viernes, 16 de noviembre de 2007

Una boda camboyana (más)

Es el final de la temporada de lluvias. Eso conlleva la gran ventaja de que los caminos están embarrados y podrán ser reparados quedando bien para varios meses. Además, significa volver a disfrutar de atardeceres espectaculares. Y también de los amaneceres porque significa despertarse casi todos los días a las cinco de la mañana ya que empieza la temporada de bodas. ¡Y yo vivía tan tranquilo acostumbrado ya a los rezos de monjes y de imanes!
Las bodas camboyanas son toda una experiencia que, desgraciadamente, se repite todos los días y por todas partes. ¿Por qué no se desarrollan un poco y hacen como los países occidentales: irse a vivir juntos sin papeles o enlaces de por medio? Se podrá estar de acuerdo o no pero lo que es indiscutible es que me ahorraría unas cuantas ojeras. Con millones de jóvenes en edades casaderas (el 65% de la población tiene menos de 25 años) son infinidad las bodas que se celebran. Número que se ha de multiplicar por dos ya que las bodas duran dos días y el ruido dura dos días.
Los enlaces camboyanos parecen de quita y pon. En España cuando te vas a una boda, te preparas a conciencias. Los hombres la verdad es que tampoco tanto. Como mucho te afeitas y te compras una corbata nueva (porque te lo ha ordenado tu mujer o tu pareja para ir a juego con ella porque tú irías con la que tienes en el armario). Las mujeres lo pasan peor y se llegan a gastar un dineral con eso de no poder repetir vestido.
En Camboya todo es diferente. Tu día es como cualquier otro con la única diferencia de que sabes que a cierta hora tendrás que ir a un banquete. Sí, al banquete porque a la ceremonia, como ellos son budistas, sólo van los esposos y los monjes. Un par de horas y de vuelta.
Ellas sí se arreglan, y bastante. Sinceramente, están mejor sin arreglar que con todo esos kilos de maquillaje encima en un intento de aclararse la piel lo máximo posible. Y sin esos pelos crepados, rizados y lacados. También cuidan mucho el vestido, que ha de ser de falda larga y parte superior sexy (palabra usada por ellas para referirse a hombros descubiertos y multitud de flores y ornamentos básicamente horteras). Pero la gran diferencia es que el traje es alquilado. Por 8 dólares tienes el último grito del mercado. Yo siempre he sido muy favorable a alquilar pero una y otra vez he perdido esa batalla con cualquier mujer a la que se lo he planteado. Lo volveré a intentar y sé que volveré a perder. Lo único que han de comprar son esos zapatos con tanto tacón que no parecen lo más adecuado para un día de campo, pues es en medio del campo donde se celebra la boda (el cercano olor de vacuno te lo confirma).
Ellos tardan en arreglarse lo que tarda un calvo en peinarse. Hay algunos que llegan a ponerse corbata (seguro que tienen alguna cercanía familiar con los novios) pero son las excepciones. Eso sí, camisa y no camiseta.
Al llegar a la boda, que es fácil de localizar porque la música resuena a kilómetros de distancia, te hacen entrar, a través de un pasillo de damas y caballeros de honor vestidos del mismo color que los novios y que te dan una flor de bienvenida (envuelta en plástico, como todo en este país). Luego alguien te indica donde sentarte bajo una carpa de rosas, amarillos, verdes y azules con guirnaldas que pretenden ser doradas. Las mesas son para diez comensales y todas las sillas, de plástico, están recubiertas por una tela de colores marrones y rojizos y motivos geométricos. Hasta que no se han sentado diez personas en la mesa no sirven nada de comer. Y nada quiere decir que no te dan ni agua, ni hielo, ni cerveza, ni Coca cola (o algún sucedáneo más barato) mientras miras como algunos ya van por el tercer o cuarto plato. Porque tal y como llegas te pones a comer sin esperar a que llegue el resto de la gente. Tampoco es necesario haber visto a los novios que están dando vueltas por ahí o cambiándose en una de esas cinco mudas que han de vestir como mínimo (blanco, amarillo, azul, verde y rojo son los colores básicos).
A los camboyanos les encanta que la ropa les quede grande y lucir grandes hombreras y zapatos de punta así que muchas veces parecen niños jugando a probarse la ropa de sus hermanos mayores, luciendo un aire a veces grotesco.
En todo eso te fijas sentado en la mesa pues no puedes hacer más, ni tan siquiera hablar con los que están a tu lado ya que el volumen de la música es tan potente que te tapas los oídos. Es inútil levantarse y dirigirse al pinchadiscos para que te dé un respiro. Intentas hacerle comprender que no quieres que te vibre el cerebro con la letra de "Revlon Charlie", el último éxito camboyano dedicado a una colonia de hombre. En el preciso momento en que te vuelves a sentar en tu silla vuelve a girar el mando y suben los decibelios.
Por fin somos diez en la mesa (si nos juntamos más a alguno le parecerá inmoral) y llega la comida. Deliciosos aperitivos entre los que tan sólo llegas a distinguir cacahuetes pues el resto parece sacado de un documental de La 2 de extraños alimentos. Al menos tienes el vaso lleno de hielo hasta rebosar (fórmula cortés camboyana) y ya te han traído algo de beber. Hay que tomárselo con calma ya que irán saliendo bandejas y más bandejas. Es un festín y más en un país donde hay tanta gente pobre. El último plato, y como excepción al día a día, es arroz. Y de postre, como regalo, un paquete de galletas rellenas. Sí, de esas que compras en el súper cuando quieres picar algo.
Entre tanta comida, tragos de cerveza. Tragos largos, muy largos y larguísimos, con algún que otro sorbo corto para moderar. Tragos que se beben una cerveza de un litro de un tirón. Se trata de "beber cuánto puedas, lo más rápido posible durante el mayor tiempo posible". Es decir, pillar tal borrachera que luego se pasan la tarde durmiendo. No saben beber de otra manera y no paran de brindar entre ellos, y alguna vez con alguna mujer, para así beber más.
Y entre sorbos y trozos de pollo el tipo que tengo detrás mío, sentado en otra mesa, se gira para poder escupir y hurgarse entre los dientes sin molestar a los otros comensales de su mesa pero a tan sólo un palmo de mi cara.
Sinceramente, puede escupir porque en el suelo ya que entre el barro (ayer llovió), la paja, las botellas, latas y papeles un escupitajo no supondrá que tengan que ponerse a limpiar.

