domingo, 30 de diciembre de 2007
La soledad invisible
sábado, 29 de diciembre de 2007
Inaugurando etapa
jueves, 27 de diciembre de 2007
Recuerdos de madre
Es costumbre y buena educación camboyana quitarse las sandalias, aquí casi ninguno usa zapatos, en el linde de la puerta, antes de acceder a la casa o a la oficina. En los templos e iglesias aquello parece un mercadillo en el que misteriosamente todo el mundo encuentra su par entre los cientos de zapatos. Allí, sentado entre medio de una multitud con los pies desnudos, que no malolientes porque siempre están aireados, te das cuenta que la pedicura no está muy extendida. Los pies son anchos, como si el zapato nos los mantuvieses finos y estrechos, y los dedos se desparraman como los de un lagarto o los de un palmípedo intentado dar la máxima estabilidad posible. El polvo acumulado de años y la suciedad quedan disimulados por el color oscuro de su piel pero sabes que está ahí porque sólo tienes que pensar en el empeño que pones en limpiarte los tuyos. La suela plana, porque todos parecen tener pies planos, es tan gruesa que es cualquier intento de hacerles cosquillas es vano. Se te quedan mirando con unos ojos que delatan que piensan que estás mal de la cabeza. En definitiva, sus pies son simplemente feos.
Y a pesar de ese manto dorado en el suelo, que por muy bonito que parezca sigue siendo polvo, al que entra en casa le dices "por favor, quítate los zapatos que ensuciarás el suelo". Y ya nos ves su mirada extrañada porque has vuelto a la tuyo. Más bien, al ir descalzo lo limpia al actuar sus pies de escoba, la verdad sea dicha.
Al volver a bajar la cabeza y sentir la dura baldosa en mi nuca vuelvo a acordarme de ella. Me acuerdo de mi empeño en tirarme por el suelo para ver la televisión o para hacer la siesta. Y aquí son muchas las madres y sus hijos que la hacen del mismo modo. Total, cuando me levante me sacudiré la camiseta y listo, piensas. Después de haber tenido una reunión, en la que no existen ni sillas ni mesas, de no sabes dónde aparece una pequeña almohada, que mejor no sacudas si eres alérgico a los ácaros, y a veces una esterilla y en un abrir y cerrar de ojos ya tienes amueblado el “salón” (entre comillas bastante grandes). El suelo está duro y no te permite girarte de lado, al menos a ti porque a ellos, los camboyanos, parece que les da igual y eso que no tienen ningún colchón de grasa que les haga más cómoda la posición. Sientes el pelo áspero de la humedad y el polvo pero es increíble lo que puedes llegar a dormir con este calor que amuerma hasta la cafeína.
Mamá, perdóname pero tras la ducha me he vuelto a acordar de ti. Es cierto que he dudado en ponerme una camiseta limpia porque sé que dentro de media hora volveré a estar sudando pero mis principios inculcados desde pequeño se han impuesto. También con el desodorante, que la mayoría de camboyanos no conocen. Sin embargo, por estas latitudes mucha gente ha de dejar de usar desodorante. Se suda tanto que al usar un desodorante con talco o con algo que tapone los folículos lo único que se consigue son infecciones. Recomendación del médico: no usar desodorante. Tampoco parece que su uso sirva de mucho como atestiguan las grandes manchas de sudor en las axilas de las camisas de casi todo el mundo (y también incluyo a las mujeres, camboyanas u occidentales). Es algo comúnmente aceptado, como cuando aceptas que alguien en el trabajo no vaya recién afeitado: Te lo miras pero no dices nada y te olvidas al cabo de un momento.
Al final, al mirarme al espejo recién duchado, afeitado, con ropa limpia y las uñas recién cortadas me imagino a mí mismo dentro de unas horas, tras varias visitas por las aldeas, tan desaliñado que mi madre me podría espetar "¡Vas tan sucio que pareces un.....!", "niño camboyano, mamá, un niño camboyano" especificaría yo tirado en el suelo, descalzo y sudando.
jueves, 20 de diciembre de 2007
El ciclo del arroz
Ahora solo cabe esperar a que cuando los campos yazcan yermos por la falta de agua llegue la temporada de lluvias, dentro de varios meses, para poder empezar a trabjar, de nuevo, la tierra.
sábado, 15 de diciembre de 2007
Seguridad laboral
Todo empieza cuando ves a un niño de unos cuatro años llevando en su mano un cuchillo de carnicero que desde el suelo le llega hasta más arriba de la rodilla. Lo lleva como quien lleva la bolsa del pan: hablando con la gente y tan sólo de vez en cuando mirando hacia delante. Horrorizado se te ahoga un grito en la garganta. Aliviado suspiras cuando ves al niño entregar tan descomunal cuchillo a un adulto responsable. O tal vez debería decir irresponsable al ver como se sienta inestablemente de cuclillas, los pies descalzos y sin ninguna malla de protección en las manos para empezar a cortar con enérgicos y duros machetazos algún trozo de carne, con el cuchillo golpeando la madera a escasos centímetros de los mugrientos dedos de sus pies.
Me gustaría poderle decir: "Buen hombre (por decir algo gentil), ¿no te das cuenta que vas a hacer pinchos de salchichas con tus dedos? ¿Que si ese cuchillo es capaz de partir la columna vertebral de una vaca tus dedos son más blandos que un azucarillo en el café?". Seguramente, como mucho, el tipo levantaría la vista y miraría en derredor. Le seguirías la mirada para ver:
Al chapista que pinta las motos con spray y sin ningún tipo de máscara y acaba con las manos y la cara del color de la pintura, el soldador al que saltan las chispas en el pie y acostumbrado como parece estarlo sólo se preocupa por el estado de su sandalia, al herrero que sólo se le ocurre comprobar si el metal sigue candente poniendo su mano crónicamente llagada encima, al recolector de cocos que trepa a la copa de palmeras de veinte metros confiando en que si se cae le saldrán alas (eso sí, lleva una cuerda para atar los cocos porque no hay que echar a perder lo más valioso), al de la gasolinera fumando mientras está recargando los depósitos de combustible o pidiéndote que pongas en marcha el coche mientras repones gasolina para poder escuchar la radio, al que busca en el basurero entre toneladas de basura en sandalias en las que se clavan decenas de agujas y clavos, al electricista haciendo apaños sin cortar la corriente o en medio de la calle en plena tormenta tropical, al peón de obra subido al quinto piso de un andamio de troncos retorcidos y que amenaza caerse, a los camioneros llevando una carga tan alta que dobla la altura de su camión y tan pesada que hace crujir suspensiones y ejes hasta que se rompen, al carpintero dando patadas, por supuesto con sandalias, a una sierra automática de amenazantes dientes para que se ponga en marcha o para que pase el último trozo de madera con aquella bien afilada y funcionando perfectamente, al enfermero poniendo vías y sueros y sacando sangre sin guante alguno, al que limpia metiendo la mano dentro de cubos llenos de productos de limpieza muy corrosivos para que todo se mezcle correctamente, etcétera.
