Tengo que mirar de frente a la pantalla para escribir estas líneas; aún no puedo girar el cuello del todo sin que me moleste. Aunque aún estoy algo renqueante creo que ya puedo decirlo sin temor a ser pájaro de mal agüero: me he graduado Suma Cum Laude. Así es, con los máximos honores. Lo he hecho todo de manual. ¿El qué? Bueno, de la prueba que antes o después acabas pasando en Camboya: He pasado la peor intoxicación alimenticia que soy capaz de recordar.
Todo comienza de una bonita manera, como en los buenos cuentos, con un auténtico, ligero y, en principio, saludable desayuno camboyano a base de sopa de verduras en un puesto callejero. Todos camboyanos excepto yo. Cansado ya de que digan que los barran (extranjeros) “comemos especial”, dicho esto con sorna, me animé a desayunar el “nom-banchoc”, que ya había probado otras veces y que no me disgusta, aunque tampoco me vuelve loco.
Era un puesto como tantos otros, con unas pocas mesas de metal cubiertas, o no, con un cutre y corto mantel de plástico de rancio color amarillo que sólo se consigue tras años al sol y miles de sopas desparramadas por encima y de baratas sillas rosas, rojas o azul claro de plástico como las que ten encuentras en los conciertos de las fiestas mayores de los pueblos. Aparte está el tenderete principal que hace de cocina con un termo enorme para el agua y las verduras metidas en coladores de plástico que no cuelan nada porque es difícil de creer que alguna vez éstas se hayan lavado. Como de costumbre está la nevera naranja grande para las bebidas, que es como una nevera de coche enorme con bloques de hielo dentro y las latas flotando en el agua que se derrite (eso el día que hay hielo), y la neverita pequeña, a modo de termo frío, para el hielo picado con el que se hacen su particular café frapé inundado en leche condensada. Encima de cada mesa tienes un bote con cubiertos, es decir tenedores y cucharas porque en Camboya no se utiliza el cuchillo para nada, y palillos. A veces, con suerte, te los traen metidos en agua hirviendo como para demostrar que están esterilizados. Y una caja que contiene un rollo de papel higiénico que al ir cortando a pedacitos sirven de servilletas. Como muestra de la confianza en la higiene, venga o no en agua candente, antes de comer cada comensal arranca un trozo y limpia los cubiertos o palillos.
En un plis plas la comida está servida y en un plis plas aún más rápido, sin decir palabra pero no en silencio porque resuenan sonoros sorbidos, ya está todo ingerido. Por poco más de treinta céntimos de euro no puedes pedir mayor rapidez. Yo, del café, paso que no me la quiero jugar con el hielo picado. ¡Qué ingenuo!
Durante todo el resto del día no comí nada más, hastiado ya de que sólo me ofrecieran arroz y más arroz. A la mañana siguiente, ya de vuelta en casa, y justo tras tomar un desayuno mucho más apetecible de pan con tomate y leche con Cola Cao (que guardo como oro en paño) empecé a notar que mi estómago no parecía estar del todo satisfecho. Tan sólo una hora y media después ya estaba echando carreras a lo Carl Lewis para visitar el inodoro más cercano. Al cabo de nada estaba tirado en mi cama, a cuatro metros del lavabo, tiritando a pesar de frío a pesar de los ventipocos grados de temperatura.
Parece ser que lo de jugar a ser médicos es universal y aquí me ofrecieron desde medio gramo de paracetamol hasta casi dos, medicina camboyana a base de succión con ventosas, arroz caldoso con ¡huevo! y masajes en el estómago. ¡¡¿¿Apretarme el estómago??!!¡Pero si ya se aprieta sólo! ¡Cómo me aprietes el estómago, no respondo!
Tras, ¡finalmente!, conseguir un termómetro y ver que estaba a 40 grados decidieron que había llegado el momento de dejar de jugar a ser médicos y llevarme a los de verdad. Yo pensaba que me llevarían a uno regentado por occidentales que es el mejor de aquí pero sólo acepta caso de trauma y nada de gastroenteritis pues tantas hay en el país. Total, acabé en ¡El hospital chino! Por mi cabeza se cruzaron todo tipo de historias desde Tintín el Loto Azul, la leyenda de la turista que va a China con su perro y se lo cocinan para comer hasta auténticas mafias de inmigrantes. Pero yo no estaba para discutir.
