En el espacio de 24 horas me han pedido dinero: un taxista para comprar una cuna para su hija; un congoleño que huía de la miseria y la guerra de uno de los países más pobres del mundo; un ex-combatiente que estuvo persiguiéndome veinte minutos para comprar comida mientras me enseñaba heridas de guerra en el brazo y el estómago; un botswanés que me aseguraba que le habían dejado tirado en la calle y me quería 20 dólares para pagar el hotel; un hombre llorando que necesitaba otros 20 dólares para poder llevar el cuerpo de su hijo, muerto el día antes, en taxi hasta casa,; un mutilado que juega a futbol y pedía insistentemente dinero para la cena; una madre, con su niño en brazos, que, además, me quería vender un carbón que no necesito.
Uno de las experiencias aquí es aprender a decir a decir que no, o que no tienes el dinero o que lo tienes pero que no lo vas a usar como ellos dicen pues de otro modo, a pesar de ser muy ineficiente, te arruinarías en dos días.
Cuando conoces a un liberiano de a pie, que son la inmensa mayoría, automáticamente te dice que quiere ser “your friendo”, como si la amistad fuese como el billete que se compra al subir al autobús. Ellos no entienden el significado que para nosotros tiene la palabra “friend” y nosotros no entendemos que para ellos pedirse dinero unos a otros es de lo más normal del mundo. La presión en los liberianos emigrantes para que envíen remesas a todo sobrino, nieto, hermano o primo, no ya de tercer grado, si no cualquier grado inimaginable es tremenda. Al hombre blanco se le supone aún más.
El problema principal es que muchas, muchas de esas historias son pura papanatas y mentiras. La vida no es fácil en Liberia, eso algo que nadie puede negar. Pero cuando uno se siente a hablar con la gran mayoría de esta gente se da cuenta de que las cosas no son como parecen, de que muchas son invenciones que se repiten una y otra vez. Desgraciadamente somos aquí muchos los que hemos oído la historia del hijo muerto y del dinero para el taxi. Cuándo alguien puede inventarse una historia así ¿cómo vas a creerte muchas otras menos dramáticas?
Aquí hace falta mucha ayuda y es mucha la gente que sufre. Sólo hay que abrir los ojos para verlo pero el tío del que te hablan no es tal si no un amigo lejano de la familia, el taxista tiene tele, DVD, generador, y dos coches, ciertamente viejos, pero funcionado como taxis; el amputado tiene la prótesis en casa pero no se la quiere poner porque de otro modo su efecto se disminuiría; el hombre que llora no te puede decir por qué, si su hijo está muerto en el hospital, él está en la otra punta de la ciudad; la madre que te quería vender el carbón y pedir la limosna tiene otros negocios por ahí y gana mucho más de lo que podías pensar; y al botswanés hace un mes que le vi por la ciudad a pesar de asegurarme que acaba de llegar.
Desgraciadamente, el resultado de días como las últimas 24 horas es que el cinismo y la desconfianza se instalan en muchos de los que han venido aquí para ayudar. Es una manera de saber que por estos Lares la pillería y el timo, al igual que la necesidad y la tragedia, son moneda común.
Todo me recuerda a las palabras de Carmen Iglesias en una entrevista de hace unos días sobre un personaje: Si no fuera duro, no habría sobrevivido; si no fuera tierno, no habría merecido la pena sobrevivir. Simplemente, hay que quitarse la venda de los ojos.
lunes, 3 de agosto de 2009
martes, 14 de julio de 2009
Charles Taylor y los buscadores de Paz
Violación, esclavización sexual, mutilación y apaleamiento, esclavización, trato cruel, ataques a la dignidad humana, saqueamiento, aterrorizar a civiles, asesinato por dos veces y, por si fuera poco, reclutamiento y uso de niños soldados. Estos son los 11 cargos a los que desde hoy Charles Taylor responde ante un Tribunal Especial en La Haya. El que fuera Presidente de Liberia hasta 2.003 los ha negado todos tildándolos de mentiras y, escudado tras unas oscuras gafas de sol y elegantemente vestido, ha proclamado su amor por la humanidad y su búsqueda de la justicia.
“No quiero hablar de ello, no quiero ni siquiera tenerlo en mi cabeza” responde un conductor a preguntas sobre la Unidad Antiterrorista (ATU en inglés), cuerpo encargado de la seguridad de Charles Taylor y guarda personal de Chukie Taylor, su hijo, quien actualmente cumple una pena de casi 100 años de cárcel en Estados Unidos por delitos de tortura. Es difícilmente imaginable el régimen de terror que instauraron en Liberia (“Tierra de libertad”) Charles Taylor y su hijo. Sin embargo, el antiguo Presidente de Liberia, quien además fomentó el canibalismo entre sus tropas para aterrorizar a sus enemigos, no está siendo juzgado por los crímenes cometidos en su país sino en el país vecino, Sierra Leona. Curiosamente, Charles Taylor, a pesar de su crueldad, podría vencer limpiamente en las elecciones de Liberia de 2011 si fuese declarado inocente y volviese al país. Muchos son los que lo temen.
Liberia, al contrario que Sierra Leona, no tiene un tribunal especial para los crímenes cometidos en una guerra de 250.000 muertos, tantos como en la guerra de la antigua Yugoslavia. Los acuerdos de paz de Acrra (Ghana) de 2003 evitaron precisamente este tipo de tribunal y establecieron una Comisión de la Verdad y la Reconciliación (TRC en sus siglas en inglés) inspirada en la transición de Sudáfrica tras el apartheid. Esos acuerdos permitieron a Charles Taylor exiliarse a Nigeria (de dónde fue transferido el año pasado a La Haya para responder sobre la guerra de Sierra Leona). La inclusión también de una posible amnistía para los señores de la guerra fue una mala concesión necesaria para acabar con el conflicto.