Viendo lo baldío de tu intención te vuelves a casa sin articular palabra. Y tampoco vas a argumenar sobre la necesidad de sindicatos. Sin embargo, al pasar por delante del hospital te paras y entras a saludar y ves al chapista con problemas de pulmón, al soldador con el pie en carne viva por las quemaduras, al herrero con las manos vendadas por las llagas, al recolector parapléjico en la cama, al del basurero que le acaban de comunicar que tiene alguna enfermad muy seria transmitida por los pinchazos (tal vez sida), al electricista echando chispas por todo el cuerpo del chispazo que se ha pegado, al peón de obra haciendo compañía al recolector de cocos, al camionero con todos los huesos rotos tras habérsele caído encima toda la carga, al carpintero echando de menos a sus pies o sus manos, al que limpia echando de menos la piel de sus brazos.
Buff, respiras tranquilo por un momento, por suerte aún no has oído hablar de ninguna gasolinera que haya saltado por los aires. Sin embargo, ¿No te suena ese enfermero que está sacando sangre al que trabaja en el basurero?
jueves, 13 de diciembre de 2007
Vuelta a casa
jueves, 6 de diciembre de 2007
Periplo español
A la gente que me dice "menudo trote" yo respondo "¡Qué gozada!"
lunes, 19 de noviembre de 2007
Channeng, el poderoso brazo del humor
P.D.: Se muere de ganas de ir en bici
viernes, 16 de noviembre de 2007
Una boda camboyana (más)
Las bodas camboyanas son toda una experiencia que, desgraciadamente, se repite todos los días y por todas partes. ¿Por qué no se desarrollan un poco y hacen como los países occidentales: irse a vivir juntos sin papeles o enlaces de por medio? Se podrá estar de acuerdo o no pero lo que es indiscutible es que me ahorraría unas cuantas ojeras. Con millones de jóvenes en edades casaderas (el 65% de la población tiene menos de 25 años) son infinidad las bodas que se celebran. Número que se ha de multiplicar por dos ya que las bodas duran dos días y el ruido dura dos días.
Los enlaces camboyanos parecen de quita y pon. En España cuando te vas a una boda, te preparas a conciencias. Los hombres la verdad es que tampoco tanto. Como mucho te afeitas y te compras una corbata nueva (porque te lo ha ordenado tu mujer o tu pareja para ir a juego con ella porque tú irías con la que tienes en el armario). Las mujeres lo pasan peor y se llegan a gastar un dineral con eso de no poder repetir vestido.
En Camboya todo es diferente. Tu día es como cualquier otro con la única diferencia de que sabes que a cierta hora tendrás que ir a un banquete. Sí, al banquete porque a la ceremonia, como ellos son budistas, sólo van los esposos y los monjes. Un par de horas y de vuelta.
Ellas sí se arreglan, y bastante. Sinceramente, están mejor sin arreglar que con todo esos kilos de maquillaje encima en un intento de aclararse la piel lo máximo posible. Y sin esos pelos crepados, rizados y lacados. También cuidan mucho el vestido, que ha de ser de falda larga y parte superior sexy (palabra usada por ellas para referirse a hombros descubiertos y multitud de flores y ornamentos básicamente horteras). Pero la gran diferencia es que el traje es alquilado. Por 8 dólares tienes el último grito del mercado. Yo siempre he sido muy favorable a alquilar pero una y otra vez he perdido esa batalla con cualquier mujer a la que se lo he planteado. Lo volveré a intentar y sé que volveré a perder. Lo único que han de comprar son esos zapatos con tanto tacón que no parecen lo más adecuado para un día de campo, pues es en medio del campo donde se celebra la boda (el cercano olor de vacuno te lo confirma).
Ellos tardan en arreglarse lo que tarda un calvo en peinarse. Hay algunos que llegan a ponerse corbata (seguro que tienen alguna cercanía familiar con los novios) pero son las excepciones. Eso sí, camisa y no camiseta.
Al llegar a la boda, que es fácil de localizar porque la música resuena a kilómetros de distancia, te hacen entrar, a través de un pasillo de damas y caballeros de honor vestidos del mismo color que los novios y que te dan una flor de bienvenida (envuelta en plástico, como todo en este país). Luego alguien te indica donde sentarte bajo una carpa de rosas, amarillos, verdes y azules con guirnaldas que pretenden ser doradas. Las mesas son para diez comensales y todas las sillas, de plástico, están recubiertas por una tela de colores marrones y rojizos y motivos geométricos. Hasta que no se han sentado diez personas en la mesa no sirven nada de comer. Y nada quiere decir que no te dan ni agua, ni hielo, ni cerveza, ni Coca cola (o algún sucedáneo más barato) mientras miras como algunos ya van por el tercer o cuarto plato. Porque tal y como llegas te pones a comer sin esperar a que llegue el resto de la gente. Tampoco es necesario haber visto a los novios que están dando vueltas por ahí o cambiándose en una de esas cinco mudas que han de vestir como mínimo (blanco, amarillo, azul, verde y rojo son los colores básicos).
A los camboyanos les encanta que la ropa les quede grande y lucir grandes hombreras y zapatos de punta así que muchas veces parecen niños jugando a probarse la ropa de sus hermanos mayores, luciendo un aire a veces grotesco.
En todo eso te fijas sentado en la mesa pues no puedes hacer más, ni tan siquiera hablar con los que están a tu lado ya que el volumen de la música es tan potente que te tapas los oídos. Es inútil levantarse y dirigirse al pinchadiscos para que te dé un respiro. Intentas hacerle comprender que no quieres que te vibre el cerebro con la letra de "Revlon Charlie", el último éxito camboyano dedicado a una colonia de hombre. En el preciso momento en que te vuelves a sentar en tu silla vuelve a girar el mando y suben los decibelios.
Por fin somos diez en la mesa (si nos juntamos más a alguno le parecerá inmoral) y llega la comida. Deliciosos aperitivos entre los que tan sólo llegas a distinguir cacahuetes pues el resto parece sacado de un documental de La 2 de extraños alimentos. Al menos tienes el vaso lleno de hielo hasta rebosar (fórmula cortés camboyana) y ya te han traído algo de beber. Hay que tomárselo con calma ya que irán saliendo bandejas y más bandejas. Es un festín y más en un país donde hay tanta gente pobre. El último plato, y como excepción al día a día, es arroz. Y de postre, como regalo, un paquete de galletas rellenas. Sí, de esas que compras en el súper cuando quieres picar algo.
