miércoles, 7 de noviembre de 2007

¡Qué mono!


Domingo, 2 de la tarde, en el autobús pasando las cinco horas de vuelta a Battambang, dormitando tras haberme echado sólo unas tres horas en la cama y deseando que todo pase sin sobresaltos. Primera parada, despertar incontable. Además de los innumerables sobresaltos, frenazos, gritos por los altavoces y bocinazos hay tres paradas para comer en un recorrido de trescientos kilómetros. Ya no cuento las veces que me han alejado de Morfeo a pesar de mi voluntad en visitarle. El autobús se vacía rápidamente pues por una vez parece que refresca más fuera que dentro. Estoy sentado en la penúltima fila y justo detrás de mí donde tendría que haber cinco personas hay nueve. Eso les motiva a salir más deprisa si cabe. Tanto que, viendo mi pereza en moverme, una madre me mira y me señala algo de los asientos de la última fila. Me giro par ver y me vuelvo para mirarla a ella, ya alejada, sorprendido. ¡Me está diciendo que me haga cargo del niño!
No tendrá más de dos años y está plácidamente dormido estirado ocupando poco más de un asiento, vestido sólo con una camiseta y un pantaloncillo viejos. ¿En qué habrá pensado para decidir que yo soy el tipo más adecuado para ocuparme del niño? No importa mucho porque esto parece ser muy camboyano. Tanto es así que los niños se van con el primero que les da la mano, acostumbrados como están a que sean muchas las personas las que, en un momento dado, les cuidan. Sin embargo, al cabo de un par de minutos, en los que el niño ha seguido durmiendo y yo aún no me he levantado de mi asiento, llega un niño mayor. Mayor porque es de más edad que él pero apenas levanta un metro del suelo ya que debe de tener, como mucho, cinco años. Aliviado con este súpercanguro me decido a bajar del autobús para estirar un poco las piernas.
El canguro y yo ya nos conocemos, el roce hace el cariño, o las ganas de enviarle a sentarse en la otra punta del autobús. Incluso la física camboyana ha encontrado su límite intentando hacer encajar nueves cuerpos en cinco asientos por lo que a él le ha tocado sentarse en el suelo, en el escalón que hay delante de la última fila, obligándole a asirse a los reposabrazos de los asientos de los de la penúltima fila. Uno de ellos es el mío y cada dos por tres noto su mano debajo de la mía, o encima, o apoyándose contra el reposabrazos, o indistintamente contra mi cabeza o mi hombro. Al principio me callo pero, cansado de no descansar, le pido que no se apoye tanto. Finalmente parece que hemos llegado a un acuerdo no escrito ni hablado de no molestarse el uno al otro e incluso me sonríe.
Y me sonríe cuando levanto la vista del libro y miro como los dos, el mayor y el pequeño, juegan. Y sonrío yo también. Allí, en medio, del autobús lo que parecen ser dos hermanos (eso sería una suposición demasiado occidental) se ríen, se sacan la comida de la boca el uno a lo otro y se la ponen en la propia, se ríen y se divierten sin importarles en absoluto las incomodidades.
Vuelvo a mi libro hasta que un sonido me fuerza a volver a mirarles. Estoy convencido: eso ha sido un pedo, una flatulencia, una ventosidad, un cuesco. Llámese como se quiera pero sonoro y maloliente. Si el ruido es proporcional al descanso que habrá sentido entonces es mejor que un masaje a cuatro manos.
Risas. ¡Qué mono el niño! (si fuese alguien mayor se me ocurrirían otros adjetivos como guarro, cerdo, gorrino, puerco, cochino antes que mono). Pero ya no parece tan mono cuando al mirar para abajo, al piso, nos damos cuenta que junto al pedo ha aparecido, marrón y vulgar, una cagada. Sí, allí en medio, bueno, en medio dura un momento porque con los zarandeos de su hermano acaba pisándola y su pequeño pie hace de espátula esparciéndola un poquillo. Nada, allí, a medio metro de mí.
Porque no, en este país no hay pañales. Los pañales son caros así que durante el tiempo que el niño no aprenda a aguantarse sus necesidades las dejará allí donde esté. ¡Qué invento los pañales!
Las ventanas se abren y las cabezas se asoman por ellas buscando un poco de aire no tan fétido. La marcha continúa hasta que el olor lo inunda todo y el ayudante del conductor llega hasta las últimas filas para ver qué ha pasado. Su cara no refleja la famosa sonrisa camboyana y manda al chofer pararse.
La madre saca una bolsa de plástico y junto a su hijo y ayudados los dos por un cromá (pañuelo típico camboyano) se ponen a limpiar las heces de ese niño tan mono, al que tras mirarle el pandero deciden que no hay que limpiarle más (será un niño muy limpio, pienso yo). Parece que ya han acabado y dejan el cromá y la bolsa, anudada, eso sí, en el suelo, como si la tela impregnada no oliese hasta que el ayudante con voz de sargento les dice que lo tiren fuera: se abren las puertas del autobús y afuera se fue. (nota aparte. Eso es lo primero que ves bajar del autobús en cualquier parada: la basura lanzada a través de la puerta aunque una vez abajo haya, de milagro, algún container). Pero sólo han tirado la bolsa ya que la madre se resiste a desprenderse del cromá. Casi empiezo a creerme que estos hacen desaparecer los olores pero no cree lo mismo el sargento-ayudante que también le ordena deshacerse de él. Tras unos repasillos más aquello parece que está limpio. Pero no. Falta el remate final. Falta pulverizar muy abundantemente con insecticida. Tanto que los que estamos al lado (en todo este rato nadie se ha levantado de su asiento) empezamos a asfixiarnos. Ya no sé si es peor el remedio o a la enfermedad.
Y todos me miran y se ríen como si yo fuese el único al que le molestase el olor de la mierda de un niño tan mono.
¡Vamos, que llegamos tarde! grita el chofer para dar por concluidas las tareas de limpieza, como si esperar un minuto más fuese a añadir mucho a nuestro ya retraso de cuarenta minutos.
Y vuelvo al libro, y los niños a jugar, y la música a sonar. Todo como antes, como si nada hubiese pasado, pero con las ventanas aún abiertas y sin ningún cromá más de recambio.