domingo, 28 de octubre de 2007

Un día de campo

Otro sábado y un paseo más por la campiña camboyana. Sin embargo no hay rastro de aquellas alharacas alegres que me sacudían el cuerpo cuando en la escuela me anunciaban una de esas excursiones que nos libraban de un día de lecciones pues, sencillamente, no me espera un tranquilo paseo en autobús.
El día ha amanecido cargado de una lluvia intensa y fresca que, aunque bienvenida y deseada en las horas de sueño, es maldecida y odiada con el volante en las manos. Me quedo en la cama intentando alargar el descanso todo lo que pueda evitando el gimnasio y el calzarme las zapatillas de correr. Un copioso desayuno me sirve para cargar fuerzas mientras espero que lleguen los visitantes que son la causa de mi excursión.
Iremos a Prey Thom, un poblado a poco más de sesenta kilómetros de Battambang, rodeado de terrenos infestado de minas, del que vienen tres niños mutilados que viven en nuestro centro y en el que estamos llevando a cabo un proyecto de desarrollo rural y al que se tarda en llegar, según plazca a la Diosa Naturaleza y al tráfico de camiones, entre una hora y media y tres horas. La carretera ofrece vistas preciosas de campos inacabables de verdes de intensidad inefable entre aldeas olvidadas de casas de madera y paja. Pero tan sólo esporádicamente veo todo lo me rodea porque los baches en la carretera atraen mi atención cual agujeros negros con la materia: no hay manera de escapar de ellos.
Y al llegar la visita sigue lloviendo. Y sigue también una hora más tarde cuando toca partir.
Cómo medida de precaución llevo el depósito lleno, doscientos dólares en el bolsillo (la mitad en moneda camboyana ya que en el campo no tendrán cambio de billetes grandes) y a un compañero camboyano de trabajo, Cheat, para que nos eche un cable en el remoto caso de que sea necesario. El restaurante en el que comprar comida y agua para llevar es nuestra última parada antes de enfilar definitivamente la marcha. Somos 5 personas en total: 1 camboyano y 4 españoles.
Empiezo a oír los comentarios jocosos sobre los baches y botes de mis compañeros españoles, neófitos en los caminos rurales. Con un "esta es la mejor parte" les aviso de que aún es pronto para quejarse más. Me parece que he pasado demasiado tiempo entre cráteres y baches porque tengo la impresión de que la carretera está bien.
Una hora y media de tormentas y sacudidas después llegamos a Camping Pui, un embalse artificial en el que la luz del sol riela en el agua entre nubes grises y amenazantes dejándonos embelesados. Haciendo un alto en el camino aprovechamos para comprar y comer semillas de flor de loto y así matar el hambre y el tiempo. Hemos recorrido treinta kilómetro y ya estamos a mitad de camino. Tan sólo falta rodear el lago y ya habremos pasado lo peor. Como aquí no ha llovido tanto en poco más de veinte minutos ya hemos pasado por ahí y enfilamos un camino más recto y sencillo que nos permite acelerar.
Sin embargo, al cabo de poco rato asoman puntos extremadamente embarrados que nos obligan a parar para estudiar el lugar idóneo de cruzarlos. Conducir un bicho de casi tres mil kilos con la reductora, en primera marcha, el motor a casi cinco mil revoluciones (su tope) y patinando y coleando cómo si estuvieses pisando mantequilla te dispara la adrenalina. Estoy convencido de que me he ganado mi diploma de conducción de cuatro por cuatro.
Pero todo lo que sube, baja y vuelves a la realidad de las dificultades en las comunicaciones y experimentas por ti mismo lo que supone vivir así, teniendo que emplear 2 horas en recorrer cuarenta kilómetros. ¿Qué haces si te coge un ataque de apendicitis? ¿Cuánto crees que tardará el 061?
Así que pasa lo que llevabas temiendo todo el día. Te lo han preguntado por la mañana y aunque no eres supersticioso eras reticente a responder: "¿Te has quedado alguna vez encallado en el barro?" Un "hasta ahora no" intenta evitar una rotunda negación que llame a gritos a la mala suerte. Pero, al igual que las diarreas, esto es algo por lo que tenías que pasar en tu experiencia camboyana y no hay prevenciones lingüísticas que lo puedan evitar. Resultado: Estás encallado.
Las cuatro ruedas del cuatro por cuatro, que ahora es un cero por cero, parecen girar como un torno, que se mueve rápidamente pero que, quedo, no va a ningún sitio. El barro no es más que agua saturada en arena que se hunde bajo tus pies y los voluntariosos empujes de mis acompañantes resultan vanos y no mueven nuestro encallado transporte ni un ápice. Y tras un buen rato de esfuerzo baldío aparecen los primeros campesinos que no hacen más que mirar como nos desgañitarños y nos reímos hasta que, viéndonos impotentes, pedimos ayuda a otro grupo, más numeroso, que también pasa por ahí.