Entre tanta comida, tragos de cerveza. Tragos largos, muy largos y larguísimos, con algún que otro sorbo corto para moderar. Tragos que se beben una cerveza de un litro de un tirón. Se trata de "beber cuánto puedas, lo más rápido posible durante el mayor tiempo posible". Es decir, pillar tal borrachera que luego se pasan la tarde durmiendo. No saben beber de otra manera y no paran de brindar entre ellos, y alguna vez con alguna mujer, para así beber más.
Sinceramente, puede escupir porque en el suelo ya que entre el barro (ayer llovió), la paja, las botellas, latas y papeles un escupitajo no supondrá que tengan que ponerse a limpiar.
Han pasado ya 2 horas y es el momento de depositar nuestro regalo (un sobre, que te dan en la misma boda, para que pongas el dinero dentro) en la urna de alpaca e irnos. Por fin se acabará la música de unos altavoces más altos que yo y podré descansar.
Por favor, ¿Cuánto falta para que empiece otra vez la temporada de lluvias?
miércoles, 7 de noviembre de 2007
¡Qué mono!
No tendrá más de dos años y está plácidamente dormido estirado ocupando poco más de un asiento, vestido sólo con una camiseta y un pantaloncillo viejos. ¿En qué habrá pensado para decidir que yo soy el tipo más adecuado para ocuparme del niño? No importa mucho porque esto parece ser muy camboyano. Tanto es así que los niños se van con el primero que les da la mano, acostumbrados como están a que sean muchas las personas las que, en un momento dado, les cuidan. Sin embargo, al cabo de un par de minutos, en los que el niño ha seguido durmiendo y yo aún no me he levantado de mi asiento, llega un niño mayor. Mayor porque es de más edad que él pero apenas levanta un metro del suelo ya que debe de tener, como mucho, cinco años. Aliviado con este súpercanguro me decido a bajar del autobús para estirar un poco las piernas.
El canguro y yo ya nos conocemos, el roce hace el cariño, o las ganas de enviarle a sentarse en la otra punta del autobús. Incluso la física camboyana ha encontrado su límite intentando hacer encajar nueves cuerpos en cinco asientos por lo que a él le ha tocado sentarse en el suelo, en el escalón que hay delante de la última fila, obligándole a asirse a los reposabrazos de los asientos de los de la penúltima fila. Uno de ellos es el mío y cada dos por tres noto su mano debajo de la mía, o encima, o apoyándose contra el reposabrazos, o indistintamente contra mi cabeza o mi hombro. Al principio me callo pero, cansado de no descansar, le pido que no se apoye tanto. Finalmente parece que hemos llegado a un acuerdo no escrito ni hablado de no molestarse el uno al otro e incluso me sonríe.
Y me sonríe cuando levanto la vista del libro y miro como los dos, el mayor y el pequeño, juegan. Y sonrío yo también. Allí, en medio, del autobús lo que parecen ser dos hermanos (eso sería una suposición demasiado occidental) se ríen, se sacan la comida de la boca el uno a lo otro y se la ponen en la propia, se ríen y se divierten sin importarles en absoluto las incomodidades.
Vuelvo a mi libro hasta que un sonido me fuerza a volver a mirarles. Estoy convencido: eso ha sido un pedo, una flatulencia, una ventosidad, un cuesco. Llámese como se quiera pero sonoro y maloliente. Si el ruido es proporcional al descanso que habrá sentido entonces es mejor que un masaje a cuatro manos.
Risas. ¡Qué mono el niño! (si fuese alguien mayor se me ocurrirían otros adjetivos como guarro, cerdo, gorrino, puerco, cochino antes que mono). Pero ya no parece tan mono cuando al mirar para abajo, al piso, nos damos cuenta que junto al pedo ha aparecido, marrón y vulgar, una cagada. Sí, allí en medio, bueno, en medio dura un momento porque con los zarandeos de su hermano acaba pisándola y su pequeño pie hace de espátula esparciéndola un poquillo. Nada, allí, a medio metro de mí.
Porque no, en este país no hay pañales. Los pañales son caros así que durante el tiempo que el niño no aprenda a aguantarse sus necesidades las dejará allí donde esté. ¡Qué invento los pañales!
Las ventanas se abren y las cabezas se asoman por ellas buscando un poco de aire no tan fétido. La marcha continúa hasta que el olor lo inunda todo y el ayudante del conductor llega hasta las últimas filas para ver qué ha pasado. Su cara no refleja la famosa sonrisa camboyana y manda al chofer pararse.
La madre saca una bolsa de plástico y junto a su hijo y ayudados los dos por un cromá (pañuelo típico camboyano) se ponen a limpiar las heces de ese niño tan mono, al que tras mirarle el pandero deciden que no hay que limpiarle más (será un niño muy limpio, pienso yo). Parece que ya han acabado y dejan el cromá y la bolsa, anudada, eso sí, en el suelo, como si la tela impregnada no oliese hasta que el ayudante con voz de sargento les dice que lo tiren fuera: se abren las puertas del autobús y afuera se fue. (nota aparte. Eso es lo primero que ves bajar del autobús en cualquier parada: la basura lanzada a través de la puerta aunque una vez abajo haya, de milagro, algún container). Pero sólo han tirado la bolsa ya que la madre se resiste a desprenderse del cromá. Casi empiezo a creerme que estos hacen desaparecer los olores pero no cree lo mismo el sargento-ayudante que también le ordena deshacerse de él. Tras unos repasillos más aquello parece que está limpio. Pero no. Falta el remate final. Falta pulverizar muy abundantemente con insecticida. Tanto que los que estamos al lado (en todo este rato nadie se ha levantado de su asiento) empezamos a asfixiarnos. Ya no sé si es peor el remedio o a la enfermedad.
Y todos me miran y se ríen como si yo fuese el único al que le molestase el olor de la mierda de un niño tan mono.
¡Vamos, que llegamos tarde! grita el chofer para dar por concluidas las tareas de limpieza, como si esperar un minuto más fuese a añadir mucho a nuestro ya retraso de cuarenta minutos.
Y vuelvo al libro, y los niños a jugar, y la música a sonar. Todo como antes, como si nada hubiese pasado, pero con las ventanas aún abiertas y sin ningún cromá más de recambio.
martes, 6 de noviembre de 2007
Día mundial contra las bombas de racimo
Impulsados por el Cluster Munition Coalition (http://www.stopclustermunitions.org/), movimiento civil internacional que agrupa organizaciones civiles y no gubernamentales de desarrollo, y del Servicio Jesuita, quien lidera la campaña en Camboya, la Prefectura Apostólica de la Iglesia Católica en Battambang ha querido, a través de la decisión de Kike, el Prefecto Aspostólico, apoyar este movimiento global, por estar muy vinculado a la lucha contra las minas antipersonal.
