viernes, 7 de marzo de 2008

Lecciones de comunidad


Son ciento diez kilómetros de polvo en dirección oeste hacia la frontera con Tailandia por un paisaje que se va alegrando con colinas y bosques lejanos. Los últimos veinte son un martirio para los amortiguadores y nuestras espalda en una camino que en plena temporada seca está ya lleno de socavones que anuncian auténticos cráteres cuando la tierra, ablandada por las lluvias de mayo, ceda como plastelina bajo el peso de camiones de dos remolques. Nos rodean campos de árboles frutales y de patatas que se secan al sol antes de llevarlas al molino para hacer harina con ellas. Es Pailin una zona eminentemente agrícola en la que el arroz es la excepción y en la que hasta hace no tantos años era conocida por sus espesos y altos bosques. La deforestación ha hecho mella aquí como el resto de Camboya, que ha pasado de tener un sesenta por ciento de superficie forestal en los años sesenta a alrededor del veinte y pico por ciento hoy en día.

Al cabo de dos horas de trayecto llegamos a nuestro destino, Kumrieng. En la misma casa de siempre nos esperan dos de los tres jefes del pueblo con Sprite caliente, hielo que por precaución más vale no tomar y una fruta redonda y pequeña similar de textura al lichi y cuyo nombre soy incapaz de traducir pero que uno come compulsivamente como si fueran pipas. Tras saludarnos efusivamente empezamos a charlar y voy matando el hambre a medida que baja la cantidad de fruta de la bandeja (luego tendré que intentar explicar a mi madre que si pierdo peso es porque estoy sustituyendo las empanadillas y bocadillos del bar de Manolo por unos tentempiés de fruta y más fruta).

Lo que nos trae aquí es la renovación anual del micro crédito de unos pocas decenas de miles de dólares. Me presentan los datos en un papel con las palabras en jemer, que no puedo entender, y los números en caracteres arábicos que sí puedo comprender. Son poco más de cien familias que se unen para cultivar una extensión que dada la cifra creo son “Rei”, una medida camboyana que equivale a un sexto de hectárea. Ando equivocado y tengo que preguntarlo dos veces: hablamos de casi mil hectáreas. Están todos muy bien organizados y ya es el séptimo año consecutivo que les ayudamos.

Es a la hora del discutir el tipo de interés cuando recibo una lección en toda regla de lo que significa pensar en la comunidad antes que en uno mismo. Vienen a nosotros porque les ofrecemos unas condiciones mucho más ventajosas que los usureros, quienes fijan un interés que ronda el 8 ó 9 por ciento mensual. Les propongo una reducción de nuestro interés y su respuesta, la de los jefes y demás hombres, es tajante y definitiva: No. Yo me quedo sorprendidísimo y ahí viene la lección. Nosotros dividimos en dos partes el interés conseguido: la mitad para nosotros y la otra mitad para gastos que pueda tener la comunidad. Al reducirles la tasa de interés les reduzco la cantidad de dinero que la comunidad recaudará y que necesitan para pagar a los profesores, pagar medicinas, arreglar casas, etcétera. Se están imponiendo voluntariamente un impuesto. Finalmente arreglamos la situación aumentado la parte que les corresponde del interés y reduciendo la nuestra.

Estamos en Pailin, donde siguen explotando la mayoría de minas que quedan en este país. Estoy comiendo, riendo y ayudando a una comunidad en la que las familias comparten dos cosas: la mayoría de hombres son mutilados por mina, pues a Kumrieng les retiraban cuando caían heridos y puedo contar cincuenta personas y menos de cincuenta piernas, y todos sin excepción fueron Jemeres Rojos.

Ellos vinieron a buscarnos pidiendo ayuda y les ayudamos pues la paz no distingue de bandos.