El momento de bailar ha llegado. Como ya han desmontado varias mesas que se han de llevar a otra boda (entre mesas de gente que aún no ha acabado de comer) hay espacio para los bailes. Éstos básicamente consisten en dar vueltas a una mesa como quien juega al corro de la patata, alzando los brazos y moviéndolos rítmicamente de un lado a otro como la tradición camboyana manda, al son de versiones jemeres de antiguos éxitos occidentales (escuchar "Eternal flame" en camboyano, con el estribillo en inglés, me hace pensar en lo cutre que es medio traducir las canciones, incluido al castellano). Bailes entre hombres que apestan a alcohol y con sus camisas por fuera ya llenas de grandes manchas de cerveza. Y ellas casi no bailan porque, aparte de descartar tan agradable compañía, se les clavan los tacones en el barro.

Han pasado ya 2 horas y es el momento de depositar nuestro regalo (un sobre, que te dan en la misma boda, para que pongas el dinero dentro) en la urna de alpaca e irnos. Por fin se acabará la música de unos altavoces más altos que yo y podré descansar.
Hasta que esta mañana me ha vuelto a despertar el entusiasmo de unos novios anunciando a bombo y platillo que se casan.
Si alguna vez me sentí despechado porque no me invitaron a una boda ahora pido, suplico no ser invitado.
Por favor, ¿Cuánto falta para que empiece otra vez la temporada de lluvias?
P.D.: La semana pasada, en otra boda, les pedí a los novio, ya que trabajan conmigo y viven al lado, que la música empezase tarde. Me contestaron que de acuerdo, que empezaría a las 5:30h. ¡Gracias, gracias por esa media hora más!