Al pagar la cuenta el recepcionista, con el dinero aún caliente en las manos, me advierte: “Cuidado con los taxis viejos pues hay muchos accidentes”. Este comentario me deja pensativo: “¿Qué querrá decir con lo de “taxis viejos”? Llevo casi un año en este país y todavía he de ver un taxi que no se considere viejo.
Una vez en la calle paro a un motodop (uno de los miles de mototaxis que circulan por esta ciudad). Al pedirle que me lleve a la parada de taxis puedo ver como, por lo bajo, maldice la mala suerte de haber ido a dar con uno de los pocos extranjeros que vive en Camboya y habla jemer y al que no podrá sablar. Bueno, al menos no como a un turista habitual. (Hay tres precios en este país: camboyano, extranjero residente y turista).
La “parada” en cuestión consiste en un lugar cualquiera con espacio para aparcar varios coches. El lugar puede acabar, al cabo de un tiempo, edificado por lo que habrá que buscar otro. Eso implica que el taxista vaya preguntando a gritos por la calle y sin pararse, a todo coche que tenga aspecto de taxi, dónde está ahora la parada de taxis y de paso, en un ejercicio inhabitual de eficiencia, si su destino es el mismo que el tuyo.
Todos los coches, que sin lucir el letrero taxis ejercen como tal, son, sin excepción, de marca Toyota y modelo Camry. El que me ha tocado fue fabricado en el 91. Al decirme el taxista el año no he podido evitar preguntarle al recepcionista en la distancia: ¿Eso es ya viejo?. Las puertas parecen cerrar bien , a pesar de que una de ellas sólo se puede abrir por dentro, el maletero no va cogido con cuerdas, la pintura no está desconchada y el interior, a pesar de sus diecisiete años, tiene un aspecto decente. Únicamente son preocupantes una grieta en el cristal delantero que me impedirá por completo tomar fotos y la más que baja presión de los pneumáticos. Para lo primero hay pegamento y para lo segundo un compresor. Es decir, nada que no tenga remedio.
El taxista, de quien ya soy amigo pues hicimos juntos el viaje de ida, me pregunta con un brillo especial en los ojos si quiero viajar solo. Hoy no. Hoy me lo quiero tomar con calma. Eso una invitación a la indeterminación: no puedo determinar cuándo llegaré a casa. Una indeterminación que apaga ese pasajero resplandor de esperanza del conductor por no tener que buscar.
Me subo al coche, comprando mis dos plazas del único asiente del copiloto. Empieza la gira. Empieza una serie de llamadas y más llamadas dando vueltas por la ciudad buscando clientes. Saca su flamante teléfono del bolsillo para buscar el número de un cliente. No tiene saldo. Varios cientos de dólares han quedado reducidos a agenda telefónica. Podría utilizar uno de los incontables mensajes de texto de los que aún dispone pero no sabe una sola palabra de inglés y no puede escribir en su teclado. Nos paramos en un quiosco y sólo dice “Turusap” (teléfono) y una muchachilla se acerca rápidamente con un teléfono en mano. Marca el número, habla brevemente, devuelve el teléfono a la chica y ésta mira el consumo realizado. Aproximadamente ha de pagar cinco céntimos de euro. Acabamos de estar en una cabina telefónica o en un locutorio camboyano.
Al cabo de poco volvemos a parar. Esta vez consigo entender la pregunta que hace la voz chillona de una mujer al otro lado del teléfono. “¿Cuánto dura el viaje?””3 horas”, responde él. Si pudiera yo añadiría: “ más el tiempo necesario para llenar el coche de clientes” Es decir, 3 horas más un tiempo completamente indeterminado.
En la siguiente alto parece que vamos a recoger a un primer pasajero. Nos bajamos del coche y nadie dice absolutamente nada. Se pone a fumar. Buena señal pues quiere decir que no hay nada que discutir. Al cabo de no menos de 10 minutos aparece un chaval que deja su pequeña bolsa en el maletero. De nuevo a dar vueltas a la caza de clientes. Hay suerte. Sólo un par de llamadas más tarde se sube un hombre en la cuarentena. Éste es un pasajero experimentado: en la anterior llamada ha preguntado cuantas personas había subidas ya en el taxi (pregunta clave porque significa que no somos pasajeros hipotéticos).
La siguiente parada es en balde. El hipotético cuarto pasajero se ha cansado de esperar y se ha buscado otro taxi. Hay que volver a pasar por la cabina telefónica y tirar de agenda y de amigos taxistas que, previo pago de comisiones, nos desvíen un cliente. O ha habido suerte o mi chofer ha sido muy generoso con las propinas porque en menos de diez minutos tenemos ya a otro cuarto pasajero que esta vez sí se ha subido.