La semana pasada la TRC emitió su dictamen final. La Comisión, cuyo mandato es el de ofrecer recomendaciones sobre cómo encauzar la reconciliación de Liberia, parece haber hecho un flaco favor a la estabilización del país. Su dictamen recomienda que los antiguos señores de la guerra sean juzgados (muchos de ellos actuales senadores) y que muchas personalidades políticas no puedan ejercer ningún cargo público durante 30 años. En un acto que algunos interpretan como político y otros como justo, esta lista incluye a la Presidente Ellen Johnson Sirleaf, admirada en occidente por su lucha contra la corrupción y su impulso al desarrollo y a la democratización del país. Los miembros de la TRC han recibido amenazas de muerte por ello y ha habido veladas amenazas de “volver al bosque” si se siguen las recomendaciones. Aunque todos minimizan el apoyo que estos antiguos señores de la guerra puedan tener, nadie olvida que a Taylor le bastó con 75 hombres para iniciar su guerra.
Han sido mucho los liberianos los que han preguntado qué hacer con la TRC, indignados como están de que el dictamen impute a su Presidente. Hay elecciones, la democracia, con una admirable libertad de prensa, se está afianzando lentamente, el país estabilizándose y desarrollándose pero la TRC, que tenía que servir para cicatrizar heridas, solo parece haber servido para echar leña al fuego no sólo por su polémico informe final sino porque han sido muchos los que han declarado ante ella y no han mostrado ningún arrepentimiento por sus actos. Los liberianos preguntan qué hacer y para qué ha servido la TRC y yo no sé qué contestar cuando pienso en las heridas que la guerra civil causó en mi país.
Como dijo sólo hace unos días Obama en Ghana, el futuro de África depende de los africanos; serán los propios liberianos quienes lo tengan que decidir el suyo. Pero el frágil porvenir de este país no se juega sólo en Monrovia sino también en La Haya y en los países vecinos como Guinea, dónde, en un movimiento que parece destinado únicamente a desviar la atención, el presidente golpista Moussa Camara ha puesto a sus tropas en máxima alerta.
Son tiempos revueltos en Liberia que ya ha pasado la crítica barrera de los cinco años de paz (más de la mitad de los guerras se reanudan antes de los cinco años). Aunque el camino hacia la paz de este país con casi 11.000 tropas de Naciones Unidas no está escrito en ningún sitio lo único claro es que Liberia no necesita más buscadores de su propia justicia y amantes de la humanidad a su manera como Taylor.
“No quiero hablar de ello, no quiero ni siquiera tenerlo en mi cabeza” responde un conductor a preguntas sobre la Unidad Antiterrorista (ATU en inglés), cuerpo encargado de la seguridad de Charles Taylor y guarda personal de Chukie Taylor, su hijo, quien actualmente cumple una pena de casi 100 años de cárcel en Estados Unidos por delitos de tortura. Es difícilmente imaginable el régimen de terror que instauraron en Liberia (“Tierra de libertad”) Charles Taylor y su hijo. Sin embargo, el antiguo Presidente de Liberia, quien además fomentó el canibalismo entre sus tropas para aterrorizar a sus enemigos, no está siendo juzgado por los crímenes cometidos en su país sino en el país vecino, Sierra Leona. Curiosamente, Charles Taylor, a pesar de su crueldad, podría vencer limpiamente en las elecciones de Liberia de 2011 si fuese declarado inocente y volviese al país. Muchos son los que lo temen.
Liberia, al contrario que Sierra Leona, no tiene un tribunal especial para los crímenes cometidos en una guerra de 250.000 muertos, tantos como en la guerra de la antigua Yugoslavia. Los acuerdos de paz de Acrra (Ghana) de 2003 evitaron precisamente este tipo de tribunal y establecieron una Comisión de la Verdad y la Reconciliación (TRC en sus siglas en inglés) inspirada en la transición de Sudáfrica tras el apartheid. Esos acuerdos permitieron a Charles Taylor exiliarse a Nigeria (de dónde fue transferido el año pasado a La Haya para responder sobre la guerra de Sierra Leona). La inclusión también de una posible amnistía para los señores de la guerra fue una mala concesión necesaria para acabar con el conflicto.
La semana pasada la TRC emitió su dictamen final. La Comisión, cuyo mandato es el de ofrecer recomendaciones sobre cómo encauzar la reconciliación de Liberia, parece haber hecho un flaco favor a la estabilización del país. Su dictamen recomienda que los antiguos señores de la guerra sean juzgados (muchos de ellos actuales senadores) y que muchas personalidades políticas no puedan ejercer ningún cargo público durante 30 años. En un acto que algunos interpretan como político y otros como justo, esta lista incluye a la Presidente Ellen Johnson Sirleaf, admirada en occidente por su lucha contra la corrupción y su impulso al desarrollo y a la democratización del país. Los miembros de la TRC han recibido amenazas de muerte por ello y ha habido veladas amenazas de “volver al bosque” si se siguen las recomendaciones. Aunque todos minimizan el apoyo que estos antiguos señores de la guerra puedan tener, nadie olvida que a Taylor le bastó con 75 hombres para iniciar su guerra.
Han sido mucho los liberianos los que han preguntado qué hacer con la TRC, indignados como están de que el dictamen impute a su Presidente. Hay elecciones, la democracia, con una admirable libertad de prensa, se está afianzando lentamente, el país estabilizándose y desarrollándose pero la TRC, que tenía que servir para cicatrizar heridas, solo parece haber servido para echar leña al fuego no sólo por su polémico informe final sino porque han sido muchos los que han declarado ante ella y no han mostrado ningún arrepentimiento por sus actos. Los liberianos preguntan qué hacer y para qué ha servido la TRC y yo no sé qué contestar cuando pienso en las heridas que la guerra civil causó en mi país.
