Reír para no llorar
Sí, lo sé, Liberia es un país pobre, de aquellos que para que salgan en la lista más vale que empieces por aba jo. Pero aquí, entre casas que no sabes si se están cayendo o están a medio montar, también la gente se echa unas risas.
El lunes andaba yo ya de paseo, acabada mi habitual ronda ministerial cuando…. Perdón, necesito un inciso para explicar lo que significa una ronda.
A veces creo que soy el sereno o una peonza, o ambas cosas. Lo primero porque la gente, de tanto que me ha visto, ya me saluda por la calle y por los ministerios, gente a la que yo ni recuerdo pero que ya me reconoce o por mi pinta de guiri (cámara al cuello, sombrero de paja y barba) o por mi cara de perdido y desamparado (cara de “¿cuánto tiempo quiere decir “ahora vuelve el ministro” pues ya llevo medio hora sentado aquí esperando?).
Volviendo a lo que me ocupa, que la cabeza se me pierde en demasiados detalles, el tema es que por ronda servidor se refiere a ir, en un ejemplo muy muy hipotético (vamos, que casi parece que me lo invento), al Ministerio de Educación, donde al llegar no hay ningún letrero que indique que estás en el edificio correcto. Entras y al ver unos buzones de sugerencias con un claro “Ministerio de Finanzas”, que está al otro lado de la calle, vuelves a salir dando por supuesto que te has equivocado. Miras alrededor “¿Hay algún edificio más de ocho plantas?” piensas pero sólo ves dos: el Ministerio Finanzas y el edificio del que acabas de salir.
Vuelves a entrar y preguntas en la “recepción”, en la penumbra de uno o dos fluorescentes que pretenden iluminar a cinco metros del suelo, con vendedores ambulantes y gente ajetreada entrando y saliendo, entre carteles de “La corrupción se está comiendo al país” y “El buen trabajador se presenta al trabajo; El buen trabajador llega a tiempo””. Por recepción se entiende una mesa, bueno, más bien un pupitre grande, en una esquina. Sí, estás en el Ministerio de Educación, te dicen. Venga, tira para arriba que el ascensor no está ni se le espera, a pesar de esa puerta que miras ilusionado pero que no hace más que dar el pego.
Primera parada, la tercera planta. Y de ahí, siguiendo al primer liberiano que he conocido de paso acelerado, el habitual ejercicio de escaleras. De la tercera a la cuarta, de la cuarta a la sexta, luego otra vez la cuarta, más tarde a la quinta y finalmente a la tercera. Allí un tipo me dice “ve a la sexta planta a hablar con los jefes”. “Pero, ¿no acabo de estar ahí?” piensas. Subes de nuevo (¿Qué más da tres plantas a pie otra vez?) Mala suerte, chaval, tendrás que esperar a otro día, los jefes no están y lo de pedir cita en la oficina con el ministro no funciona. Insisto. No. Vuelvo a insistir y funciona: consigo el número móvil del ministro. Bueno, ya se sabe, el ministro de turno, no el titular. Sorprendentemente ni siquiera he dicho quien soy (“¿Para qué sirve un secretario, entonces?” me pregunto).
Subiendo y bajando casi me he hecho amigo de un inglés al que he conocido un par de horas antes en un restaurante y al que al explicarle mi misión (sí, sí, esto es una misión y yo voy pertrechado con mis tres cartas firmadas por diferentes ministros), casi se ríe y me suelta sólo un jocoso “Good luck!”. Me lo he cruzado tres veces en las escaleras. Cuando intento en vano explicarle mi frustración a un compañero de trabajo, liberiano, éste sólo me pone su mano en mi hombro y compasivo me dice “Tengo confianza. Estoy convencido de que lo conseguirás”. ¡Tú tienes demasiada confianza en mí!
Con un número de teléfono más y un poco de paciencia menos, me dirijo al Ministerio de Justicia. Ahí, la conversación con el encargado de turno no es que lo parezca sino que directamente es de besugos. Hechas las presentaciones e indicada mi misión (recopilar todos los acuerdos de cooperación firmados por el gobierno con agencias internacionales u otros gobiernos) empieza la conversación:
- “Me gustaría saber si el Ministerio de Justicia ha firmado acuerdos de cooperación” digo yo
- “Todos los acuerdos los tiene el Ministerio de Exteriores o el de Planificación” me responde
Yo, que trabajo en Exteriores, añado:
- “No, no están todos. Precisamente por eso estoy yendo de ministerio en ministerio”
- “Eso no es posible. Yo no sé los acuerdo que el Gobierno ha firmado” responde
- “No, no me refiero a todos los acuerdos del Gobierno. Me refiero a los del Ministerio de Justicia.” especifiqué
- “Bueno, hemos firmado uno de cooperación para importar arroz….”
