lunes, 28 de abril de 2008

Quisiera ser un niño camboyano


En medio de un atronadora tormenta de este estío que no acaba, ducha fría acogedora, he sentido envidia de quien nada tiene y tanto posee. En soledad, el agua resbalando por sus largos cabellos, la tela pegada a la piel tersa a pesar de sus minúsculos huesos, los pies descalzos semienterrados en el rojizo barro arcilloso de lo que fue un camino y las manos alzadas a un cielo que no se ve con la boca bien abierta clamando en silencio un poco más, sus ojos, sin pronunciar palabra, me han hablado de lo que tuve y olvidé.
¿Te acuerdas cuando en cualquier botella vieja de plástico no veías más que un coche al que sólo le faltaban las ruedas?¿Recuerdas las espadas hechas con palos tan torcidos pero que en tu imaginación eran dignas de Camelot?¿Recuerdas que, no tan sólo eras capaz de pensar, sino que estabas convencido de que un limón era una rueda y un tapón un volante?
Quisiera recorrer los campos embarrados armado en mi bolsillo con mi tirachinas para matar gigantes. Quisiera poder meter mis manos en el fango o en la olla de la comida y limpiarme en mi camisa, pues no es posible que este pedazo de tela sea sólo para cubrirme. Quisiera volver a sentir que un camisón de segunda, tercera o cuarta mano es el más bonito de los vestidos que un cuento de hadas pueda regalarme. Quisiera volver a hacer maravillas con latas, papeles y cuerdas y pensar que los adultos son estúpidos por desechar tales tesoros. Quisiera, descalzo, darle puntapiés a un balón mil veces roto y mil y una remendado. Quisiera, en mis meriendas, con compañía inmejorable de amigos conocidos hoy y despreocuado de padres y abuelos, masticar hojas de banano como el más dulce de los manjares. Quisiera que esta lluvia que con su boca clama me empapase de la inocencia perdida. Quisiera, a veces, ser un niño camboyano.