Ahora somos unas 10 personas pero aquello sigue siendo inútil y decidimos que es hora de utilizar un tractor. En un principio no es posible porque no tiene combustible, a lo que sugiero que podemos sacarlo de nuestro depósito (Javi, has hecho bien en llenar el depósito hasta arriba). Sin saber el porqué, y después de haber sacado el tapón del mismo, parece que ya no hace falta. Hago un amago de averiguar el por qué pero desisto ya que saberlo (si es que llego a saberlo) no me servirá de nada y me supondrá perder tiempo.
Mientras van a buscar el tractor (no, nadie sabe cuánto tardarán) me sube a la parte trasera del todo terreno, que es abierto, para comer. A pesar de que reconozco que no es lo más bueno me como ávidamente arroz frito con verduras volviendo a pensar por enésima vez que las raciones camboyanos son de chiste de lo pequeñas que me parecen. Me he vuelto a olvidar de pedir dos.
Y entre bocados y risas u imaginación recrea un tractor de gigantes ruedas y motor potente con una cabina en lo alto para el piloto. ¡Baja de las nubes, piloto de rallys! Un motor algo más grande que un cortacésped de largos mangos con los que controlar las marchas y el gas y un par de ruedas metálicas es tu servicio de grúa. Y el cable que une tractor y coche está formado por un par de cuerdas atadas a cada extremo de un tronco.


A la quinta vez que se rompe la cuerda alguien pregunta "Nos vendrán a buscar ¿no?". A ver, déjame que piense, ¿Alguien ha oído hablar del Real Automóvil Club de Camboya? Me parece, sólo me lo parece, que aquí no hay ningún R.A.C.C. así que hay que seguir empujando. Además, ¿algún teléfono tiene cobertura? ¿Hay por ahí algún punto kilométrico que indique el número de carretera y la posición exacta? La respuesta obvia a esas preguntas es una clara invitación a cavar.
Tras haber puesto hojas, maderas, algún tronco pequeño y alguno más grande (ante nuestras atónitas miradas parecemos entender una de las posibles causas de la deforestación de este país: La facilidad con la que cortan uno o dos árboles de tamaño medio para sacar un coche del barro) hay que pasar a remedios más contundentes. De repente un par de camboyanos, estirados en el suelo y rebozándose en el barro, alzan el coche con un gato para poder sacar el barro y poner, en su lugar, algo con más agarre.

Ver a un tipo que no conoces de nada embarrarse de tal manera para hacer tu trabajo por tu dinero te hace verte cómo un tipo colonialista ya que sabes que no le pagarás, ni remotamente, lo que tendrías que pagarle a otro occidental para que lo hiciera.

