Hay palabras que a los camboyanos les suenan a castellano (y no digo chino porque algunos aún lo entenderían). Palabras que sencillamente no existen en su diccionario. Y juntar las palabras seguridad y laboral se les antoja un imposible.
Todo empieza cuando ves a un niño de unos cuatro años llevando en su mano un cuchillo de carnicero que desde el suelo le llega hasta más arriba de la rodilla. Lo lleva como quien lleva la bolsa del pan: hablando con la gente y tan sólo de vez en cuando mirando hacia delante. Horrorizado se te ahoga un grito en la garganta. Aliviado suspiras cuando ves al niño entregar tan descomunal cuchillo a un adulto responsable. O tal vez debería decir irresponsable al ver como se sienta inestablemente de cuclillas, los pies descalzos y sin ninguna malla de protección en las manos para empezar a cortar con enérgicos y duros machetazos algún trozo de carne, con el cuchillo golpeando la madera a escasos centímetros de los mugrientos dedos de sus pies.
Me gustaría poderle decir: "Buen hombre (por decir algo gentil), ¿no te das cuenta que vas a hacer pinchos de salchichas con tus dedos? ¿Que si ese cuchillo es capaz de partir la columna vertebral de una vaca tus dedos son más blandos que un azucarillo en el café?". Seguramente, como mucho, el tipo levantaría la vista y miraría en derredor. Le seguirías la mirada para ver:
Al chapista que pinta las motos con spray y sin ningún tipo de máscara y acaba con las manos y la cara del color de la pintura, el soldador al que saltan las chispas en el pie y acostumbrado como parece estarlo sólo se preocupa por el estado de su sandalia, al herrero que sólo se le ocurre comprobar si el metal sigue candente poniendo su mano crónicamente llagada encima, al recolector de cocos que trepa a la copa de palmeras de veinte metros confiando en que si se cae le saldrán alas (eso sí, lleva una cuerda para atar los cocos porque no hay que echar a perder lo más valioso), al de la gasolinera fumando mientras está recargando los depósitos de combustible o pidiéndote que pongas en marcha el coche mientras repones gasolina para poder escuchar la radio, al que busca en el basurero entre toneladas de basura en sandalias en las que se clavan decenas de agujas y clavos, al electricista haciendo apaños sin cortar la corriente o en medio de la calle en plena tormenta tropical, al peón de obra subido al quinto piso de un andamio de troncos retorcidos y que amenaza caerse, a los camioneros llevando una carga tan alta que dobla la altura de su camión y tan pesada que hace crujir suspensiones y ejes hasta que se rompen, al carpintero dando patadas, por supuesto con sandalias, a una sierra automática de amenazantes dientes para que se ponga en marcha o para que pase el último trozo de madera con aquella bien afilada y funcionando perfectamente, al enfermero poniendo vías y sueros y sacando sangre sin guante alguno, al que limpia metiendo la mano dentro de cubos llenos de productos de limpieza muy corrosivos para que todo se mezcle correctamente, etcétera.
Viendo lo baldío de tu intención te vuelves a casa sin articular palabra. Y tampoco vas a argumenar sobre la necesidad de sindicatos. Sin embargo, al pasar por delante del hospital te paras y entras a saludar y ves al chapista con problemas de pulmón, al soldador con el pie en carne viva por las quemaduras, al herrero con las manos vendadas por las llagas, al recolector parapléjico en la cama, al del basurero que le acaban de comunicar que tiene alguna enfermad muy seria transmitida por los pinchazos (tal vez sida), al electricista echando chispas por todo el cuerpo del chispazo que se ha pegado, al peón de obra haciendo compañía al recolector de cocos, al camionero con todos los huesos rotos tras habérsele caído encima toda la carga, al carpintero echando de menos a sus pies o sus manos, al que limpia echando de menos la piel de sus brazos.
Buff, respiras tranquilo por un momento, por suerte aún no has oído hablar de ninguna gasolinera que haya saltado por los aires. Sin embargo, ¿No te suena ese enfermero que está sacando sangre al que trabaja en el basurero?