El “hospital” chino tiene de hospital lo que mi habitación tiene de ordenada. Es decir, sabes que es una habitación para dormir porque ves la cama y de alguna manera sabes que está ordenada pero jamás la calificarías así a primera vista. Luz de fluorescente, grandes baldosas de colores fríos, metal dorado y un aspecto cutre. Lo primero que hice fue preguntar donde estaba el lavabo por si tenía que volver a dármelas de liebre y salir corriendo. A partir de ahí empezó un conversación a tres y luego a cuatro. En primer lugar me piden mi nombre. Especifico, mi nombre escrito en jemer. Por suerte eso me lo aprendí de casualidad porque siempre son ellos los que escriben sus nombres con caracteres occidentales.
Luego apareció la doctora. Era china. Pero china, china. De las que te cuentan de pequeño y ves en los dibujos animados. Ojos rasgadísimos, piel amarillenta, un retaco y de carácter muy seco. No sabía ni una puñetera palabra de otro idioma que no fuera el chino (y no me preguntes si mandarín o cantonés). Así que yo le hablaba en inglés (no estaba yo para forzar mi cerebro y chapurrear jemer) a la Hermana Ath, que venía conmigo y que habla muy bien inglés y jemer. Ella, a su vez le hablaba en jemer a un tipo que traducía en chino a la doctora. En aquel momento pensaba que era como el juego de boca-oreja en el que se van pasando las palabras rápidamente y lo que se recibe al final no tiene nada que ver con lo del principio.
Lo siguiente fue tumbarme un camastro de metal con una de esas colchonetas de gimnasia que aquí tienen la consideración de auténtico colchón. Y empezó el suero. Yo, ahí tirado, pidiendo ver las agujas y queriendo que todo el material lo abrieran delante de mis narices y que quería medicina de las buenas. Sí, sí de las buenas. En Camboya, según te lo puedas permitir o no, tienes diferentes calidades de medicinas: desde auténticos placebos hasta las producidas por los mejores laboratorios mundiales. La gama es amplia. Una botella de suero más. Y empezaron los pinchazos para que me bajara la fiebre. Y las inyecciones de vitaminas y sales. Otra botella de suero y antibiótico. Pero nada, el menda seguía a 40 de fiebre. ¿De verdad que las medicinas son buenas? Lo de “Made in China” tumbado en un camastro metálico, en esa caja de cerillas con poca ventilación y mal alumbrada no inspira mucha confianza. Por descontado nada de cena. Y por descontado carreras a ese agujero en el suelo que tienen por inodoro con el suero enganchado a una mano y agarrado de la otra. Parece que las medicinas para cortar la necesidad de tanto ir y venir al lavabo no funcionaban. Finalmente a eso de la 1 de la mañana la fiebre empezó a remitir ligeramente.
Tras haber conseguido dormir algo entre botella y botella de suero, más por la debilidad, que por la comodidad del colchón y por su empeño en dejar la luz encendida toda la noche a pesar de mi esfuerzo en apagarla, por la mañana me sacaron sangre. Por suerte todo está bien, dice la doctora. Le intento decir gracias en jemer pero me mira como si yo le hablase en chino, sin entender nada.. Que te digan que todo está bien cuando estás todos sudado, sin duchar, sin afeitar, hueles mal y te sientes como la piñata que los niños acaban de moler a palos resulta, cuanto menos, curioso.
La enfermera me trae unas medicinas y me pregunta si ya he desayunado. ¿Yo? Que yo recuerde no he salido a comprar comida y el “hospital” no me la servido, así que no. Suerte que la gran cantidad de acompañantes camboyanos que me vino a visitar me trajo una “deliciosa” agua de zanahoria. Al preguntarle que eran las medicinas, me contesta con un simple “medicinas”. ¡Eso espero! Y al preguntarle para qué, me añade otro simple “para tu enfermedad”. Total ¿para qué preguntar? En otro momento se me ocurrió preguntar que estaban poniendo en el suero y cuando el tipo me contestó “algo para que tengas energía” no pude evitar acordarme de las atletas chinas que hace unos años batieron marcas mundiales en atletismo porque, según su entrenador, bebían sangre de tortuga. Ya me veía yo saliendo de ahí forzudo como Conan y pitando en cualquier control antidroga.
Tras casi 10 litros de suero, 12 horas a cuarenta de fiebre, múltiples pinchazos y casi 24 horas en ese camastro en el que ya no sabía como ponerme, dije que necesitaba ir a casa a ducharme y cambiarme de ropa. Aún muy debilitado pero bastante mejorado decliné su oferta de quedarme una noche más en su “hospital”.
A partir de hora me dará igual que me acusen, con sorna, de comer como un extranjero. Ya aprobé la asignatura y no quiero repetirla. ¿Qué mejor nota puedes sacar cuando tienes ya un “suma cum laude” en intoxicaciones alimenticias?