Finalmente tras dos horas y media de empujar, cavar, acelerar, maldecir y reír conseguimos sacar el coche. Y aún nos quedan 15 kilómetros.
Llegamos a Prey Thom, bajo una tremenda cortina de agua, tras 5 horas y tan sólo 65 kilómetros.
Como está anocheciendo ya la visita es breve y hemos de enfilar el camino de vuelta. Nos recomiendan un camino alternativo que está mejor. A saber, mejor significa que seguramente, que no quiero decir seguro, no nos quedaremos encallados. En ningún momento se refiere a que sea menos bacheado y más rápido. Es un concepto que nos queda bien claro entre vuelos en los asientos, golpeos al techo y sacudidas en la espalda.
Un camión encallado en la parte "buena" del camino hace que tengamos que pararnos, de nuevo. Esta vez tengo que acelerar y pasar deprisa ante el riesgo de volver a embarrancar. Pero tanto acelero que acabo en un borde del camino y el coche se desliza hacia un badén. Una raíz se interpone en la trayectoria de la rueda delantera y evita que me vaya para abajo. Si me caigo, pasamos la noche aquí. Nadie te lo ha dicho pero sabes que no serás ni el primero ni el último en quedarse tirado en medio de algún camino. Tampoco me preocupa en exceso pues llevas dinero, chapurreas jemer y llevo a un camboyano, aunque tampoco me hace gracia. Y éste es el camino bueno.
Con algo de suerte y un poco de pericia conseguimos salir esperando que sea la última dificultad del día. Al cabo de poco pararemos porque necesitamos descansar algo ahora que ya es noche cerrada.
Me ha parecido distinguir una casa conocida en este camino que desconozco. Estoy casi seguro de saber dónde estoy. Me paro, salgo del coche, abro la puerta de la tienda y ahí, comiendo sobre una mesa y con algo más de pelo me lo encuentro. El padre me saluda efusivamente. ¡Es Titi! El niño de 3 años que lleve al hospital para que le curaran la herida. Ya no le queda rastro alguno de la herida más que una calva redonda en la que tal vez no crezca más pelo ya. Pero es lo de menos.
En un principio no me reconoce pero, al sentarme a su lado, se acomoda en mi regazo y me agarra los brazos y las manos. El padre no quiere dejarnos pagar nada de lo que compremos en la tienda, a lo que nos negamos. Se dirige hacia mí y me pregunta: "Bong (hermano mayor) ¿Cuánto tiempo estuviste en España?" ¿Cómo sabe él que yo estuve en España? No recuerdo haberle dicho nada. Me cuenta que se presentó con su mujer y sus dos hijos en la Prefectura, donde trabajo, con una gran bolsa llena de naranjas para ¡darme las gracias!
La bolsa, en la que tal vez haya unas 40 naranjas, vuelve a aparecer mientras nos ofrecen algo de beber. Las cervezas también aparecen en la mesa como por arte de magia entre risas y brindis al ritmo de "salud". Tengo más que suficiente pero me piden que me quede porque me quieren dar una bolsa aún más grande y nos quieren invitar a cenar.
Mientras, iluminados por la débil luz de una sóla vela, Titi se sienta en mi rodilla y me coge la mano para posarla en su pierna apoyándose contra mi pecho. ¡Esto sí que es una recompensa! A pesar de que el sueño le cierra los ojos y le ladea la cabeza se niega a irse a dormir.


Muy a pesar nuestro, y entre refunfuños de la mujer, que se ha puesto a cocinar, y los nuevos brindis de los hermanos del padre allí presentes, tenemos que irnos. Son las siete de la tarde y aún nos quedan más de cincuenta kilómetros.
Entre baches y más baches, en medio de la oscuridad y el silencio total recorremos los siguientes veinticinco kilómetros en una hora y media. Lo que en un principio era algo divertido y aventurero ya cansa y las caras denotan las ganas de llegar a casa o, al menos, a una carretera asfaltada (da igual que esté mal asfaltada pero que esté asfaltada). Me piden que no diga cuánto queda porque la espera se hace eterna. El final llega tras treinta y dos kilómetros y dos horas desde que dejamos a Titi.
Curiosamente son los últimos veinti y pico por la deseada y recta carretera asfaltada los que se hacen más largos. Si no fuese por el temblor del volante, el rechinar de la estructura metálica trasera y el olor a humedad y barro del interior, heridas inflingidas al coche, seguramente también sucumbiría al sueño. El silencio es casi total, apagada ya la radio tras escuchar infinidad de veces las mismas canciones.
Han sido casi diez horas de viaje de las que hemos pasado unas nueve dentro del coche para recorrer ciento cuarenta kilómetros entre el barro que, aunque duros, han merecido sobradamente la pena y que al menos, espero, hayan servido como respuesta a la pregunta de "Por cierto, Javi, si tan fértil es la tierra ¿por qué no exportan más sus cultivos?"


P.D.: Titi, lo prometido: en breve vuelvo a tu casa para comer contigo

2 comentarios:

Anónimo dijo...

cuantas emociones tan distintas en un solo dia verdad? solo pensar que para hacer 60 miseros kilometro te puedas pasar 5 horas... uf! y además el seguro sin asisténcia en carretera incluido...(jeje), vamos que seguro que llega la noche y a la que te hechas en la cama caes como un bendito. Que bonita y emocionante la história de Titi... que agradecida es esa gente, tu come naranjas que para no pillar resfriados van genial!
Besitos

Anónimo dijo...

Javi,

¡Cómo me alegro de saber que Titi está bien! La verdad es que leer esa historia, sabes que me encogió el cuerpo, todavía la recuerdo y se me eriza la piel.

Muchos Besos