Es entonces cuando empieza la discusión de cuanto ha de pagar cada uno. El taxi cuesta 150.000 rieles (35 dólares). Yo, por ocupar las dos plazas del único asiento elantero tengo que pagar 50.000 (12,5 dólares). Los demás se han de repartir los restantes 100.000 a pagar. Los pasajeros intentan rebajar el precio diciendo que normalmente pagan menos. La respuesta del conductor es aclaratoria y definitiva: “Atrás, sentados de un modo normal, van cuatro personas. Apretados, cinco y anchos, tres. Es decir, de un modo “normal” son 25.000 cada uno, apretados, 20.000 y “anchos”, 33.000. El taxista se para en el arcén a encenderse otro pitillo mientras los pasajeros camboyanos discuten entre ellos si están dispuestos a pagar más y salir ahora (ojalá sea así) o ahorrarse unos dineros e ir sentados “normal” o “apretados”. En el viaje de ida, tras haber acordado las dos plazas delanteras, tuve que esperar, esta vez en casa, más de dos horas para al final comprar una tercera plaza en el asiento trasero, que ocupó “anchamente” mi mochila. Al final parece que su situación económica no es tan mala y deciden ir sentados “anchos”. Llevo una hora y diez minutos en el coche y me encuentro a tan sólo trescientos metros de mi hotel.
En este caso el taxista me podría hacer un descuento porque voy a tener que trabajar como piloto. Su volante está en el lado derecho en un país donde los coches, por ley, han de tenerlo en el izquierdo. Eso implica, si quiero viajar tranquilo y evitar que asome tres cuartas partes del coche para ver si es posible adelantar, que voy a tener que decirle con monosílabos (sí o no) cuando puede hacerlo. Si el copiloto no tiene ganas de hacerlo se duerme (lo más habitual) el método para averiguar si alguien viene de cara cuando uno se plantea adelantar consiste en comerse el arcén y algo más que ya no es asfalto tirándose completamente a la derecha para tener un mayor ángulo de visión. Cuando se circula por una carretera sin asfaltar (como es mi caso durante unos ochenta kilómetros) y la nube de polvo que levanta el camión de delante la única solución es, con las luces encendidas, hacer sonar el claxon con la intensidad de un drogata con mono. Entre baches casi imposibles me he santiguado más de una vez sin poder soltar mis manos del agarradero.
Finalmente, agotado por las pocas horas de suñeo y por el estrés constante de decirle o chillarle a veces entre risas suyas que no adelante acabo, como los demás camboyanos, rendido en los brazos de Morfeo. Me despierto cuando el ruido del motor de mi “nuevo” taxi se silencia casi por completo. Un tiempo indeterminado después he llegado a casa.
Una vez en la calle paro a un motodop (uno de los miles de mototaxis que circulan por esta ciudad). Al pedirle que me lleve a la parada de taxis puedo ver como, por lo bajo, maldice la mala suerte de haber ido a dar con uno de los pocos extranjeros que vive en Camboya y habla jemer y al que no podrá sablar. Bueno, al menos no como a un turista habitual. (Hay tres precios en este país: camboyano, extranjero residente y turista).
La “parada” en cuestión consiste en un lugar cualquiera con espacio para aparcar varios coches. El lugar puede acabar, al cabo de un tiempo, edificado por lo que habrá que buscar otro. Eso implica que el taxista vaya preguntando a gritos por la calle y sin pararse, a todo coche que tenga aspecto de taxi, dónde está ahora la parada de taxis y de paso, en un ejercicio inhabitual de eficiencia, si su destino es el mismo que el tuyo.
Todos los coches, que sin lucir el letrero taxis ejercen como tal, son, sin excepción, de marca Toyota y modelo Camry. El que me ha tocado fue fabricado en el 91. Al decirme el taxista el año no he podido evitar preguntarle al recepcionista en la distancia: ¿Eso es ya viejo?. Las puertas parecen cerrar bien , a pesar de que una de ellas sólo se puede abrir por dentro, el maletero no va cogido con cuerdas, la pintura no está desconchada y el interior, a pesar de sus diecisiete años, tiene un aspecto decente. Únicamente son preocupantes una grieta en el cristal delantero que me impedirá por completo tomar fotos y la más que baja presión de los pneumáticos. Para lo primero hay pegamento y para lo segundo un compresor. Es decir, nada que no tenga remedio.
El taxista, de quien ya soy amigo pues hicimos juntos el viaje de ida, me pregunta con un brillo especial en los ojos si quiero viajar solo. Hoy no. Hoy me lo quiero tomar con calma. Eso una invitación a la indeterminación: no puedo determinar cuándo llegaré a casa. Una indeterminación que apaga ese pasajero resplandor de esperanza del conductor por no tener que buscar.