Como dijo sólo hace unos días Obama en Ghana, el futuro de África depende de los africanos; serán los propios liberianos quienes lo tengan que decidir el suyo. Pero el frágil porvenir de este país no se juega sólo en Monrovia sino también en La Haya y en los países vecinos como Guinea, dónde, en un movimiento que parece destinado únicamente a desviar la atención, el presidente golpista Moussa Camara ha puesto a sus tropas en máxima alerta.
Son tiempos revueltos en Liberia que ya ha pasado la crítica barrera de los cinco años de paz (más de la mitad de los guerras se reanudan antes de los cinco años). Aunque el camino hacia la paz de este país con casi 11.000 tropas de Naciones Unidas no está escrito en ningún sitio lo único claro es que Liberia no necesita más buscadores de su propia justicia y amantes de la humanidad a su manera como Taylor.
jueves, 9 de julio de 2009
Reír y no llorar
Reír para no llorar
Sí, lo sé, Liberia es un país pobre, de aquellos que para que salgan en la lista más vale que empieces por aba jo. Pero aquí, entre casas que no sabes si se están cayendo o están a medio montar, también la gente se echa unas risas.
El lunes andaba yo ya de paseo, acabada mi habitual ronda ministerial cuando…. Perdón, necesito un inciso para explicar lo que significa una ronda.
A veces creo que soy el sereno o una peonza, o ambas cosas. Lo primero porque la gente, de tanto que me ha visto, ya me saluda por la calle y por los ministerios, gente a la que yo ni recuerdo pero que ya me reconoce o por mi pinta de guiri (cámara al cuello, sombrero de paja y barba) o por mi cara de perdido y desamparado (cara de “¿cuánto tiempo quiere decir “ahora vuelve el ministro” pues ya llevo medio hora sentado aquí esperando?).
Volviendo a lo que me ocupa, que la cabeza se me pierde en demasiados detalles, el tema es que por ronda servidor se refiere a ir, en un ejemplo muy muy hipotético (vamos, que casi parece que me lo invento), al Ministerio de Educación, donde al llegar no hay ningún letrero que indique que estás en el edificio correcto. Entras y al ver unos buzones de sugerencias con un claro “Ministerio de Finanzas”, que está al otro lado de la calle, vuelves a salir dando por supuesto que te has equivocado. Miras alrededor “¿Hay algún edificio más de ocho plantas?” piensas pero sólo ves dos: el Ministerio Finanzas y el edificio del que acabas de salir.
Vuelves a entrar y preguntas en la “recepción”, en la penumbra de uno o dos fluorescentes que pretenden iluminar a cinco metros del suelo, con vendedores ambulantes y gente ajetreada entrando y saliendo, entre carteles de “La corrupción se está comiendo al país” y “El buen trabajador se presenta al trabajo; El buen trabajador llega a tiempo””. Por recepción se entiende una mesa, bueno, más bien un pupitre grande, en una esquina. Sí, estás en el Ministerio de Educación, te dicen. Venga, tira para arriba que el ascensor no está ni se le espera, a pesar de esa puerta que miras ilusionado pero que no hace más que dar el pego.
Primera parada, la tercera planta. Y de ahí, siguiendo al primer liberiano que he conocido de paso acelerado, el habitual ejercicio de escaleras. De la tercera a la cuarta, de la cuarta a la sexta, luego otra vez la cuarta, más tarde a la quinta y finalmente a la tercera. Allí un tipo me dice “ve a la sexta planta a hablar con los jefes”. “Pero, ¿no acabo de estar ahí?” piensas. Subes de nuevo (¿Qué más da tres plantas a pie otra vez?) Mala suerte, chaval, tendrás que esperar a otro día, los jefes no están y lo de pedir cita en la oficina con el ministro no funciona. Insisto. No. Vuelvo a insistir y funciona: consigo el número móvil del ministro. Bueno, ya se sabe, el ministro de turno, no el titular. Sorprendentemente ni siquiera he dicho quien soy (“¿Para qué sirve un secretario, entonces?” me pregunto).
Subiendo y bajando casi me he hecho amigo de un inglés al que he conocido un par de horas antes en un restaurante y al que al explicarle mi misión (sí, sí, esto es una misión y yo voy pertrechado con mis tres cartas firmadas por diferentes ministros), casi se ríe y me suelta sólo un jocoso “Good luck!”. Me lo he cruzado tres veces en las escaleras. Cuando intento en vano explicarle mi frustración a un compañero de trabajo, liberiano, éste sólo me pone su mano en mi hombro y compasivo me dice “Tengo confianza. Estoy convencido de que lo conseguirás”. ¡Tú tienes demasiada confianza en mí!
Con un número de teléfono más y un poco de paciencia menos, me dirijo al Ministerio de Justicia. Ahí, la conversación con el encargado de turno no es que lo parezca sino que directamente es de besugos. Hechas las presentaciones e indicada mi misión (recopilar todos los acuerdos de cooperación firmados por el gobierno con agencias internacionales u otros gobiernos) empieza la conversación:
- “Me gustaría saber si el Ministerio de Justicia ha firmado acuerdos de cooperación” digo yo
- “Todos los acuerdos los tiene el Ministerio de Exteriores o el de Planificación” me responde
Yo, que trabajo en Exteriores, añado:
- “No, no están todos. Precisamente por eso estoy yendo de ministerio en ministerio”
- “Eso no es posible. Yo no sé los acuerdo que el Gobierno ha firmado” responde
- “No, no me refiero a todos los acuerdos del Gobierno. Me refiero a los del Ministerio de Justicia.” especifiqué
- “Bueno, hemos firmado uno de cooperación para importar arroz….”