“¿Arroz?¿En el Ministerio de Justicia?” me pregunto por dentro.
- “No, me refiero al de Justicia”, insito
- “Ah, en ese caso me tiene que traer una lista con los acuerdos que hemos firmado para que yo le pueda comentar algo sobre ellos”.
- “Esa no lista no la tengo. Precisamente estoy intentado elaborarla” contesto
- “No, no, usted no entiende. Eso no es posible. ¿Me sigue?¿Entiende lo que digo?....
Sí, le entiendo, a pesar de ser blanco y occidental y de hablar usted en inglés liberiano, le entiendo. “¿Tanta cara de imbécil piensas que tengo?” me pregunto.
- “…..Le digo que esa lista la tiene el Ministerio de Exteriores”.
- “Es que precisamente ése el problema. Yo trabajo ahí y esa lista no existe”.
- “Pero ¡?cómo quiere que le diga yo todos los acuerdos que hemos firmado?! Son muchos. Si me trae usted una lista con ellos yo le comento”. ¡Y dale!
Así y ahí acaba mi ronda ministerial y empieza el embrujo de la ciudad. Y cuando digo embrujo no me refiero a un encanto hipnótico de hermosas ciudades (¡ja!), iluminándose en sus esquinas al caer la noche (¡ja, ja!) si no a brujos de esos de pócimas mágicas y palabras acadabrescas, de los que los libros de cuentos están llenos. Yo el lunes conocí a un brujo mandingo.
Pasaba yo por otro de esos edificios relativamente altos (unos pocos sí que hay) cuando vi una manta dividida en múltiples cuadrículas con dibujos de diferentes partes del cuerpo humano y nombres de enfermedades.
Me puse a mirar con detalle la sábana-cartel cuando apareció un tipo negro, bien negro, con un gorro de lana en la cabeza (si llueve y bajamos a 25 grados la gente se pela), comiendo cacahuetes. Le pregunté que era aquello y me explicó que él era médico y que curaba “todas las enfermedades” (¡viva la modestia!). Me dijo que traía las “medicinas” de un lugar llamado “áfrico” que resultó ser “Ivory Coast”( Costa de Marfil) como tradujo otro hombre, porque las plantas de aquí no tienen fuerza ya que llueve demasiado. 18 años se pasó el brujo en la selva para aprender su oficio Todo muy respetable, la verdad. Al fin y al cabo, herbolarios hay en todos sitios. “Herbolario” eso es lo que se leía en su tarjeta identificativa.
Pero claro, toda esa seriedad se va al garete cuando analizas los dibujos, de niño de diez años, de enfermedades reales o supuestas. Entre las primeras, la gonorrea, un muy general mal de cabeza (¡menudo dibujo con una cabeza deformada!), hemorroides (dibujo con mojón incluido) o la menstruación (sí, según él se cura pero te digo yo que si una mujer sangra como el dibujo mejor le das una transfusión); entre las segundas, los malos espíritus (por dibujo un fantasma de los de sábana blanca larga con sólo agujeros en los ojos y una equis (¿?) en la frente) o algo referido como “Education” (un chico en un pupitre, leyendo, ya ves que enfermedad ¡empollón!), que resulta ser mala memoria.
Balbucea. Está medio colocado, se tambalea y le cuesta pelar los cacahuetes. Será algún remedio casero para las alucinaciones en forma de hojas liadas para fumar, seguro.
Retira el plástico negro que cubre la carreta cargada de “medicinas” y sólo veo bolsas transparentes llenas de especias y hierbas. Nada, hombre, sólo son 30 dólares para curarte de la “Education” esa con estas yerbas. Una ganga. ¿Y qué me dices de una bolsa de un marón amarillento en la que un papelito se lee “Curry”? “Disculpa pero de pollo al curry yo no tengo mucho” Se me vienen a la cabeza todos esos soldados indios de Naciones Unidas que veo a menudo y me imagino que de algo, no sé el qué, estarán muy sanos porque comen mucho curry.
Y los anillos ¿Qué decir de los anillos y las pulseras? De un dorado viejo y un hierro un tanto oxidado son de fácil uso; uno se los pone tres días, no más (dosis precisas, que para eso es brujo) y dice unas palabrejas y ya está, sanado de malos espíritus. Lo mismo para el dolor de espalada. “Si es que seré yo estúpido preocupándome por cómo me siento, estirando y haciendo natación” piensas “cuando con un par de anillos, ¡zas!, chic chac, curado”.