Me subo al coche, comprando mis dos plazas del único asiente del copiloto. Empieza la gira. Empieza una serie de llamadas y más llamadas dando vueltas por la ciudad buscando clientes. Saca su flamante teléfono del bolsillo para buscar el número de un cliente. No tiene saldo. Varios cientos de dólares han quedado reducidos a agenda telefónica. Podría utilizar uno de los incontables mensajes de texto de los que aún dispone pero no sabe una sola palabra de inglés y no puede escribir en su teclado. Nos paramos en un quiosco y sólo dice “Turusap” (teléfono) y una muchachilla se acerca rápidamente con un teléfono en mano. Marca el número, habla brevemente, devuelve el teléfono a la chica y ésta mira el consumo realizado. Aproximadamente ha de pagar cinco céntimos de euro. Acabamos de estar en una cabina telefónica o en un locutorio camboyano.
Al cabo de poco volvemos a parar. Esta vez consigo entender la pregunta que hace la voz chillona de una mujer al otro lado del teléfono. “¿Cuánto dura el viaje?””3 horas”, responde él. Si pudiera yo añadiría: “ más el tiempo necesario para llenar el coche de clientes” Es decir, 3 horas más un tiempo completamente indeterminado.
En la siguiente alto parece que vamos a recoger a un primer pasajero. Nos bajamos del coche y nadie dice absolutamente nada. Se pone a fumar. Buena señal pues quiere decir que no hay nada que discutir. Al cabo de no menos de 10 minutos aparece un chaval que deja su pequeña bolsa en el maletero. De nuevo a dar vueltas a la caza de clientes. Hay suerte. Sólo un par de llamadas más tarde se sube un hombre en la cuarentena. Éste es un pasajero experimentado: en la anterior llamada ha preguntado cuantas personas había subidas ya en el taxi (pregunta clave porque significa que no somos pasajeros hipotéticos).
La siguiente parada es en balde. El hipotético cuarto pasajero se ha cansado de esperar y se ha buscado otro taxi. Hay que volver a pasar por la cabina telefónica y tirar de agenda y de amigos taxistas que, previo pago de comisiones, nos desvíen un cliente. O ha habido suerte o mi chofer ha sido muy generoso con las propinas porque en menos de diez minutos tenemos ya a otro cuarto pasajero que esta vez sí se ha subido.
Es entonces cuando empieza la discusión de cuanto ha de pagar cada uno. El taxi cuesta 150.000 rieles (35 dólares). Yo, por ocupar las dos plazas del único asiento elantero tengo que pagar 50.000 (12,5 dólares). Los demás se han de repartir los restantes 100.000 a pagar. Los pasajeros intentan rebajar el precio diciendo que normalmente pagan menos. La respuesta del conductor es aclaratoria y definitiva: “Atrás, sentados de un modo normal, van cuatro personas. Apretados, cinco y anchos, tres. Es decir, de un modo “normal” son 25.000 cada uno, apretados, 20.000 y “anchos”, 33.000. El taxista se para en el arcén a encenderse otro pitillo mientras los pasajeros camboyanos discuten entre ellos si están dispuestos a pagar más y salir ahora (ojalá sea así) o ahorrarse unos dineros e ir sentados “normal” o “apretados”. En el viaje de ida, tras haber acordado las dos plazas delanteras, tuve que esperar, esta vez en casa, más de dos horas para al final comprar una tercera plaza en el asiento trasero, que ocupó “anchamente” mi mochila. Al final parece que su situación económica no es tan mala y deciden ir sentados “anchos”. Llevo una hora y diez minutos en el coche y me encuentro a tan sólo trescientos metros de mi hotel.
En este caso el taxista me podría hacer un descuento porque voy a tener que trabajar como piloto. Su volante está en el lado derecho en un país donde los coches, por ley, han de tenerlo en el izquierdo. Eso implica, si quiero viajar tranquilo y evitar que asome tres cuartas partes del coche para ver si es posible adelantar, que voy a tener que decirle con monosílabos (sí o no) cuando puede hacerlo. Si el copiloto no tiene ganas de hacerlo se duerme (lo más habitual) el método para averiguar si alguien viene de cara cuando uno se plantea adelantar consiste en comerse el arcén y algo más que ya no es asfalto tirándose completamente a la derecha para tener un mayor ángulo de visión. Cuando se circula por una carretera sin asfaltar (como es mi caso durante unos ochenta kilómetros) y la nube de polvo que levanta el camión de delante la única solución es, con las luces encendidas, hacer sonar el claxon con la intensidad de un drogata con mono. Entre baches casi imposibles me he santiguado más de una vez sin poder soltar mis manos del agarradero.
Finalmente, agotado por las pocas horas de suñeo y por el estrés constante de decirle o chillarle a veces entre risas suyas que no adelante acabo, como los demás camboyanos, rendido en los brazos de Morfeo. Me despierto cuando el ruido del motor de mi “nuevo” taxi se silencia casi por completo. Un tiempo indeterminado después he llegado a casa.