“¿Arroz?¿En el Ministerio de Justicia?” me pregunto por dentro.
- “No, me refiero al de Justicia”, insito
- “Ah, en ese caso me tiene que traer una lista con los acuerdos que hemos firmado para que yo le pueda comentar algo sobre ellos”.
- “Esa no lista no la tengo. Precisamente estoy intentado elaborarla” contesto
- “No, no, usted no entiende. Eso no es posible. ¿Me sigue?¿Entiende lo que digo?....
Sí, le entiendo, a pesar de ser blanco y occidental y de hablar usted en inglés liberiano, le entiendo. “¿Tanta cara de imbécil piensas que tengo?” me pregunto.
- “…..Le digo que esa lista la tiene el Ministerio de Exteriores”.
- “Es que precisamente ése el problema. Yo trabajo ahí y esa lista no existe”.
- “Pero ¡?cómo quiere que le diga yo todos los acuerdos que hemos firmado?! Son muchos. Si me trae usted una lista con ellos yo le comento”. ¡Y dale!
Así y ahí acaba mi ronda ministerial y empieza el embrujo de la ciudad. Y cuando digo embrujo no me refiero a un encanto hipnótico de hermosas ciudades (¡ja!), iluminándose en sus esquinas al caer la noche (¡ja, ja!) si no a brujos de esos de pócimas mágicas y palabras acadabrescas, de los que los libros de cuentos están llenos. Yo el lunes conocí a un brujo mandingo.
Pasaba yo por otro de esos edificios relativamente altos (unos pocos sí que hay) cuando vi una manta dividida en múltiples cuadrículas con dibujos de diferentes partes del cuerpo humano y nombres de enfermedades.
Me puse a mirar con detalle la sábana-cartel cuando apareció un tipo negro, bien negro, con un gorro de lana en la cabeza (si llueve y bajamos a 25 grados la gente se pela), comiendo cacahuetes. Le pregunté que era aquello y me explicó que él era médico y que curaba “todas las enfermedades” (¡viva la modestia!). Me dijo que traía las “medicinas” de un lugar llamado “áfrico” que resultó ser “Ivory Coast”( Costa de Marfil) como tradujo otro hombre, porque las plantas de aquí no tienen fuerza ya que llueve demasiado. 18 años se pasó el brujo en la selva para aprender su oficio Todo muy respetable, la verdad. Al fin y al cabo, herbolarios hay en todos sitios. “Herbolario” eso es lo que se leía en su tarjeta identificativa.
Pero claro, toda esa seriedad se va al garete cuando analizas los dibujos, de niño de diez años, de enfermedades reales o supuestas. Entre las primeras, la gonorrea, un muy general mal de cabeza (¡menudo dibujo con una cabeza deformada!), hemorroides (dibujo con mojón incluido) o la menstruación (sí, según él se cura pero te digo yo que si una mujer sangra como el dibujo mejor le das una transfusión); entre las segundas, los malos espíritus (por dibujo un fantasma de los de sábana blanca larga con sólo agujeros en los ojos y una equis (¿?) en la frente) o algo referido como “Education” (un chico en un pupitre, leyendo, ya ves que enfermedad ¡empollón!), que resulta ser mala memoria.
Balbucea. Está medio colocado, se tambalea y le cuesta pelar los cacahuetes. Será algún remedio casero para las alucinaciones en forma de hojas liadas para fumar, seguro.
Retira el plástico negro que cubre la carreta cargada de “medicinas” y sólo veo bolsas transparentes llenas de especias y hierbas. Nada, hombre, sólo son 30 dólares para curarte de la “Education” esa con estas yerbas. Una ganga. ¿Y qué me dices de una bolsa de un marón amarillento en la que un papelito se lee “Curry”? “Disculpa pero de pollo al curry yo no tengo mucho” Se me vienen a la cabeza todos esos soldados indios de Naciones Unidas que veo a menudo y me imagino que de algo, no sé el qué, estarán muy sanos porque comen mucho curry.
Y los anillos ¿Qué decir de los anillos y las pulseras? De un dorado viejo y un hierro un tanto oxidado son de fácil uso; uno se los pone tres días, no más (dosis precisas, que para eso es brujo) y dice unas palabrejas y ya está, sanado de malos espíritus. Lo mismo para el dolor de espalada. “Si es que seré yo estúpido preocupándome por cómo me siento, estirando y haciendo natación” piensas “cuando con un par de anillos, ¡zas!, chic chac, curado”.
La conversación con el brujo no sé si me curó de algo más que de espantos. El buen humor del que me puse lo atribuyo a la charla y no a esos efluvios que me recordaban a algo conocido como marihuana pero que mi ignorancia de hombre no africano puede confundir con algo que no era. Pero juraría que olía igual que durante las fumadas en el campus de la universidad en las que la gente, ya bonachona por todos esos humos, se reía largo rato.
Ayer, en medio del diario diluvio universal, me volví a acordar del brujo y de mis risas. Mi conductor chascaba los labios a modo de sortilegio cada vez que veía un relámpago pues si el chasquido se hace antes de que se oiga el trueno uno está protegido en la tormenta. Él dice que no lo cree (“Eso no son más que tonterías”) pero igualmente lo hace. Cambiaba de marcha y mmcchh; giraba el volante, miraba fuera, veía un relámpago y mmcchh. Aquí llueve mucho, mucho, así que cualquier ayuda es buena. Sin embargo, pude comprobar más tarde que o bien es cierto que es mentira, o que mi conductor no sabe chasquear bien los labios o que yo tendría que haberlos chasqueado.