Todo comienza de una bonita manera, como en los buenos cuentos, con un auténtico, ligero y, en principio, saludable desayuno camboyano a base de sopa de verduras en un puesto callejero. Todos camboyanos excepto yo. Cansado ya de que digan que los barran (extranjeros) “comemos especial”, dicho esto con sorna, me animé a desayunar el “nom-banchoc”, que ya había probado otras veces y que no me disgusta, aunque tampoco me vuelve loco.
Era un puesto como tantos otros, con unas pocas mesas de metal cubiertas, o no, con un cutre y corto mantel de plástico de rancio color amarillo que sólo se consigue tras años al sol y miles de sopas desparramadas por encima y de baratas sillas rosas, rojas o azul claro de plástico como las que ten encuentras en los conciertos de las fiestas mayores de los pueblos. Aparte está el tenderete principal que hace de cocina con un termo enorme para el agua y las verduras metidas en coladores de plástico que no cuelan nada porque es difícil de creer que alguna vez éstas se hayan lavado. Como de costumbre está la nevera naranja grande para las bebidas, que es como una nevera de coche enorme con bloques de hielo dentro y las latas flotando en el agua que se derrite (eso el día que hay hielo), y la neverita pequeña, a modo de termo frío, para el hielo picado con el que se hacen su particular café frapé inundado en leche condensada. Encima de cada mesa tienes un bote con cubiertos, es decir tenedores y cucharas porque en Camboya no se utiliza el cuchillo para nada, y palillos. A veces, con suerte, te los traen metidos en agua hirviendo como para demostrar que están esterilizados. Y una caja que contiene un rollo de papel higiénico que al ir cortando a pedacitos sirven de servilletas. Como muestra de la confianza en la higiene, venga o no en agua candente, antes de comer cada comensal arranca un trozo y limpia los cubiertos o palillos.
En un plis plas la comida está servida y en un plis plas aún más rápido, sin decir palabra pero no en silencio porque resuenan sonoros sorbidos, ya está todo ingerido. Por poco más de treinta céntimos de euro no puedes pedir mayor rapidez. Yo, del café, paso que no me la quiero jugar con el hielo picado. ¡Qué ingenuo!
Durante todo el resto del día no comí nada más, hastiado ya de que sólo me ofrecieran arroz y más arroz. A la mañana siguiente, ya de vuelta en casa, y justo tras tomar un desayuno mucho más apetecible de pan con tomate y leche con Cola Cao (que guardo como oro en paño) empecé a notar que mi estómago no parecía estar del todo satisfecho. Tan sólo una hora y media después ya estaba echando carreras a lo Carl Lewis para visitar el inodoro más cercano. Al cabo de nada estaba tirado en mi cama, a cuatro metros del lavabo, tiritando a pesar de frío a pesar de los ventipocos grados de temperatura.
Parece ser que lo de jugar a ser médicos es universal y aquí me ofrecieron desde medio gramo de paracetamol hasta casi dos, medicina camboyana a base de succión con ventosas, arroz caldoso con ¡huevo! y masajes en el estómago. ¡¡¿¿Apretarme el estómago??!!¡Pero si ya se aprieta sólo! ¡Cómo me aprietes el estómago, no respondo!
Tras, ¡finalmente!, conseguir un termómetro y ver que estaba a 40 grados decidieron que había llegado el momento de dejar de jugar a ser médicos y llevarme a los de verdad. Yo pensaba que me llevarían a uno regentado por occidentales que es el mejor de aquí pero sólo acepta caso de trauma y nada de gastroenteritis pues tantas hay en el país. Total, acabé en ¡El hospital chino! Por mi cabeza se cruzaron todo tipo de historias desde Tintín el Loto Azul, la leyenda de la turista que va a China con su perro y se lo cocinan para comer hasta auténticas mafias de inmigrantes. Pero yo no estaba para discutir.
El “hospital” chino tiene de hospital lo que mi habitación tiene de ordenada. Es decir, sabes que es una habitación para dormir porque ves la cama y de alguna manera sabes que está ordenada pero jamás la calificarías así a primera vista. Luz de fluorescente, grandes baldosas de colores fríos, metal dorado y un aspecto cutre. Lo primero que hice fue preguntar donde estaba el lavabo por si tenía que volver a dármelas de liebre y salir corriendo. A partir de ahí empezó un conversación a tres y luego a cuatro. En primer lugar me piden mi nombre. Especifico, mi nombre escrito en jemer. Por suerte eso me lo aprendí de casualidad porque siempre son ellos los que escriben sus nombres con caracteres occidentales.