Las bombas de racimo (conocidas en inglés como “cluster bombs”) son bombas que una vez en el aire abren su coraza para esparcir cientos de bombas más pequeñas del tamaño de una mano, los racimos, sin dirección y control alguno explotando y causando daño haya donde caigan, afectando mayoritariamente a la gente corriente. Sin embargo un porcentaje elevado de estos racimos, entre el 5% y el 30% según el modelo, no llega explotar esperando en el suelo para matar a mutilar a quien las recoja, actuando de este modo como minas antipersonal.
El gobierno camboyano, involucrando oficialmente en este proceso desde el principio, expresó esta misma semana través del Rey, Norodom Sihamoni, su deseo de que se incluya “asistencia a las víctimas, limpieza del terreno y sensibilización al riesgo”. Desde Camboya, fuertemente bombardeada con este tipo de bombas durante la guerra de Vietnam y con millones de minas aún por desactivar, ha surgido el testimonio de miles de víctimas.
En la sede de la Prefectura se organizaron por la tarde bailes tradicionales camboyanos y una conferencia abierta al público para dar a conocer qué son las bombas de racimo y en qué países se han utilizado,. Channneng, un chico de 19 años mutilado de ambas piernas y un brazo, testimonio cruel del uso de explosivos, participó en las lecturas entre otras personas discapacitadas. Así mismo Bopha, una bailarina de 14 años vestida de paloma de la Paz, manifestó estar “muy contenta de bailar por la paz en Camboya en el mundo entero”. Alrededor de 300 personas asistieron al evento, entre ellas un gran número de niños, quienes corren un gran riesgo al confundir los racimos explosivos con juguetes.
Más tarde se hizo participar al público mediante concursos, preguntas sobre qué son las bombas de racimo y rellenado en palomas de papel sus mensajes de esperanza. El evento finalizó, entre cantos, con la liberación de palomas de la paz y de globos a los que se engancharon las palomas con los mensajes escritos.
Mientras, a tan sólo 400 metros, ingresaba en el hospital de Emergency una nueva víctima de mina: un hombre joven, padre de dos hijos, vecino de Chem, una mujer también mutilada de mina que trabaja en la Prefectura.
P.D.: El día 28 de noviembre, en Barcelona, y el 29, en Lérida, daremos Kike, Channeng y yo unas charlas sobre las bombas de racimo en El CaixaFoum.
Siempre he sido pacifista pero nunca me consideré militante activo pues, como nos pasa a todos, esto me caía muy lejos. Sin embargo, aquí se te remuevan las tripas y no puedes evitar estar de acuerdo.
martes, 30 de octubre de 2007
En el mundo de los olvidados
Aquí, la miseria instalada en chozas de madera y paja en la que viven muchas familias no concede tregua y la tradición enseña a tener que ganarse el plato de arroz por uno mismo desde que se tiene uso de razón. Aquellos que en los infortunios de la vida hayan sido desprovistos de aquella o de su capacidad de ayuda no pueden esperar encontrar consuelo. La pobreza, permanente desde hace muchas generaciones, no lo entiende y únicamente enseña valores que no son poco más que brusquedad en el trato.
Peah, doce años de vida encogidos en cuclillas que apenas la levantan cuarenta centímetros del suelo, extraña a todo y a todos y a una altura a la que incluso los perros la miran desde arriba y tan sólo unos pollos sarnosos, desplumados y escuálidos lo hacen de frente desde su cercano nido pulgoso. Incluso se adivina un resquicio de desprecio en su mirada al ver como ese ser, que ya no humano, coge, mastica y traga piedras como si de un animal se tratase, ante la indeferencia de sus padres, abuelos y hermanos, que perdieron hace tiempo la condición de próximos para convertirse en distantes observadores.
El llanto monótono, cansado y débil de quien ya no tiene fuerzas para llorar revela las horas pasadas en ése su rincón, que hace de gallinero y trastero, mal vestida con una falda para niñas de su edad pero que a ella le queda tan grande que parece un muy largo poncho que ir arrastrando. El verde intenso y dorado de los dibujos no puede ocultar la suciedad acumulada durante semanas que se intercambian la tela y su cara al limpiarse, constantemente, los mocos y sus ya escasas lágrimas. Así pasa los días, entre oídos sordos de aquellos que la rodean, acostumbrados ya a un ruido continuo que el cerebro ya no pierde tiempo en escuchar, como quien cambia de canal ante anuncios incómodos y crueles.
Peah enseña que el más necesitado no es aquel que no tenga casa, ni agua corriente, ni comida o educación sino aquel que ha sido desposeído de su condición humana por sus iguales, al que le han quitado ese trato sin preguntar, llevándose con ello el afecto y el cariño y quedando reducido a un mero ser viviente a la espera de acabar sus días sumido en la desesperanza cuando su único pecado capital, condenada ya a vivir muerta, es ser discapacitada mental como si la culpa y la elección de tal ofensa hubiesen sido decisión suya.
Todas son caras de extrañeza y sorpresa al sentarme junto a ella, acariciarle la cabeza, sus mejillas, una de ellas con una gran cicatriz causada por el fuego, como si el castigo de la discapacidad no fuese suficiente, y agarrarle las manos haciéndole sentir que estoy ahí. Sus “próximos” se mantienen distantes y ni tan siquiera los perros se atreven a acercarse. Al besarle la mano, en la que toda la superficie de piel está cubierta por roña, barro y tierra me mira sorprendida por primera vez a los ojos, temerosa durante todo este rato, y es posible creer que, seguramente, es la primera vez la han besado.
A medida que se apagan sus quejas aumenta mi enfado; me hierve la sangre y se me sulfura el ánimo ante tanto desprecio y olvido. Quisiera gritar y escupirles a la cara palabras de desdén infinito y conseguir, siquiera por un momento, rebajarles a una altura a la que incluso las gallinas les mirarían desde arriba. Quisiera, cabreado hasta el alma por la rabia, denunciar y sacudir los cuerpos y las conciencias de aquellos que la rodean y de gobernantes corruptos e insaciables que tienen, supuestamente, el mandato de ayudarla y que con sus corruptelas sólo la mantienen en la pobreza, porque no es posible sumirla más en ella. Pero su familia, impulsada por la hambruna y la necesidad, justifica algo que no entiende como injusto con una falta de tiempo para hacerse cargo de alguien desvalido.
La pongo de pie, quiero que mire a sus hermanos a la cara y no desde abajo, y la siento con nosotros. Pero los llantos vuelven a su garganta y, autómata, se levanta para caminar torpemente y volverse a su rincón entre pajas, pollos, piedras y sombras dónde parece sentirse menos incómoda. Son doce años de indeferencia. Demasiados.