En unos de esos charcos que parecen lagos pues casi tienen olas cuando pasa un coche (y, que por cierto, se están formando ahora mismo con la que está cayendo) nos quedamos parados. Al ver como se acumulaba el agua le dije al conductor que mejor la esquivase pero el me dijo que no, que yo no sabía. Te lo han dicho tantas veces y tantas ha resultado ser cierto que al final ya no rechistas; ni lo intentas. “Si pasa ese coche, pasa yo” me dijo. “Vale, pero ¿no es ese coche algo más alto que el nuestro? Ni caso, y piensas “soy tonto”. Arrancó y derechitos al agua. Por un momento pensé que íbamos a pasar pero en medio de ése ya casi lago la furgoneta empezó a renquear y a toser como un viejo hasta que se paró muerta, bien muerta. Ahí, en medio de un creciente pantano con el agua que llegaba por la puerta.
Glu, glu, glu, se oía en el motor cada vez que pasaba un coche por nuestro lado. Agh, ahg, cuando intentaba poner en marcha inútilmente el motor. Parados, glu, glu, glu, agh, agh, ahg, mmcchh y un “¡Quiero mear!” del conductor. A sólo 20 metros de nuestro destino. “¡Quiero mear!”. Si quieres orinar ¿qué te voy a decir yo buen hombre?. Pues nada, la verdad. Tampoco hubieran hecho falta mis consejos porque el tipo abrió la puerta y, ¡zas!, cremallera abajo para aliviarse, como si fuera un niño apuntando al charco para salpicar lo más posible.
Digo yo que ya habré aprendido a tener paciencia porque mientras mi conductor, una vez ya aliviado, intentaba ingenuamente (por una vez el ingenuo no era yo) poner el coche en marcha, yo estaba sentado detrás comiendo unas magníficas galletas María (sí, de las de verdad, hechas en Palencia) con chocolate.
El conductor pretendía meter mano al motor y no se explicaba que el tubo de escape estuviera dentro del agua. Metía mano y yo pensaba “¿Con que vas a sacar el agua? Además, por mucha agua que saques, como no vacíes todo este pantano no vas a hacer nada”. Glu, glu, glu, cada vez que pasaba un todoterreno (los coches ya no pasaban). Mi conductor sin saldo en el teléfono pidiéndome el mío para hacer llamadas (con sólo un par de dólares y con una red que fallaba) suplicando que le mandaran a alguien que en un momento pondrían el coche en marcha. “Ahora, ahora” le contestaban. Seguro que vienen, pensaba yo irónicamente. “Pones el coche en una rampa, el agua sale del motor y punto, como nuevo” me decía. Sí, sí, lo que tú digas pero yo sigo con mis galletas. “¿Qué haces que no paras de comer?” me gritó medio riéndose dándose cuenta de la situación. “A ver, explícame qué quieres que haga” le contesté. En ese momento el liberiano parecía yo y el impaciente hombre blanco él aunque al final acabamos los dos desternillándonos de risa. Por suerte para mí, un amigo mío pasó por ahí y, como en las operaciones de salvamento marítimo, pude pasar de un vehículo a otro. A él le tocó esperar entre chasquidos de labios y glu, glu, glus.
De vuelta a casa, mientras un coche se aprestaba a cambiar la rueda en medio de la calzada, colapsando el tráfico, (¿Por qué vas a mover el coche si lo puedes hacer ahí?) me acordé de un liberiano que el día antes me dijo “Las lágrimas no traen risas pero las risas traen lágrimas”. Vamos, para qué llorar si puedes reír.
Sí, lo sé, Liberia es un país pobre, de aquellos que para que salgan en la lista más vale que empieces por aba jo. Pero aquí, entre casas que no sabes si se están cayendo o están a medio montar, también la gente se echa unas risas.
El lunes andaba yo ya de paseo, acabada mi habitual ronda ministerial cuando…. Perdón, necesito un inciso para explicar lo que significa una ronda.
A veces creo que soy el sereno o una peonza, o ambas cosas. Lo primero porque la gente, de tanto que me ha visto, ya me saluda por la calle y por los ministerios, gente a la que yo ni recuerdo pero que ya me reconoce o por mi pinta de guiri (cámara al cuello, sombrero de paja y barba) o por mi cara de perdido y desamparado (cara de “¿cuánto tiempo quiere decir “ahora vuelve el ministro” pues ya llevo medio hora sentado aquí esperando?).
Volviendo a lo que me ocupa, que la cabeza se me pierde en demasiados detalles, el tema es que por ronda servidor se refiere a ir, en un ejemplo muy muy hipotético (vamos, que casi parece que me lo invento), al Ministerio de Educación, donde al llegar no hay ningún letrero que indique que estás en el edificio correcto. Entras y al ver unos buzones de sugerencias con un claro “Ministerio de Finanzas”, que está al otro lado de la calle, vuelves a salir dando por supuesto que te has equivocado. Miras alrededor “¿Hay algún edificio más de ocho plantas?” piensas pero sólo ves dos: el Ministerio Finanzas y el edificio del que acabas de salir.
Vuelves a entrar y preguntas en la “recepción”, en la penumbra de uno o dos fluorescentes que pretenden iluminar a cinco metros del suelo, con vendedores ambulantes y gente ajetreada entrando y saliendo, entre carteles de “La corrupción se está comiendo al país” y “El buen trabajador se presenta al trabajo; El buen trabajador llega a tiempo””. Por recepción se entiende una mesa, bueno, más bien un pupitre grande, en una esquina. Sí, estás en el Ministerio de Educación, te dicen. Venga, tira para arriba que el ascensor no está ni se le espera, a pesar de esa puerta que miras ilusionado pero que no hace más que dar el pego.
