viernes, 2 de mayo de 2008

No quiero más

Hoy ha empezado un día como otro cualquiera. Es decir, parecido a ninguno anterior. Tras despertarme con ese, tan sabroso para ellos como detestable para mí, olor a pescado fermentado frito me dirijo al lavabo. Al abrir la puerta de mi dormitorio uno de los varios gatos que han hecho su casa del lugar en el que vivo ha salido corriendo.

Tengo que admitir que, a pesar del disgusto que tendrá mi hermana al leer esto, odio a esos gatos porque maúllan en medio de la noche y no han encontrado mejor sitio para marcar su territorio con orines y heces que una de las duchas, y sólo hay dos. Sin embargo, también hay que romper una lanza a su favor pues desde que se instalaron aquí ya no hay ratas ni ratones, tan comunes por estos lares y que ya se habían comido parte de las riñoneras de mi mochila. Ahora bien, esta mañana los he odiado más que nunca. En su huir el gato ha dejado atrás la cabeza de un gueco. Aquí los gatos, son gatos de verdad, no de esos que sólo beben leche y comen pan. No, aquí ratones y lagartos salen como alma que lleva el diablo al vez a unos de esos felinos maulladores y sucios. Particularmente, estoy encantado que se coman a las ratas pero ¡los guecos no! Son unos lagartos enormes, de un palmo o más, de colores diversos que hacen un ruido asombroso por las noches y, gran cualidad por la que son apreciados, se comen mucho, pero que muchos insectos. Y los gatos, lo siento hermanita, no se comen mosquitos.

Tras el disguto del gueco de cabeza azulada me he ido al gimnasio. Como cada mañana hay una mujer vestida en su pijama y no es que no se cambie si no que esa es su ropa de "deporte". Escribo "deporte" entre comillas porque ella lo entiende como caminar en la cinta a 4 km/h, que es la velocidad normal a la que uno camina. Cada vez que la veo (a ella y otros mucho "deportistas"-pijameros) pienso "¿No crees que si fueses caminando de casa al gimnasio ya habrías hecho más deporte que en la cinta de CORRER?". Luego está el señor que camina hacia atrás (en realidad, un par de ellos), el que al caminar zarandea los brazos al doble de velocidad ue mueve las piernas pareciendo un personaje de la época del cine mudo y el que corre apoyando casi todo su cuerpo en las barandillas, lo que es muchísimo más fácil. Cuando a éste le dije, viendo su cara de satisfacción por correr a 8 km/h, que probase a correr sin apoyarse en las barandillas casi sale disparado de la cinta. En fin, aún no me explico como en ese gimnasio hay una tabla de estiramientos ¡en castellano!

Tras la ducha, me dirijo al banco. Están apareciendo sucursales bancarias como setas a medida que el país se desarrolla. Es el mejor sitio para estar de toda la ciudad: tienen aire acondicionado. Llevo sólo la cartilla; el pasaporte lo he dejado en casa pues jamás me han pedido identificación. Relleno el papel correspondiente y me pongo....¿a la cola? Hay un pasillo creado con postes y cintas, como en los aeropuertos, un moderno cartel de "Wait here" y una ralla pintada en el suelo ante 3 mostradores. Enfrente de ellos somos unos nueve, apeletonados unos con otros y dividos más o menos por igual. Rozándome la cara aparece un brazo y una mano que entrega la libreta a la oficinista. ¿Para qué sirve la línea? ¿No será que los que están detrás nunca serán atendidos?. Allí todos juntos pruebo, en vano, a mantener mi privacidad. Todo el mundo intenta mirar el saldo de tu libreta y el importe que quieres retirar. De nada sirven mis esfuerzos porque una voz en alto dice "¿Quién ha pedido cuatro mil dólares?" Todas las miradas se dirigen al único extranjero que está allí. Es decir, a mí. "¿Es que alguien más ha pedido esa cantidad?" piensas sulfurado y con la cabeza gacha. Intentas hacerles ver que los extranjeros no somos ricos (porque siempre te ven como un billete andante) y el tipo echa tus esperanzas por el suelo. Es inútil explicarles que el dinero no es para tí.