Luego apareció la doctora. Era china. Pero china, china. De las que te cuentan de pequeño y ves en los dibujos animados. Ojos rasgadísimos, piel amarillenta, un retaco y de carácter muy seco. No sabía ni una puñetera palabra de otro idioma que no fuera el chino (y no me preguntes si mandarín o cantonés). Así que yo le hablaba en inglés (no estaba yo para forzar mi cerebro y chapurrear jemer) a la Hermana Ath, que venía conmigo y que habla muy bien inglés y jemer. Ella, a su vez le hablaba en jemer a un tipo que traducía en chino a la doctora. En aquel momento pensaba que era como el juego de boca-oreja en el que se van pasando las palabras rápidamente y lo que se recibe al final no tiene nada que ver con lo del principio.
Lo siguiente fue tumbarme un camastro de metal con una de esas colchonetas de gimnasia que aquí tienen la consideración de auténtico colchón. Y empezó el suero. Yo, ahí tirado, pidiendo ver las agujas y queriendo que todo el material lo abrieran delante de mis narices y que quería medicina de las buenas. Sí, sí de las buenas. En Camboya, según te lo puedas permitir o no, tienes diferentes calidades de medicinas: desde auténticos placebos hasta las producidas por los mejores laboratorios mundiales. La gama es amplia. Una botella de suero más. Y empezaron los pinchazos para que me bajara la fiebre. Y las inyecciones de vitaminas y sales. Otra botella de suero y antibiótico. Pero nada, el menda seguía a 40 de fiebre. ¿De verdad que las medicinas son buenas? Lo de “Made in China” tumbado en un camastro metálico, en esa caja de cerillas con poca ventilación y mal alumbrada no inspira mucha confianza. Por descontado nada de cena. Y por descontado carreras a ese agujero en el suelo que tienen por inodoro con el suero enganchado a una mano y agarrado de la otra. Parece que las medicinas para cortar la necesidad de tanto ir y venir al lavabo no funcionaban. Finalmente a eso de la 1 de la mañana la fiebre empezó a remitir ligeramente.
Tras haber conseguido dormir algo entre botella y botella de suero, más por la debilidad, que por la comodidad del colchón y por su empeño en dejar la luz encendida toda la noche a pesar de mi esfuerzo en apagarla, por la mañana me sacaron sangre. Por suerte todo está bien, dice la doctora. Le intento decir gracias en jemer pero me mira como si yo le hablase en chino, sin entender nada.. Que te digan que todo está bien cuando estás todos sudado, sin duchar, sin afeitar, hueles mal y te sientes como la piñata que los niños acaban de moler a palos resulta, cuanto menos, curioso.
La enfermera me trae unas medicinas y me pregunta si ya he desayunado. ¿Yo? Que yo recuerde no he salido a comprar comida y el “hospital” no me la servido, así que no. Suerte que la gran cantidad de acompañantes camboyanos que me vino a visitar me trajo una “deliciosa” agua de zanahoria. Al preguntarle que eran las medicinas, me contesta con un simple “medicinas”. ¡Eso espero! Y al preguntarle para qué, me añade otro simple “para tu enfermedad”. Total ¿para qué preguntar? En otro momento se me ocurrió preguntar que estaban poniendo en el suero y cuando el tipo me contestó “algo para que tengas energía” no pude evitar acordarme de las atletas chinas que hace unos años batieron marcas mundiales en atletismo porque, según su entrenador, bebían sangre de tortuga. Ya me veía yo saliendo de ahí forzudo como Conan y pitando en cualquier control antidroga.
Tras casi 10 litros de suero, 12 horas a cuarenta de fiebre, múltiples pinchazos y casi 24 horas en ese camastro en el que ya no sabía como ponerme, dije que necesitaba ir a casa a ducharme y cambiarme de ropa. Aún muy debilitado pero bastante mejorado decliné su oferta de quedarme una noche más en su “hospital”.
A partir de hora me dará igual que me acusen, con sorna, de comer como un extranjero. Ya aprobé la asignatura y no quiero repetirla. ¿Qué mejor nota puedes sacar cuando tienes ya un “suma cum laude” en intoxicaciones alimenticias?
2 comentarios:
Me alegra saber que estás mejor..
Una experiencia más...
espero que ya estes recuperado del todo y que esa "sangre de tortuga" te de energia suficiente para no recaer!!! que mal lo debes de haber pasado y encima para que te traten como si fueras medio tontito, en fin...
Besitos
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