Primera parada, la tercera planta. Y de ahí, siguiendo al primer liberiano que he conocido de paso acelerado, el habitual ejercicio de escaleras. De la tercera a la cuarta, de la cuarta a la sexta, luego otra vez la cuarta, más tarde a la quinta y finalmente a la tercera. Allí un tipo me dice “ve a la sexta planta a hablar con los jefes”. “Pero, ¿no acabo de estar ahí?” piensas. Subes de nuevo (¿Qué más da tres plantas a pie otra vez?) Mala suerte, chaval, tendrás que esperar a otro día, los jefes no están y lo de pedir cita en la oficina con el ministro no funciona. Insisto. No. Vuelvo a insistir y funciona: consigo el número móvil del ministro. Bueno, ya se sabe, el ministro de turno, no el titular. Sorprendentemente ni siquiera he dicho quien soy (“¿Para qué sirve un secretario, entonces?” me pregunto).
Subiendo y bajando casi me he hecho amigo de un inglés al que he conocido un par de horas antes en un restaurante y al que al explicarle mi misión (sí, sí, esto es una misión y yo voy pertrechado con mis tres cartas firmadas por diferentes ministros), casi se ríe y me suelta sólo un jocoso “Good luck!”. Me lo he cruzado tres veces en las escaleras. Cuando intento en vano explicarle mi frustración a un compañero de trabajo, liberiano, éste sólo me pone su mano en mi hombro y compasivo me dice “Tengo confianza. Estoy convencido de que lo conseguirás”. ¡Tú tienes demasiada confianza en mí!
Con un número de teléfono más y un poco de paciencia menos, me dirijo al Ministerio de Justicia. Ahí, la conversación con el encargado de turno no es que lo parezca sino que directamente es de besugos. Hechas las presentaciones e indicada mi misión (recopilar todos los acuerdos de cooperación firmados por el gobierno con agencias internacionales u otros gobiernos) empieza la conversación:
- “Me gustaría saber si el Ministerio de Justicia ha firmado acuerdos de cooperación” digo yo
- “Todos los acuerdos los tiene el Ministerio de Exteriores o el de Planificación” me responde
Yo, que trabajo en Exteriores, añado:
- “No, no están todos. Precisamente por eso estoy yendo de ministerio en ministerio”
- “Eso no es posible. Yo no sé los acuerdo que el Gobierno ha firmado” responde
- “No, no me refiero a todos los acuerdos del Gobierno. Me refiero a los del Ministerio de Justicia.” especifiqué
- “Bueno, hemos firmado uno de cooperación para importar arroz….”
“¿Arroz?¿En el Ministerio de Justicia?” me pregunto por dentro.
- “No, me refiero al de Justicia”, insito
- “Ah, en ese caso me tiene que traer una lista con los acuerdos que hemos firmado para que yo le pueda comentar algo sobre ellos”.
- “Esa no lista no la tengo. Precisamente estoy intentado elaborarla” contesto
- “No, no, usted no entiende. Eso no es posible. ¿Me sigue?¿Entiende lo que digo?....
Sí, le entiendo, a pesar de ser blanco y occidental y de hablar usted en inglés liberiano, le entiendo. “¿Tanta cara de imbécil piensas que tengo?” me pregunto.
- “…..Le digo que esa lista la tiene el Ministerio de Exteriores”.
- “Es que precisamente ése el problema. Yo trabajo ahí y esa lista no existe”.
- “Pero ¡?cómo quiere que le diga yo todos los acuerdos que hemos firmado?! Son muchos. Si me trae usted una lista con ellos yo le comento”. ¡Y dale!
Así y ahí acaba mi ronda ministerial y empieza el embrujo de la ciudad. Y cuando digo embrujo no me refiero a un encanto hipnótico de hermosas ciudades (¡ja!), iluminándose en sus esquinas al caer la noche (¡ja, ja!) si no a brujos de esos de pócimas mágicas y palabras acadabrescas, de los que los libros de cuentos están llenos. Yo el lunes conocí a un brujo mandingo.
Pasaba yo por otro de esos edificios relativamente altos (unos pocos sí que hay) cuando vi una manta dividida en múltiples cuadrículas con dibujos de diferentes partes del cuerpo humano y nombres de enfermedades.
Me puse a mirar con detalle la sábana-cartel cuando apareció un tipo negro, bien negro, con un gorro de lana en la cabeza (si llueve y bajamos a 25 grados la gente se pela), comiendo cacahuetes. Le pregunté que era aquello y me explicó que él era médico y que curaba “todas las enfermedades” (¡viva la modestia!). Me dijo que traía las “medicinas” de un lugar llamado “áfrico” que resultó ser “Ivory Coast”( Costa de Marfil) como tradujo otro hombre, porque las plantas de aquí no tienen fuerza ya que llueve demasiado. 18 años se pasó el brujo en la selva para aprender su oficio Todo muy respetable, la verdad. Al fin y al cabo, herbolarios hay en todos sitios. “Herbolario” eso es lo que se leía en su tarjeta identificativa.
Pero claro, toda esa seriedad se va al garete cuando analizas los dibujos, de niño de diez años, de enfermedades reales o supuestas. Entre las primeras, la gonorrea, un muy general mal de cabeza (¡menudo dibujo con una cabeza deformada!), hemorroides (dibujo con mojón incluido) o la menstruación (sí, según él se cura pero te digo yo que si una mujer sangra como el dibujo mejor le das una transfusión); entre las segundas, los malos espíritus (por dibujo un fantasma de los de sábana blanca larga con sólo agujeros en los ojos y una equis (¿?) en la frente) o algo referido como “Education” (un chico en un pupitre, leyendo, ya ves que enfermedad ¡empollón!), que resulta ser mala memoria.
Balbucea. Está medio colocado, se tambalea y le cuesta pelar los cacahuetes. Será algún remedio casero para las alucinaciones en forma de hojas liadas para fumar, seguro.