Recuperado ya de esa irritación momentánea y por un día (ya van unos cuantos, la verdad) decido desayunar a la manera camboyana. No, no me comeré sopa de menudillos con fideos de arroz y verduras tal vez mal lavadas. Es un desayuno especial que he asumido muy bien: Pan con leche condensada. ¡Qué recuerdos! Al primer contacto del paladar con la untuosa leche dulce me sobreviene el comentario de rigor que me hacen muchos "Javi, ¡qué mal debes de comer en Camboya!" Cierto, cierto, pienso apurando el final del bote con mucha más leche condensada que pan, haciendo caso omiso de las recomendaciones que me daba mi abuela. Todo ello, comido en el coche, por supuesto, pues a pesar de salir media hora tarde, ya son las ocho, no hemos tenido tiempo de desayunar.
Me sorprende sinceramente que no haya manchado la tapicería del coche con tanto bote. Sé que es reitarativo pero estoy convencido de que si probasen a hacer una carretera más bacheada serían incapaces de hacerlo mejor que lo que lo hacen las lluvias y esos camiones tan cargados que hacen que los ejes crujan antes de romperse. Si llueve así tres días seguidos en Cataluña se acaba la sequía. Se acabó el calor seco agobiante (¡qué gusto!) para dar paso a una humedad que te pega la camiseta, a más barro que hace que caminar sobre hielo te parezca un juego de niños y a enjambres nocturnos de insectos de todos los tamaños y zumbidos que no hay insecticida suficente. ¡Y yo sin gueco! Malditos gatos.

En el coche vamos 5: Sor, mutilado de mina en ambas piernas que conduce la moto como Sito Pons en sus mejores tiempos, Path, mutilado de mina en ambos brazos y algo sordo por la explosión y al que un día tendré que preguntar cómo consigue manejar esa radio tan pequeña con tantos botones, Kimlieng, afectada de polio que no llego a entender como camina sin que le revienten las rodillas por lo que las flexiona lateralmente, Theara y yo que somos, en minoría, los únicos enteros. A Path, al que llevamos a casa para que pase unos días, lo hemos de atar con el cinturón porque con tanto bache el pobre no para de botar y no tiene con qué agarrarse. De golpe y porrazo, tras casi cincuenta kilómetros y en medio de la nada aparecen diez kilómetros perfectamente asfaltados. ¿Por qué aquí si no hay ningún pueblo? "Javi" me digo " no hagas preguntas de extranjero".

Al llegar a su casa, a la de Path, a la que hace cinco meses que no va, lo primero es bajar los doscientos cincuenta kilos de arroz de buena calidad que ha comprado como regalo (como los chocolates que uno trae de suiza para la familia), los treinta kilos de fruta y el pequeño árbol del mango. Vamos, lo primero que yo llevaría a casa. Lo siguiente es que nadie, absolutamente nadie, saluda. Él llega al porche y se sienta. El que va a comprar el pan cuando vuelve suele gritar un "ya he vuelto" bien claro por lo menos pero esto es más como el que se ha ido a la habitación de al lado y ha vuelto, aunque haga cinco meses que se fue. Los perros salen a merodear, canes escuálidos y pulgosos que parecen todos iguales (aquí no hay gatos porque aquí los perros sí persiguen a los gatos) que hacen de gallinas lamiendo y comiendo todo lo que cae al suelo. Su número en una casa cualquiera es casi siempre una incógnita pero no suele bajar de tres.
Tras sentarme veo escrito en las vigas de la casa en tiza y con letras grandes "E-mail" y su correspondiente traducción en jemer como para no olvidarte de enviar un mensaje a alguien la próxima vez que vayas al cibercafé. Sólo falla un detalle: en varios decenas de kilómetros a la redonda no hay cable de teléfono ni electricidad. Es costumbre muy camboyana anotar todo tipo de indicaciones con tiza en los muros y vigas de la casa. Particularmente los números de teléfono. No los anotan en ningún lugar más y cuando, estando en otro lugar, te piden llamar a su madre les preguntas "¿Te sabes el número?" y ves que empiezan a rumiar y rumiar. Te piden el teléfono y hacen el primer intento. Luego, un segundo y un tercero (así entiendes que te llamen tantas veces al móvil gente que no conoces). Finalmente acabas preguntando "¿Te sabes el número de teléfono de tu madre"?. "Lo olvidé. Pero me sé el del jefe del pueblo, que conoce al vecino de mi tío." ¿Ha quedado claro? Horas más tarde, en nuestra ronda de visitas tendremos que localizar así a uno de los chavales a los que queremos ver. ¿Se habrá comido la agenda telefónica el gato? ¡Malditos gatos!

