Con el sol aún perezoso, el alba da forma y luz rasgando la oscura noche. El día apenas despunta pero se vislumbran las primeras bicicletas montadas por uno o varios pequeños cuerpos, enfundados todos en camisas blancas y pantalones o faldas azules. Poco más tarde, con un sol intensamente naranja, redondo y perfecto escalando el horizonte ya se han convertido en una manada casi incesante que, en dirección a la escuela, ocupa ambos lados de la calzada. Niños por doquier2. La gran esperanza y el gran reto para el porvenir. Es la rutina de los millones y millones de niños de este joven país.
Mas merodeando por las esquinas, a pie, algunos de ellos, cargados con un saco remueven basuras buscando restos que vender. Son los niños de la calle.
La situación de pobreza familiar empuja a estos niños a sacrificar un esfuerzo de inciertos resultados futuros por el inmediato dólar diario que pueden conseguir pidiendo o vendiendo latas o botellas usadas. La primera lección de la vida: cada uno se paga lo que come. Son niños que sólo tienen dos respuestas a la pregunta de si estudian. Una, a pesar de sus diez ó doce años, dirá que estudia segundo grado aunque hace ya seis años que no pisa la escuela. La segunda te dirá que, simplemente, no tiene dinero. Son los niños de Anatha.
Anatha acoge este año a doscientos niños. Provienen de las familias más pobres, de las que viven bajo plásticos al lado del río o y sobreviven todos ellos con poco más que ese dólar que el niño lleva a casa. La pocas líneas de este artículo no permiten discutir la situación de cada una de ellas y como afrontar los problemas de alcoholismo, juego o desatención de padres a hijos. Sin embargo, la mayoría de aquellos son conscientes de la necesidad de que estos estudien. Más bien lo desean.
A estos niños se les ofrece la posibilidad de volver a la escuela. Se les paga la escolarización que, a pesar de ser oficialmente gratuita, implica un coste adicional extraordinario en clases de repaso obligatorias de facto. Además se les hace un seguimiento médico que se ha extendido este año a las familias. A éstas, para compensar la pérdida de ese ingreso diario del hijo se les otorga cada dos meses un saco de 50 kilos de arroz. Si uno entrega dinero, no se sabe donde irá. Si uno entrega arroz, acabará en sus afamados buches.
Puede discutirse mucho y bien sobre la conveniencia de realizar esa entrega de arroz a las familias. Puede argumentarse cargado de razón que, de algún modo, las familias están negociando con la educación de sus hijos. Puede argüirse que se está descargando de responsabilidad a los padres. Cierto, puede. Ésta es la clase de decisiones que uno ha de tomar cuando aparece aquí. Hay que enfrentar el derecho, la necesidad y la voluntad de un crío a dejar de ser analfabeto e intentar salir de ese pozo de miseria al posible aprovechamiento de unos padres que, aunque en su mayoría trabajan, puedan sacar, sin hacer nada, algún rédito con ello. Sin embargo, si no es en arroz y algo de paracetamol lo será en ese dólar diario proveniente de las botellas.
Al final, esas sonrisas que inundan la cara, la del niño, la de la madre, la del abuelo cuando te dicen orgullosos que el hijo o nieto es ya uno de los mejores de clase dibujan en ti una sonrisa por saber que algo, por pequeño que sea, estás haciendo bien. Son las sonrisas de los doscientos niños de Anatha.
Mas merodeando por las esquinas, a pie, algunos de ellos, cargados con un saco remueven basuras buscando restos que vender. Son los niños de la calle.
La situación de pobreza familiar empuja a estos niños a sacrificar un esfuerzo de inciertos resultados futuros por el inmediato dólar diario que pueden conseguir pidiendo o vendiendo latas o botellas usadas. La primera lección de la vida: cada uno se paga lo que come. Son niños que sólo tienen dos respuestas a la pregunta de si estudian. Una, a pesar de sus diez ó doce años, dirá que estudia segundo grado aunque hace ya seis años que no pisa la escuela. La segunda te dirá que, simplemente, no tiene dinero. Son los niños de Anatha.
Anatha acoge este año a doscientos niños. Provienen de las familias más pobres, de las que viven bajo plásticos al lado del río o y sobreviven todos ellos con poco más que ese dólar que el niño lleva a casa. La pocas líneas de este artículo no permiten discutir la situación de cada una de ellas y como afrontar los problemas de alcoholismo, juego o desatención de padres a hijos. Sin embargo, la mayoría de aquellos son conscientes de la necesidad de que estos estudien. Más bien lo desean.
A estos niños se les ofrece la posibilidad de volver a la escuela. Se les paga la escolarización que, a pesar de ser oficialmente gratuita, implica un coste adicional extraordinario en clases de repaso obligatorias de facto. Además se les hace un seguimiento médico que se ha extendido este año a las familias. A éstas, para compensar la pérdida de ese ingreso diario del hijo se les otorga cada dos meses un saco de 50 kilos de arroz. Si uno entrega dinero, no se sabe donde irá. Si uno entrega arroz, acabará en sus afamados buches.
Puede discutirse mucho y bien sobre la conveniencia de realizar esa entrega de arroz a las familias. Puede argumentarse cargado de razón que, de algún modo, las familias están negociando con la educación de sus hijos. Puede argüirse que se está descargando de responsabilidad a los padres. Cierto, puede. Ésta es la clase de decisiones que uno ha de tomar cuando aparece aquí. Hay que enfrentar el derecho, la necesidad y la voluntad de un crío a dejar de ser analfabeto e intentar salir de ese pozo de miseria al posible aprovechamiento de unos padres que, aunque en su mayoría trabajan, puedan sacar, sin hacer nada, algún rédito con ello. Sin embargo, si no es en arroz y algo de paracetamol lo será en ese dólar diario proveniente de las botellas.
Al final, esas sonrisas que inundan la cara, la del niño, la de la madre, la del abuelo cuando te dicen orgullosos que el hijo o nieto es ya uno de los mejores de clase dibujan en ti una sonrisa por saber que algo, por pequeño que sea, estás haciendo bien. Son las sonrisas de los doscientos niños de Anatha.
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