Retira el plástico negro que cubre la carreta cargada de “medicinas” y sólo veo bolsas transparentes llenas de especias y hierbas. Nada, hombre, sólo son 30 dólares para curarte de la “Education” esa con estas yerbas. Una ganga. ¿Y qué me dices de una bolsa de un marón amarillento en la que un papelito se lee “Curry”? “Disculpa pero de pollo al curry yo no tengo mucho” Se me vienen a la cabeza todos esos soldados indios de Naciones Unidas que veo a menudo y me imagino que de algo, no sé el qué, estarán muy sanos porque comen mucho curry.
Y los anillos ¿Qué decir de los anillos y las pulseras? De un dorado viejo y un hierro un tanto oxidado son de fácil uso; uno se los pone tres días, no más (dosis precisas, que para eso es brujo) y dice unas palabrejas y ya está, sanado de malos espíritus. Lo mismo para el dolor de espalada. “Si es que seré yo estúpido preocupándome por cómo me siento, estirando y haciendo natación” piensas “cuando con un par de anillos, ¡zas!, chic chac, curado”.
La conversación con el brujo no sé si me curó de algo más que de espantos. El buen humor del que me puse lo atribuyo a la charla y no a esos efluvios que me recordaban a algo conocido como marihuana pero que mi ignorancia de hombre no africano puede confundir con algo que no era. Pero juraría que olía igual que durante las fumadas en el campus de la universidad en las que la gente, ya bonachona por todos esos humos, se reía largo rato.
Ayer, en medio del diario diluvio universal, me volví a acordar del brujo y de mis risas. Mi conductor chascaba los labios a modo de sortilegio cada vez que veía un relámpago pues si el chasquido se hace antes de que se oiga el trueno uno está protegido en la tormenta. Él dice que no lo cree (“Eso no son más que tonterías”) pero igualmente lo hace. Cambiaba de marcha y mmcchh; giraba el volante, miraba fuera, veía un relámpago y mmcchh. Aquí llueve mucho, mucho, así que cualquier ayuda es buena. Sin embargo, pude comprobar más tarde que o bien es cierto que es mentira, o que mi conductor no sabe chasquear bien los labios o que yo tendría que haberlos chasqueado.
En unos de esos charcos que parecen lagos pues casi tienen olas cuando pasa un coche (y, que por cierto, se están formando ahora mismo con la que está cayendo) nos quedamos parados. Al ver como se acumulaba el agua le dije al conductor que mejor la esquivase pero el me dijo que no, que yo no sabía. Te lo han dicho tantas veces y tantas ha resultado ser cierto que al final ya no rechistas; ni lo intentas. “Si pasa ese coche, pasa yo” me dijo. “Vale, pero ¿no es ese coche algo más alto que el nuestro? Ni caso, y piensas “soy tonto”. Arrancó y derechitos al agua. Por un momento pensé que íbamos a pasar pero en medio de ése ya casi lago la furgoneta empezó a renquear y a toser como un viejo hasta que se paró muerta, bien muerta. Ahí, en medio de un creciente pantano con el agua que llegaba por la puerta.
Glu, glu, glu, se oía en el motor cada vez que pasaba un coche por nuestro lado. Agh, ahg, cuando intentaba poner en marcha inútilmente el motor. Parados, glu, glu, glu, agh, agh, ahg, mmcchh y un “¡Quiero mear!” del conductor. A sólo 20 metros de nuestro destino. “¡Quiero mear!”. Si quieres orinar ¿qué te voy a decir yo buen hombre?. Pues nada, la verdad. Tampoco hubieran hecho falta mis consejos porque el tipo abrió la puerta y, ¡zas!, cremallera abajo para aliviarse, como si fuera un niño apuntando al charco para salpicar lo más posible.
Digo yo que ya habré aprendido a tener paciencia porque mientras mi conductor, una vez ya aliviado, intentaba ingenuamente (por una vez el ingenuo no era yo) poner el coche en marcha, yo estaba sentado detrás comiendo unas magníficas galletas María (sí, de las de verdad, hechas en Palencia) con chocolate.
El conductor pretendía meter mano al motor y no se explicaba que el tubo de escape estuviera dentro del agua. Metía mano y yo pensaba “¿Con que vas a sacar el agua? Además, por mucha agua que saques, como no vacíes todo este pantano no vas a hacer nada”. Glu, glu, glu, cada vez que pasaba un todoterreno (los coches ya no pasaban). Mi conductor sin saldo en el teléfono pidiéndome el mío para hacer llamadas (con sólo un par de dólares y con una red que fallaba) suplicando que le mandaran a alguien que en un momento pondrían el coche en marcha. “Ahora, ahora” le contestaban. Seguro que vienen, pensaba yo irónicamente. “Pones el coche en una rampa, el agua sale del motor y punto, como nuevo” me decía. Sí, sí, lo que tú digas pero yo sigo con mis galletas. “¿Qué haces que no paras de comer?” me gritó medio riéndose dándose cuenta de la situación. “A ver, explícame qué quieres que haga” le contesté. En ese momento el liberiano parecía yo y el impaciente hombre blanco él aunque al final acabamos los dos desternillándonos de risa. Por suerte para mí, un amigo mío pasó por ahí y, como en las operaciones de salvamento marítimo, pude pasar de un vehículo a otro. A él le tocó esperar entre chasquidos de labios y glu, glu, glus.
