasaremos 2 días entre la arena y el agua de la playa y 2 días más devorando los 450 kilómetros que separan nuestra casa y la costa.

El equipaje de maletas, muletas, sillas de ruedas, ropa y comida parece liviano por los quintales de energía y alegría que despreden las sonrisas inacabables de aquellos a los que se supone que vamos a dar algo y que, sin saberlo ellos, son los que nos dan.

Ni tan siquiera una bienvenida a nuestra llegada de truenos y cortinas de agua les apaga el espíritu. Son camboyanos y saben que aunque esta noche llueva mañana por la mañana el sol estará ahí, brillante, quemándoles las espaldas.

Y no hay plan que duré menos que nuestra intención de organizar juegos en la arena al ver las caras suplicantes de los niños indicándonos el camino del agua con su miradas. Impacientes, aunque obedientes, no paran de suspirar para acercarse despacio y temerosos a la orilla unos y a corazón desbocado esperando chocarse con las olas otros.

¿Qué es la felicidad? Busco en mi vocabulario pero no alcanzo a encontrar una definición para ello. Pero yo la ví, la palpé y la disfruté. Metido en el agua agarrando a niños con cuerpos de trapo que se sienten ingrávidos en el agua y que parecen olvidar sus limitaciones, con un brazo inquieto sujetándose a mí por la espalda (y no con más porque el otro y las piernas fueron el precio exigidos por la mina) o rebozado de arena entre muletas y pelotas de fútbol o en corro devorando ávidamente unas deliciosas sepias a la brasa la he sentido, la he visto, la he tenido y la he compartido.

Y compartes todo: el temor a que la lluvia impida volver a repetir lo que ya has vivido, que se disipa con su convinción a volver, el dormir en el suelo durante 3 días, el asfalto, las esperas, las comidas, y las risas.

Y las caras de agradecimiento y las mil veces que la palabra gracias suena en sus bocas te confirman que sí, que se puede soñar despierto, que acabas de vivir un sueño, la experiencia de una vida.