¿Cómo es el hombre capaz de tal denigración? ¿Por qué nosotros hemos tenido la suerte de evitarnos este olvidado mal trago? ¿Es esta la auténtica naturaleza humana? Sé que no porque el trabajo diario de ayuda a discapacitados físicos y mentales que lleva a cabo el equipo de trabajadores sociales (algunos de ellos mutilados de mina) para restaurarles su dignidad y derechos y las sonrisas de los casi cuarenta niños también discapacitados que viven en mi mismo centro así me lo han demostrado.
domingo, 28 de octubre de 2007
Un día de campo
El día ha amanecido cargado de una lluvia intensa y fresca que, aunque bienvenida y deseada en las horas de sueño, es maldecida y odiada con el volante en las manos. Me quedo en la cama intentando alargar el descanso todo lo que pueda evitando el gimnasio y el calzarme las zapatillas de correr. Un copioso desayuno me sirve para cargar fuerzas mientras espero que lleguen los visitantes que son la causa de mi excursión.
Iremos a Prey Thom, un poblado a poco más de sesenta kilómetros de Battambang, rodeado de terrenos infestado de minas, del que vienen tres niños mutilados que viven en nuestro centro y en el que estamos llevando a cabo un proyecto de desarrollo rural y al que se tarda en llegar, según plazca a la Diosa Naturaleza y al tráfico de camiones, entre una hora y media y tres horas. La carretera ofrece vistas preciosas de campos inacabables de verdes de intensidad inefable entre aldeas olvidadas de casas de madera y paja. Pero tan sólo esporádicamente veo todo lo me rodea porque los baches en la carretera atraen mi atención cual agujeros negros con la materia: no hay manera de escapar de ellos.
Y al llegar la visita sigue lloviendo. Y sigue también una hora más tarde cuando toca partir.
Cómo medida de precaución llevo el depósito lleno, doscientos dólares en el bolsillo (la mitad en moneda camboyana ya que en el campo no tendrán cambio de billetes grandes) y a un compañero camboyano de trabajo, Cheat, para que nos eche un cable en el remoto caso de que sea necesario. El restaurante en el que comprar comida y agua para llevar es nuestra última parada antes de enfilar definitivamente la marcha. Somos 5 personas en total: 1 camboyano y 4 españoles.
Empiezo a oír los comentarios jocosos sobre los baches y botes de mis compañeros españoles, neófitos en los caminos rurales. Con un "esta es la mejor parte" les aviso de que aún es pronto para quejarse más. Me parece que he pasado demasiado tiempo entre cráteres y baches porque tengo la impresión de que la carretera está bien.
Una hora y media de tormentas y sacudidas después llegamos a Camping Pui, un embalse artificial en el que la luz del sol riela en el agua entre nubes grises y amenazantes dejándonos embelesados. Haciendo un alto en el camino aprovechamos para comprar y comer semillas de flor de loto y así matar el hambre y el tiempo. Hemos recorrido treinta kilómetro y ya estamos a mitad de camino. Tan sólo falta rodear el lago y ya habremos pasado lo peor. Como aquí no ha llovido tanto en poco más de veinte minutos ya hemos pasado por ahí y enfilamos un camino más recto y sencillo que nos permite acelerar.
Sin embargo, al cabo de poco rato asoman puntos extremadamente embarrados que nos obligan a parar para estudiar el lugar idóneo de cruzarlos. Conducir un bicho de casi tres mil kilos con la reductora, en primera marcha, el motor a casi cinco mil revoluciones (su tope) y patinando y coleando cómo si estuvieses pisando mantequilla te dispara la adrenalina. Estoy convencido de que me he ganado mi diploma de conducción de cuatro por cuatro.
Pero todo lo que sube, baja y vuelves a la realidad de las dificultades en las comunicaciones y experimentas por ti mismo lo que supone vivir así, teniendo que emplear 2 horas en recorrer cuarenta kilómetros. ¿Qué haces si te coge un ataque de apendicitis? ¿Cuánto crees que tardará el 061?
Así que pasa lo que llevabas temiendo todo el día. Te lo han preguntado por la mañana y aunque no eres supersticioso eras reticente a responder: "¿Te has quedado alguna vez encallado en el barro?" Un "hasta ahora no" intenta evitar una rotunda negación que llame a gritos a la mala suerte. Pero, al igual que las diarreas, esto es algo por lo que tenías que pasar en tu experiencia camboyana y no hay prevenciones lingüísticas que lo puedan evitar. Resultado: Estás encallado.
Las cuatro ruedas del cuatro por cuatro, que ahora es un cero por cero, parecen girar como un torno, que se mueve rápidamente pero que, quedo, no va a ningún sitio. El barro no es más que agua saturada en arena que se hunde bajo tus pies y los voluntariosos empujes de mis acompañantes resultan vanos y no mueven nuestro encallado transporte ni un ápice. Y tras un buen rato de esfuerzo baldío aparecen los primeros campesinos que no hacen más que mirar como nos desgañitarños y nos reímos hasta que, viéndonos impotentes, pedimos ayuda a otro grupo, más numeroso, que también pasa por ahí.
Ahora somos unas 10 personas pero aquello sigue siendo inútil y decidimos que es hora de utilizar un tractor. En un principio no es posible porque no tiene combustible, a lo que sugiero que podemos sacarlo de nuestro depósito (Javi, has hecho bien en llenar el depósito hasta arriba). Sin saber el porqué, y después de haber sacado el tapón del mismo, parece que ya no hace falta. Hago un amago de averiguar el por qué pero desisto ya que saberlo (si es que llego a saberlo) no me servirá de nada y me supondrá perder tiempo.
Mientras van a buscar el tractor (no, nadie sabe cuánto tardarán) me sube a la parte trasera del todo terreno, que es abierto, para comer. A pesar de que reconozco que no es lo más bueno me como ávidamente arroz frito con verduras volviendo a pensar por enésima vez que las raciones camboyanos son de chiste de lo pequeñas que me parecen. Me he vuelto a olvidar de pedir dos.
Y entre bocados y risas u imaginación recrea un tractor de gigantes ruedas y motor potente con una cabina en lo alto para el piloto. ¡Baja de las nubes, piloto de rallys! Un motor algo más grande que un cortacésped de largos mangos con los que controlar las marchas y el gas y un par de ruedas metálicas es tu servicio de grúa. Y el cable que une tractor y coche está formado por un par de cuerdas atadas a cada extremo de un tronco.
A la quinta vez que se rompe la cuerda alguien pregunta "Nos vendrán a buscar ¿no?". A ver, déjame que piense, ¿Alguien ha oído hablar del Real Automóvil Club de Camboya? Me parece, sólo me lo parece, que aquí no hay ningún R.A.C.C. así que hay que seguir empujando. Además, ¿algún teléfono tiene cobertura? ¿Hay por ahí algún punto kilométrico que indique el número de carretera y la posición exacta? La respuesta obvia a esas preguntas es una clara invitación a cavar.