Todo empieza cuando ves a un niño de unos cuatro años llevando en su mano un cuchillo de carnicero que desde el suelo le llega hasta más arriba de la rodilla. Lo lleva como quien lleva la bolsa del pan: hablando con la gente y tan sólo de vez en cuando mirando hacia delante. Horrorizado se te ahoga un grito en la garganta. Aliviado suspiras cuando ves al niño entregar tan descomunal cuchillo a un adulto responsable. O tal vez debería decir irresponsable al ver como se sienta inestablemente de cuclillas, los pies descalzos y sin ninguna malla de protección en las manos para empezar a cortar con enérgicos y duros machetazos algún trozo de carne, con el cuchillo golpeando la madera a escasos centímetros de los mugrientos dedos de sus pies.
Me gustaría poderle decir: "Buen hombre (por decir algo gentil), ¿no te das cuenta que vas a hacer pinchos de salchichas con tus dedos? ¿Que si ese cuchillo es capaz de partir la columna vertebral de una vaca tus dedos son más blandos que un azucarillo en el café?". Seguramente, como mucho, el tipo levantaría la vista y miraría en derredor. Le seguirías la mirada para ver:
Al chapista que pinta las motos con spray y sin ningún tipo de máscara y acaba con las manos y la cara del color de la pintura, el soldador al que saltan las chispas en el pie y acostumbrado como parece estarlo sólo se preocupa por el estado de su sandalia, al herrero que sólo se le ocurre comprobar si el metal sigue candente poniendo su mano crónicamente llagada encima, al recolector de cocos que trepa a la copa de palmeras de veinte metros confiando en que si se cae le saldrán alas (eso sí, lleva una cuerda para atar los cocos porque no hay que echar a perder lo más valioso), al de la gasolinera fumando mientras está recargando los depósitos de combustible o pidiéndote que pongas en marcha el coche mientras repones gasolina para poder escuchar la radio, al que busca en el basurero entre toneladas de basura en sandalias en las que se clavan decenas de agujas y clavos, al electricista haciendo apaños sin cortar la corriente o en medio de la calle en plena tormenta tropical, al peón de obra subido al quinto piso de un andamio de troncos retorcidos y que amenaza caerse, a los camioneros llevando una carga tan alta que dobla la altura de su camión y tan pesada que hace crujir suspensiones y ejes hasta que se rompen, al carpintero dando patadas, por supuesto con sandalias, a una sierra automática de amenazantes dientes para que se ponga en marcha o para que pase el último trozo de madera con aquella bien afilada y funcionando perfectamente, al enfermero poniendo vías y sueros y sacando sangre sin guante alguno, al que limpia metiendo la mano dentro de cubos llenos de productos de limpieza muy corrosivos para que todo se mezcle correctamente, etcétera.
Viendo lo baldío de tu intención te vuelves a casa sin articular palabra. Y tampoco vas a argumenar sobre la necesidad de sindicatos. Sin embargo, al pasar por delante del hospital te paras y entras a saludar y ves al chapista con problemas de pulmón, al soldador con el pie en carne viva por las quemaduras, al herrero con las manos vendadas por las llagas, al recolector parapléjico en la cama, al del basurero que le acaban de comunicar que tiene alguna enfermad muy seria transmitida por los pinchazos (tal vez sida), al electricista echando chispas por todo el cuerpo del chispazo que se ha pegado, al peón de obra haciendo compañía al recolector de cocos, al camionero con todos los huesos rotos tras habérsele caído encima toda la carga, al carpintero echando de menos a sus pies o sus manos, al que limpia echando de menos la piel de sus brazos.
Buff, respiras tranquilo por un momento, por suerte aún no has oído hablar de ninguna gasolinera que haya saltado por los aires. Sin embargo, ¿No te suena ese enfermero que está sacando sangre al que trabaja en el basurero?
P.D.: ¿Alguien ha visto el arnés en la foto?