La conversación con el brujo no sé si me curó de algo más que de espantos. El buen humor del que me puse lo atribuyo a la charla y no a esos efluvios que me recordaban a algo conocido como marihuana pero que mi ignorancia de hombre no africano puede confundir con algo que no era. Pero juraría que olía igual que durante las fumadas en el campus de la universidad en las que la gente, ya bonachona por todos esos humos, se reía largo rato.
Ayer, en medio del diario diluvio universal, me volví a acordar del brujo y de mis risas. Mi conductor chascaba los labios a modo de sortilegio cada vez que veía un relámpago pues si el chasquido se hace antes de que se oiga el trueno uno está protegido en la tormenta. Él dice que no lo cree (“Eso no son más que tonterías”) pero igualmente lo hace. Cambiaba de marcha y mmcchh; giraba el volante, miraba fuera, veía un relámpago y mmcchh. Aquí llueve mucho, mucho, así que cualquier ayuda es buena. Sin embargo, pude comprobar más tarde que o bien es cierto que es mentira, o que mi conductor no sabe chasquear bien los labios o que yo tendría que haberlos chasqueado.
En unos de esos charcos que parecen lagos pues casi tienen olas cuando pasa un coche (y, que por cierto, se están formando ahora mismo con la que está cayendo) nos quedamos parados. Al ver como se acumulaba el agua le dije al conductor que mejor la esquivase pero el me dijo que no, que yo no sabía. Te lo han dicho tantas veces y tantas ha resultado ser cierto que al final ya no rechistas; ni lo intentas. “Si pasa ese coche, pasa yo” me dijo. “Vale, pero ¿no es ese coche algo más alto que el nuestro? Ni caso, y piensas “soy tonto”. Arrancó y derechitos al agua. Por un momento pensé que íbamos a pasar pero en medio de ése ya casi lago la furgoneta empezó a renquear y a toser como un viejo hasta que se paró muerta, bien muerta. Ahí, en medio de un creciente pantano con el agua que llegaba por la puerta.
Glu, glu, glu, se oía en el motor cada vez que pasaba un coche por nuestro lado. Agh, ahg, cuando intentaba poner en marcha inútilmente el motor. Parados, glu, glu, glu, agh, agh, ahg, mmcchh y un “¡Quiero mear!” del conductor. A sólo 20 metros de nuestro destino. “¡Quiero mear!”. Si quieres orinar ¿qué te voy a decir yo buen hombre?. Pues nada, la verdad. Tampoco hubieran hecho falta mis consejos porque el tipo abrió la puerta y, ¡zas!, cremallera abajo para aliviarse, como si fuera un niño apuntando al charco para salpicar lo más posible.
Digo yo que ya habré aprendido a tener paciencia porque mientras mi conductor, una vez ya aliviado, intentaba ingenuamente (por una vez el ingenuo no era yo) poner el coche en marcha, yo estaba sentado detrás comiendo unas magníficas galletas María (sí, de las de verdad, hechas en Palencia) con chocolate.
El conductor pretendía meter mano al motor y no se explicaba que el tubo de escape estuviera dentro del agua. Metía mano y yo pensaba “¿Con que vas a sacar el agua? Además, por mucha agua que saques, como no vacíes todo este pantano no vas a hacer nada”. Glu, glu, glu, cada vez que pasaba un todoterreno (los coches ya no pasaban). Mi conductor sin saldo en el teléfono pidiéndome el mío para hacer llamadas (con sólo un par de dólares y con una red que fallaba) suplicando que le mandaran a alguien que en un momento pondrían el coche en marcha. “Ahora, ahora” le contestaban. Seguro que vienen, pensaba yo irónicamente. “Pones el coche en una rampa, el agua sale del motor y punto, como nuevo” me decía. Sí, sí, lo que tú digas pero yo sigo con mis galletas. “¿Qué haces que no paras de comer?” me gritó medio riéndose dándose cuenta de la situación. “A ver, explícame qué quieres que haga” le contesté. En ese momento el liberiano parecía yo y el impaciente hombre blanco él aunque al final acabamos los dos desternillándonos de risa. Por suerte para mí, un amigo mío pasó por ahí y, como en las operaciones de salvamento marítimo, pude pasar de un vehículo a otro. A él le tocó esperar entre chasquidos de labios y glu, glu, glus.
De vuelta a casa, mientras un coche se aprestaba a cambiar la rueda en medio de la calzada, colapsando el tráfico, (¿Por qué vas a mover el coche si lo puedes hacer ahí?) me acordé de un liberiano que el día antes me dijo “Las lágrimas no traen risas pero las risas traen lágrimas”. Vamos, para qué llorar si puedes reír.
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