Tras haber puesto hojas, maderas, algún tronco pequeño y alguno más grande (ante nuestras atónitas miradas parecemos entender una de las posibles causas de la deforestación de este país: La facilidad con la que cortan uno o dos árboles de tamaño medio para sacar un coche del barro) hay que pasar a remedios más contundentes. De repente un par de camboyanos, estirados en el suelo y rebozándose en el barro, alzan el coche con un gato para poder sacar el barro y poner, en su lugar, algo con más agarre.
Ver a un tipo que no conoces de nada embarrarse de tal manera para hacer tu trabajo por tu dinero te hace verte cómo un tipo colonialista ya que sabes que no le pagarás, ni remotamente, lo que tendrías que pagarle a otro occidental para que lo hiciera.
Finalmente tras dos horas y media de empujar, cavar, acelerar, maldecir y reír conseguimos sacar el coche. Y aún nos quedan 15 kilómetros.
Llegamos a Prey Thom, bajo una tremenda cortina de agua, tras 5 horas y tan sólo 65 kilómetros.
Como está anocheciendo ya la visita es breve y hemos de enfilar el camino de vuelta. Nos recomiendan un camino alternativo que está mejor. A saber, mejor significa que seguramente, que no quiero decir seguro, no nos quedaremos encallados. En ningún momento se refiere a que sea menos bacheado y más rápido. Es un concepto que nos queda bien claro entre vuelos en los asientos, golpeos al techo y sacudidas en la espalda.
Un camión encallado en la parte "buena" del camino hace que tengamos que pararnos, de nuevo. Esta vez tengo que acelerar y pasar deprisa ante el riesgo de volver a embarrancar. Pero tanto acelero que acabo en un borde del camino y el coche se desliza hacia un badén. Una raíz se interpone en la trayectoria de la rueda delantera y evita que me vaya para abajo. Si me caigo, pasamos la noche aquí. Nadie te lo ha dicho pero sabes que no serás ni el primero ni el último en quedarse tirado en medio de algún camino. Tampoco me preocupa en exceso pues llevas dinero, chapurreas jemer y llevo a un camboyano, aunque tampoco me hace gracia. Y éste es el camino bueno.
Con algo de suerte y un poco de pericia conseguimos salir esperando que sea la última dificultad del día. Al cabo de poco pararemos porque necesitamos descansar algo ahora que ya es noche cerrada.
Me ha parecido distinguir una casa conocida en este camino que desconozco. Estoy casi seguro de saber dónde estoy. Me paro, salgo del coche, abro la puerta de la tienda y ahí, comiendo sobre una mesa y con algo más de pelo me lo encuentro. El padre me saluda efusivamente. ¡Es Titi! El niño de 3 años que lleve al hospital para que le curaran la herida. Ya no le queda rastro alguno de la herida más que una calva redonda en la que tal vez no crezca más pelo ya. Pero es lo de menos.
En un principio no me reconoce pero, al sentarme a su lado, se acomoda en mi regazo y me agarra los brazos y las manos. El padre no quiere dejarnos pagar nada de lo que compremos en la tienda, a lo que nos negamos. Se dirige hacia mí y me pregunta: "Bong (hermano mayor) ¿Cuánto tiempo estuviste en España?" ¿Cómo sabe él que yo estuve en España? No recuerdo haberle dicho nada. Me cuenta que se presentó con su mujer y sus dos hijos en la Prefectura, donde trabajo, con una gran bolsa llena de naranjas para ¡darme las gracias!
La bolsa, en la que tal vez haya unas 40 naranjas, vuelve a aparecer mientras nos ofrecen algo de beber. Las cervezas también aparecen en la mesa como por arte de magia entre risas y brindis al ritmo de "salud". Tengo más que suficiente pero me piden que me quede porque me quieren dar una bolsa aún más grande y nos quieren invitar a cenar.
Mientras, iluminados por la débil luz de una sóla vela, Titi se sienta en mi rodilla y me coge la mano para posarla en su pierna apoyándose contra mi pecho. ¡Esto sí que es una recompensa! A pesar de que el sueño le cierra los ojos y le ladea la cabeza se niega a irse a dormir.
Muy a pesar nuestro, y entre refunfuños de la mujer, que se ha puesto a cocinar, y los nuevos brindis de los hermanos del padre allí presentes, tenemos que irnos. Son las siete de la tarde y aún nos quedan más de cincuenta kilómetros.
Entre baches y más baches, en medio de la oscuridad y el silencio total recorremos los siguientes veinticinco kilómetros en una hora y media. Lo que en un principio era algo divertido y aventurero ya cansa y las caras denotan las ganas de llegar a casa o, al menos, a una carretera asfaltada (da igual que esté mal asfaltada pero que esté asfaltada). Me piden que no diga cuánto queda porque la espera se hace eterna. El final llega tras treinta y dos kilómetros y dos horas desde que dejamos a Titi.
Curiosamente son los últimos veinti y pico por la deseada y recta carretera asfaltada los que se hacen más largos. Si no fuese por el temblor del volante, el rechinar de la estructura metálica trasera y el olor a humedad y barro del interior, heridas inflingidas al coche, seguramente también sucumbiría al sueño. El silencio es casi total, apagada ya la radio tras escuchar infinidad de veces las mismas canciones.
Han sido casi diez horas de viaje de las que hemos pasado unas nueve dentro del coche para recorrer ciento cuarenta kilómetros entre el barro que, aunque duros, han merecido sobradamente la pena y que al menos, espero, hayan servido como respuesta a la pregunta de "Por cierto, Javi, si tan fértil es la tierra ¿por qué no exportan más sus cultivos?"
jueves, 25 de octubre de 2007
¿Srei o Coun cromom?
Luke y yo ya hemos sufrido en nuestros oídos decenas de bodas y nuestras ojeras son la mejor muestra de ello. Falta Ani, que acaba de llegar y la que queremos integrar rápidamente en la cultura camboyana por lo que no encontramos mejor manera que pararnos y decirle que vamos dentro. Además aprovecharé para sacar unas cuantas fotos. Con todo esto los camboyanos no tienen problema alguno. Es más que un blanco se junte con ellos durante la celebración parece subir el caché de los novios. Así que con 2 barranes y una blanca y guapa occidental parece que les ha tocado la lotería.
Al acercarnos a la entrada se nos ponen a hablar y en mi rudimentario jemer le pregunto a uno de ellos donde está la mujer (no, no sé como se dice novia a pesar de llevar 7 meses aquí) y nos indican que subamos al piso superior. Seguramente, pienso, está cambiándose en uno de los tantos vestidos que tiene que vestir para demostrar la riqueza de la pareja.
Para no quedar mal me dirijo a uno de los adultos que sostiene una gran copa entre sus manos, llena de billetes, y en la que gente deposita sus regalos, para darle algo de nuestra parte.
Al novio no se le ve por ningún lado.