Aunque antes paramos a comer. Ya es la una y es tardísimo. La elección del restaurante es bastante sencilla en estos casos. En el primer local que ves con las características sillas de plástico (los restaurantes de sillas de madera maciza de diez kilos sólo en la capital, por favor). Desde el coche preguntas si tienen comida (ya se sabe, es la una). Si la respuesta es afirmativa te bajas, vas a los fogones y abres las tapas de todas las cacerolas a ver si te gusta lo que ves. Sólo que esta vez no está mi madre, mi abuela o la cocinera de turno para darme una bofetada en la mano y decirme lo de "no metas la nariz". Para desgracia nuestra en el primer restaurante no hay arroz y como en los anuncios de La Casera, "si no hay arroz, nos vamos". Tras recorrer varios kilómetros y ver un par más de restaurantes hemos volvemos al primero (casi las dos, ya) a esperar a que hiervan el arroz. Sobre una parilla reposa un pollo con muy buena pinta. Se parece mucho a los pinchos morunos y está delicioso, si no fuese por una pequeña e incómoda salvedad: los huesos. Es su costumbre machacar y desmenuzar el pollo de tal manera que los huesos quedan reducidos al tamaño de guijarros o de pequeñas piedras. Mejor evitas pegarle un buen mordisco pues el cartel del dentista del otro lado de la calle no inspira mucha confianza. Cuando te quejas de ello, se miran entre ellos y dicen "Es verdad, que es extranjero: no le gustan los huesos". Pues no, no me gustan los huesos. Al final, cansado de separar carne y huesos como si estuviese comiendo pipas y no atraído por esa sopa picante de curry verde y hierba limón, mi plato acaba lleno hasta arriba de arroz y de salsa de soja. Hoy no hay grillos, cucarachas o saltamontes con qué sazonarla.


Tengo que hacer un inciso sobre estos insectos. Otra vez mentaré la decepción que tendrá un miembro de mi familia: lo siento, mamá, pero sí, he comido cucarachas. Son exactamente crujientes como el ruido que haces al pisarlas sólo que esta vez no es con los pies, como cuando vas descalzo en casa, sino con las manos. He comido insectos de varios tipos: largos, grandes y menudos. En resumen, una crujiente y aceitosa....decepción. Voy a desmitificarlo: ¿Quién no ha comido gambas? Pues casi, casi igualito: los pelas, les quitas las alas y te los comes. Con ajo y especias, como las gambas al ajillo (y no estoy pidiendo que me sirvas sofrito de hormigas con ajo, mamá, cuando vaya a verte) pero es tan y tan aceitoso todo que al final no tiene más gusto que el aceite de palma mil veces refrito.


Estando en la mesa asisto a otra conversación puramente camboyana. Me pruebo las gafas de sol de mi compañero Sor y se oye un "loi" a un par de metros. "Loi" se traduce como "que bien te queda, que guapo estás" pero también significa dinero. Como "saat" es limpio y a su vez bonito y "acró" es sucio y feo. En este caso vengo a entender que, en el fondo, hay una relación entre tener dinero y ser guapo: que quien tiene dinero es guapo. Entre que soy extranjero, lo que es igual a ser rico, y soy blanco seguro que soy loi, loi, loi.

Tras una brevísima sobremesa (costumbre española que se echa mucho en falta) nos detenemos en nuestra última parada en un templo para visitar a una chica de dieciocho años mutilada de mina. Aparece cargada de unos pequeños y sabrosísimos plátanos y la frente tan sudada que ni siquiera hace ademán de secársela con la manga de su camisa de franela (increíblemente). Un par de monjes, vestidos en sus llamativas y casi fluorescentes túnicas, naranjas nos saludan, un hombre ya mayor construye cestas de mimbre, una abuela despioja a su nieto y un par de niños revolotean alrededor jugando con los mangos rotos de un paraguas a modo de espadas mientas las vacas pacen y un par de pájaros pían. Miro en derredor y, capturado por tanta tranquilidad y belleza, me resulta casi inconcebible el infierno en la tierra que fue este paraíso. Sim embargo al recordar como Sor, antiguo soldado, ayudaba a Path, antiguo jemer rojo, mutilado con mutilado, sé que al menos algo se está haciendo bien.

A la vuelta de nuestro paseo por el fin del mundo, pues así me he sentido con el barrizal continúo que son estos caminos entre colinas de bosques y palmerales aún por talar (cosa de que aún quedan minas), todos duermen con este brusco masaje que es la carretera y el silencio del traqueteo incesante. Mi teléfono suena una vez, sólo una vez. "Alguien se ha vuelto a equivocar" pienso mientras observo al sol, filtrándose entre los resquicios que dejan unas voluptuosas nubes de algodón, caer sobre unos arrozales empapados de agua tímidamente verdeantes.

"No quiero más que otro día en Camboya", sonríen mis labios.


P.D.: Momo, pásame tu correo electrónico pues no tengo forma de contactar contigo

No hay comentarios: