He descubierto la sonrisa más bonita del mundo. Está formada por dos hileras de dientes tan separados que a veces la saliva se escurre a borbotones entre ellos, tan consumidos por las caries que asemejan alamedas de castillos en ruinas y tan amarillentos que parece que el sol los haya teñido. Unos labios mal cerrados se limpian a si mismos los mocos que deja escapar una nariz chata resfriada y unos ojos apenas abiertos rebosan legañas. El secreto de su hechizo se esconde en sus mejillas. Rozarlas, acariciarlas como se hace con la mano de la abuela que tanto te ha dado y te deja, o con la mano de un hijo recién nacido es iniciar el sortilegio. Los pómulos se encogen, las orejas estiran de los labios hasta casi tocarse, brillan con fuerza los ojos y una profunda carcajada emana de una boca bien abierta. Ese soplo de aire es un huracán de amor y sinceridad sin mácula. Jamás un sonido tan breve fue más preciso, jamás tan débil onda evocó mayor emoción ni jamás surgió mayor belleza de la nada. Jamás tanta imperfección resultó perfecta. Es amor contenido en una mente discapacitada que sólo discierne cariño. Quien con ella trabaja no da sino recibe.
He descubierto la sonrisa más sincera del mundo. Está enmarcada por una cicatriz que, recorriendo el borde de la mejilla, empieza en el mentón y acaba en la frente. Como si los labios, incapaces de contener tanta inocencia, necesitasen prolongarse en esa extensión vertical. Es infancia que se alimenta de una mirada de cariño. Es agradecida, ingenua y curiosa pero más que nada contagiosa. Va pegada a un tirachinas, a una botella-coche, a un balón-lata o a un trozo de carbón con el que pintar nombres y corazones hechizados. Ten por seguro que dibujó el mío. Le pertenece.
He descubierto la sonrisa más afable del mundo. Es amabilidad desbordando una boca sin dientes y labios teñidos de un rojo intenso, como la vida fluyendo por su sangre. Es tranquilidad asomando entre arrugas tras una dura vida sonriendo. Es experiencia de canas deslumbrantes. Es la misma vida, consumiéndose, invitándote a disfrutar de ella.
He descubierto la sonrisa del mundo. Es de piel y ojos café, tiene dos u ochenta años. Me persigue, me rodea y me atrapa entre verdes arrozales y polvorientos atardeceres anaranjados. No la ahoga la torrencial lluvia de mayo, ni la seca el cruel sol de marzo. Es perenne, no marchita. Va a pie, en bicicleta o con muletas. No tiene cara pero las posee todas, es infantil y adulta, es una y es mil. Es la sonrisa del arrozal, es la sonrisa de Camboya.
He descubierto la sonrisa más sincera del mundo. Está enmarcada por una cicatriz que, recorriendo el borde de la mejilla, empieza en el mentón y acaba en la frente. Como si los labios, incapaces de contener tanta inocencia, necesitasen prolongarse en esa extensión vertical. Es infancia que se alimenta de una mirada de cariño. Es agradecida, ingenua y curiosa pero más que nada contagiosa. Va pegada a un tirachinas, a una botella-coche, a un balón-lata o a un trozo de carbón con el que pintar nombres y corazones hechizados. Ten por seguro que dibujó el mío. Le pertenece.
He descubierto la sonrisa más afable del mundo. Es amabilidad desbordando una boca sin dientes y labios teñidos de un rojo intenso, como la vida fluyendo por su sangre. Es tranquilidad asomando entre arrugas tras una dura vida sonriendo. Es experiencia de canas deslumbrantes. Es la misma vida, consumiéndose, invitándote a disfrutar de ella.
He descubierto la sonrisa del mundo. Es de piel y ojos café, tiene dos u ochenta años. Me persigue, me rodea y me atrapa entre verdes arrozales y polvorientos atardeceres anaranjados. No la ahoga la torrencial lluvia de mayo, ni la seca el cruel sol de marzo. Es perenne, no marchita. Va a pie, en bicicleta o con muletas. No tiene cara pero las posee todas, es infantil y adulta, es una y es mil. Es la sonrisa del arrozal, es la sonrisa de Camboya.
He descubierto, al fin, mi sonrisa.