Tras descalzarnos y dejar las sandalias encima de otros muchos pares ascendemos y lo primero que me llama la atención es la cantidad de beatas que hay y el olor a incienso. Las beatas son mujeres ancianas que se afeitan la cabeza y visten de blanco. Vienen a ser, salvando muchas distancias, las monjas budistas.
Me precede Ani, quien al atravesar el linde se voltea hacia mí y me mira extrañada pero sin decir nada pues no sabe cuales son las tradiciones camboyanas. Con sus ojos parece querer interrogarme si estira de la manta. ¿Cuál será la sorpresa? y ¿Por qué hacen eso?
Pero al entrar yo entre camboyanos sonrientes y con mi cámara colgando en el costado nos damos cuenta rápidamente de lo que pasa: ¡Estamos en un funeral!
¡Ani, por favor, no tires de la manta! Como un rayo sale de la habitación entre camboyanos con la sonrisa dibujada en sus rostros y beatas de labios radiantemente rojizos. Luke ni siquiera ha llegado a entrar y cuando le digo lo que pasa no podemos evitar que se nos escape alguna carcajada por lo bajo con Ani ya al pie de la escalera.
¡Y los camboyanos insistiéndome en que saque fotos y rogándome que me quede para contarme la historia de la fallecida mujer de 75 años!
Ya decía yo que algo no me cuadraba: no se oía música por ningún sitio a pesar de los altavoces.
Pero por el resto todo es igual que en las bodas.
Y aunque nos vamos precipitadamente, sobretodo para no reírnos por esta forma tan intensa y equivocada de empapar a una recién llegada en la cultura, el hombre del micrófono no para de darme las gracias con mil sonrisas por mi, reconozco, escaso donativo.
Ahora ya estoy advertido de que no es lo mismo preguntar por la srei (mujer) que hacerlo por la coun cromom (novia).
miércoles, 24 de octubre de 2007
¿Por dónde empiezas?
Falta de agua potable, suciedad ingente, falta de recogida de basuras, niveles de abandono escolar tan altos que piensas que parecen erróneos, una de las mayores tasas de mortalidad infantil de entre niños de 0 y 5 años más alta del mundo así como de madres durante el parto, malnutrición, una tasa de pobreza del 40%, una de los primeros puestos en la negra lista de países más corruptos del mundo, puesto 55 de 122 en los países con mayor desigualdad del mundo y subiendo puestos rápidamente, inseguridad jurídica a raudales, falta de higiene y atención médica, prostitución infantil, alta propagación del VIH y de la tuberculosis, etcétera. Y así podría seguir y seguir pues las necesidades de reforma de un país tercermundista, llamado eufemísticamente país en vías de desarrollo, son enormes. A quien haya estado en uno de ellos no le sorprenderá en nada esta lista.
Y cuándo llegas, te preguntas ¿por dónde empiezo? Pues por el principio y aplicando el dicho de quien mucho abarca poco aprieta. Soy consciente de que mi presencia aquí no es más que un granito de arena y que se tardarán años en ver los resultados. No seas impaciente, olvídate de los proyectos bien planificados a corto plazo de tu trabajo pues aquí no tienen sentido. Cambiar hábitos a base de educación requiere de mucho esfuerzo y tiempo. Tanto que muchos acaban quemados porque vivir durante años con la frustración drena las reservas de esperanza y por eso es de admirar la obra de los que a pesar de llevar tantos monzones a las espaldas siguen sonriendo, confiando en el futuro y animándote.
Muchas veces lo has oído en la tele o en la radio pero hasta que no lo ves no lo crees. ¿Cuál es la primera necesidad humana? Si no la puedes cubrir ya te pueden venir con cuentos sobre desarrollo. Sí, es comer. Hay que ver como me puedo poner cuando el estómago me ruge reclamando que lo llene. No consigo concentrarme en nada más que no sea en llevarme algo a la boca. Y eso que muchas veces se trata de tomarse algo tan necesario como la merienda.
Pues ahí empieza la trampa de la pobreza: Si no tienes qué comer sólo te puedes dedicar a sobrevivir y no puedes ni quieres pensar en educarte y poder liberar tu mente para cosas tan lejanas como montar un negocio. Y el hambre no distingue de sabores y así comes cualquier cosa que mueve y cualquier tallo verde y flor colorida que te proporcione el campo.
Junto al agua va la comida. No tengo estadística alguna para saber cuanta gente tiene acceso a agua potable pero ni hace falta ni me apetece buscarla. Si el 80% de la gente vive en el campo sé que, por lo menos, el 80% de la población no tiene agua potable. Y no tener agua potable significa depender que la impredecible naturaleza te llene tus botijos de agua para no tener que ir a buscarla, como sucede en los insufriblemente secos meses de la temporada seca, a charcos de agua estancada y verdosa que se van secando o, si eres afortunado, a pozos con agua contaminada de arsénico.
Oye, con esta dieta tan equilibrada ¿cómo es posible que enfermes? Acidez de estómago, fallos hepáticos agravados por cantidades ingentes de vino de palma ingeridas durante años, hipertiroidismo, malnutrición crónica e infecciones intestinales. Y la guinda a este pastel lo pone un poco de dengue y otro tanto de malaria.
Y , entonces ¿qué haces? Pues no te queda otra que entrar en la rueda de la deuda. Y cuando entras ahí no sales. Aquí el banco no es más que el recurso de unos pocos y el prestamista de turno no se deshará en amabilidades como esos sonrientes empleados de los anuncios. No, aquí, de media por cada 100 dólares que pides has de devolver al mes siguiente 110. Es decir, ¡todo más un 10% mensual! Mmmm, eso es el euribor más ¿cuanto? No creo que a ese interés se vendiera un solo piso en España.
Lluego pasa lo que pasa: niños que no van a la escuela porque han de trabajar para poder comer y pagar las deudas familiares, o porque no tienen dinero para pagar el dinero de las clases de repaso que exigido el mal pagado profesor forzado a utilizar ese remedio, padres que emigran cada uno por su lado a Tailandia dejando los niños al cuidado de quien sabe quién, reutilización de los preservativos (sí, aunque suene increíble se lavan y se reutilizan para no estar comprando más), gente forzada a vender la tierra para hacer frente a los pagos y convirtiéndose en indigentes, y una plaga de iliteratos yéndose a la capital soñando en emular lo que ven en la tele quedando a merced de cualquier trabajo y que acabarán, muchos de ellos, mendigando más de lo que lo hacían en el campo y gente expulsada por no poder demostrar la propiedad ante un juez corrupto untado por las mafias.
Pero para aquel que ya está contra la pared no queda otra opción que tirar para delante, avanzar e intentar, con la ayuda de todos lo que seguimos creyendo y educación y más educación, volver a levantarse para ésta vez caminar más decidido y conseguir, al final, como hacemos nosotros mismos sin apercibirnos, andar independiente y seguro sin tener que ser un valiente a cada vez.
martes, 23 de octubre de 2007
Cuestión de estatus
No puedo evitar mirar al chico de arriba a abajo y pensar que estamos yendo en un autobús y no en uno de esos tanques móviles que tanto se ven por aquí, por qué cuando más grande y brillante mejor, y que su móvil no es ninguno de última generación como para que vaya aleccionando a la gente con su estilo, gracia y fortuna.
Y ello me hace pensar en cómo en Camboya es muy importante la demostración del estatus de cada uno que se demuestra, básicamente, a través del teléfono y del coche.
Las calles están plagadas en sus aceras de tiendas de móviles relucientes y enormes coches, muchos de ellos 4 x 4, que también saturan el tráfico.
La respuesta que le doy no la entiende pues le digo que mi teléfono aunque viejo es robusto, funciona perfectamente y la batería me aguanta unos 4 días al no tener ni colores ni sonidos polifónicos, y que no necesito más. Y me contesta que sólo cuesta unos 100 dólares. Y cuando le pregunto cuánto cobra me contesta que un poco más de 100 dólares. ¡Comprarse un teléfono con el salario de un mes! Echando cuentas del salario medio en España sería como comprarse un teléfono de unos 1.250 euros. La verdad es que por ese precio más valdría que hasta me hiciese un masaje y me pasase peliculas como si estuviese en el cine. De nada sirve argumentar, pues no lo entiende, que prefiero gastarme el dineo en otra cosa y que él puede claramente intuir que tengo ese montante ya que un billete de ida y vuelta a España no te sale por menos de 1.00o dólares. Para él tengo que ser pobre por mucho que le dé explicaciones.
Del mismo modo que me han preguntado más de una vez si soy pobre por no querer subirme a un motodop (moto taxi) ya que prefiero ir en el coche de San Fernando, un rato a pie y otro andando.
¿Por qué ir a pie si te pueden llevar? Y ¿por qué ir en moto si puedes ir en coche? Y, ¿por qué ir en coche pequeño cuando te pueden llevar en un mastodóntico 4 x 4? Ésa es su filosofía.
Un par de anécdotas sirven para ilustrar mejor como piensan ellos.
Este verano a una chica que estuvo por aquí le robaron la mochila con bastante dinero dentro en un pueblo pequeño. Al día siguiente una persona que no tenía nada se compró un móvil de ¡400 dólares! Eso sí, luego tendrá que ir tirando de la electricidad de otro para cargar la batería, pero la electricidad ya no forma parte del estatus.
Lo segundo es ver todos esos Lexus, sí, sí, Lexus, 4 x 4 pululando por aquí, con sus ruedas anchas y su coraza que les hace parecer indestructibles. La verdad es que los comparas con algún Porsche Cayene (hoy los he visto por primera vez en la capital) y éste último te parece pequeño y de juguete por lo voluminoso que resulta el otro.
Pues hay que saber que la gran mayoría de esos coches son de segunda mano, legales o ilegales muchos de ellos. Los coches tienen una apareciencia magnífica pues nos se aprecia raya alguna en sus brillantes y cromadas superficies. Pero si te vas algún día a una tienda de coches (y no hablo de concesionarios porque son más bien tiendas multimarca: todo se compra y todo se vende) verás a algún enjuto camboyano en cuclillas lavando, pitando o cromando para que todo reluzca y resalte más. Por unos 10.000 dólares puedes conseguir uno de esos coches de segunda, tercera o "quien-sabe" mano. Y quien no puede con el coche se compra una moto.
Y al pasearte por las aldeas ves chozas, porque a veces a ese habitáculo en el que viven sólo se le puede describir así, y ves motos nuevas de trinca en la puerta y a alguien sacando brillo a un móvil que tiene conexión a internet en un país en el que no hay cobertura móvil de internet y cuyo dueño no puede hacer uso de los cientos de mensajes de texto que te ofrecen las operadoras porque no sabe una palabra de inglés para escribir al menos uno.
viernes, 12 de octubre de 2007
Palpando la felicidad
viernes, 21 de septiembre de 2007
Vida de perro
Inmediatamente no puedo evitar ponerme a pensar en el fiel y leal amigo que tienen mis padres en Barcelona. Reconozco no ser el mejor amo del mundo y comprarle todos los juguetes y ropajes disponibles en la tienda para mimarle pero aparte de eso Scully, que así se llama, baja dos o tres veces al día a la calle, come diariamente su pienso y alguna que otra galleta o sobra, cada mañana recibe sus 10 minutos de caricias para darle los buenos días, duerme cuanto quiere, si enferma el veterinario lo sana y cuando va al campo es más feliz que unas pascuas. Aparte de faltarle alguna perrita con la que echar una cana al aire no es que tenga una vida muy de perro. Es decir, come, juega, duerme y recibe atenciones y cariño. No está mal e incluso alguno podría pensar, estresado por el trabajo, ¡Yo quiero una vida de perro!
Pero en Camboya ves un maloliente pielyhuesos, hogar de pulgas y parásitos, sarnoso, de andares inquietos, mirada insegura, ladridos silenciados, patas finas, cuerpo estrecho, costillas marcadas, áspero pelo, hocico fino, puntiagudas orejas cortas, largo rabo gacho, miedoso desde que le robaron su braveza las pedradas de niños, ancianos, muchachos y adultos, desconocedor de un regazo y del cariño, con más puntapiés en el cuerpo que un balón de fútbol en el patio de un colegio, lleno de cicatrices, recuerdo inborrable de la afinada puntería de los tirachinas de los chavales, olfateador infatigable en busca de su comida diaria y que es lo más diferente a esa mimada mata de pelo limpia, peinada, sana, simpática, cariñosa, fiel y tal vez gorda que tienes ahí, a tu lado, mientras lees este blog a la que llamas perro. Pero éste no es can albarraniego, ni alforjero, ni braco, ni brucero, ni sabueso, ni de ayuda, ni de busca, ni mucho menos lucharniego, ni viejo, ni de casta, ni tan siquiera faldero mas simplemente feo y callejero.
Y al principio cuando vas a correr te ladran, a escondidas de los amos. e incluso alguno te persigue preocupándote y haciéndote pensar en comprarte algún silbato de ultrasonidos que los ahuyente hasta que un día imitas a los camboyanos y levantas la mano haciendo ademán de tirar una piedra provocando en el chucho una estampida como alma que lleva el diablo dejándote claro cómo les tratan.
Aunque peor les trataría el veterinario, por poner un nombre a quien, bisturí en mano, les raja por donde sea necesario, dejándolos tirados en un rincón sin gasas, ni algodones o calmantes.
Entonces un lamento de tu perro te hace volver a la realidad y a la la conversación y no puedes evitar interrumpir con una pregunta:
Lleva vida de perro pero ¿perro de dónde?¿español o camboyano?