De vuelta a casa, mientras un coche se aprestaba a cambiar la rueda en medio de la calzada, colapsando el tráfico, (¿Por qué vas a mover el coche si lo puedes hacer ahí?) me acordé de un liberiano que el día antes me dijo “Las lágrimas no traen risas pero las risas traen lágrimas”. Vamos, para qué llorar si puedes reír.
jueves, 18 de junio de 2009
Sufrir y añorar
“I’m suffering” me dice Abu, sentado a la sombra de un muro de obra en el que resaltan el rojo y azul del Liberia Reconstruction and Development Comittee. “I’m suffering” repite. La tenue sonrisa en sus labios me lleva a pensar que como cualquier otro liberiano lo que quiere es que le suelte unos pocos dólares. “I’m suffering” insiste “and nobody believes me”.
Al ver la cámara, Abu, con el característico “You, White man!”, me ha llamado al pasar enfrente suyo. En cuclillas, me pide una foto mientras con un palillo pincha un trozo de carne en el cubo de una vendedora ambulante. Me arrodillo, enfoco y disparo. Nos ponemos a charlar.
Abu, que ronda la cuarentena, tiene dos críos, el mayor de los cuales no pasa de los seis años. Su madre tuvo un infarto hace poco y su padre murió hace ya veinte años. Abu no trabaja, trapichea vendiendo algo de carne estofada para sacarse alrededor de un dólar y medio al día. Poco dinero, poca comida y críos creciendo. Abu sufre.
Empezamos a hablar mientras un grupo de hombres curiosos, jóvenes, adultos y viejos, comienza a rodearnos. Como es habitual la conversación empieza con preguntas sobre mí y sobre mi trabajo: qué hago en Liberia, para quién trabajo, por cuánto tiempo y las demás preguntas del interrogatorio popular. Yo pregunto sobre qué opinan de toda esta marea de extranjeros que está en el país, de la misión de Naciones Unidas y del país en general. Abu está descontento sobre cómo van las cosas. En realidad, más que descontento. Piensa que el país no marcha bien y razón no le falta: “There are no Jobs”. Lamenta que nadie escucha a los pobres. “The government” se queja “doesn’t listen to us”. Mencionarle una larga serie de programas de ayuda que se están llevando a cabo sólo sirva para que responda:
- “The school is not free. The hospital is not free. There is nothing free for the poor”
- “What would you do to solve the problems?” le pregunto.
- “Education” responde primero. “Hospitals” añade un tanto después.
Abu, como el resto de sus compatriotas, habla de la educación como de la panacea a sus dificultades. Pero ¿cuántos años tarda en educarse una persona hasta que realmente contribuye a levantar el país? ¿cómo ayuda eso a solucionar el hoy de Abu, no sólo el mañana? Entiende que sí, que ahora hay cosas que van mejor pero como dice él “It will be too late for me”. Y sufre.
Abu se queja de que no puede comer, de que el dinero sólo le da para comer una vez al día. Hace tan sólo unos minutos que le he visto llevarse un trozo de carne a la boca y se lo recuerdo. Medio sonríe y me replica:
- “This would make you sick”
- “Why?” pregunto.
- “Spire” responde y repite más de una vez.
- “What do you mean by “spire”?”
- “Not good. Spire. Date passed” intenta hacerme entender. Lo consigue; comprendo: “Expired”, carne caducada. Ése no es alimento con el que alimentarse y dar de comer a sus hijos: Y sufre.
Abu, sin embargo, es consciente de que hoy, donde antes había fango y charcos varios meses al año, hay una carretera asfaltada. Pero Abu no entiende que esta fina capa de asfalto no llegue a su barriada y que haya sido construida, como tantas otras cosas de este país, por los chinos; no entiende que a pesar de ser todo músculo no haya podido alzar pico y pala; no entiende que varios meses al año se siga enlodando para entrar y salir de casa. Y sufre.
Abu ve los postes que se alzan cargando electricidad y que empiezan a iluminar aunque sea tristemente las noches tan oscuras de la ciudad. Pero Abu no entiende que la noche sólo brille para unos pocos porque ni él ni toda la cuadrilla a mi en derredor pueden pagar las, para ellos, desorbitadas tarifas de la compañía eléctrica. El día que el dinero da, pocos, Abu usa lámparas de parafina o carbón y linternas con baterías que milagrosamente aún se recargan a pesar del óxido incrustado. El día que el dinero no da, la mayoría, las oscuras tardes de lluvia y las noches siguen siendo más negras que el añorado carbón. Abu no tiene luz. Y sufre.
Abu ve pasar todos esos camiones cargados de soldados de casco o gorra azul y entiende que han ayudado a acabar la guerra. Pero él, como todos los demás, no entiende que no se paren a ayudarle cuando le atracan y que le manden a buscar ayuda a la policía, bien conocida por sus actos, no de servicio sino de corrupción. Abu se siente inseguro. Y sufre.
Abu no comprende para qué viene tanto extranjero a ayudarles si jamás ni a él ni a la cuadrilla de obreros que tengo al lado les han consultado nunca. “They don’t help me” argumenta. No se explica que el dinero que entra al país sea más que el presupuesto del gobierno, que les hayan perdonado miles de millones de dólares en deuda (cifras inmanejables para él y para mí), y que él, cuando necesita dinero tenga que dirigirse al prestamista del otro lado de la calle que le cobra un interés del 50% mensual. Abu no entiende que la usura es abuso pues es algo natural y común. “It’s business” argumenta “You take it or you leave it” como si tuviera alguna otra opción. Atrapado en un agujero de deuda que se cubre con más deuda “Dig hole, cover hole”, se resigna. Y sufre.
Abu, mientras hablamos de los nuevos proyectos de saneamiento de Monrovia juguetea con un pequeño sobre blanco de plástico. Me pregunta de si en España tenemos agua corriente pues no entiende que en este país, que en algunos puntos conoce más de cinco metros de lluvia al año, casi todos sigan bebiendo agua caldeada al sol y yendo a buscar el agua al pozo o a la charca para lavarse.
- “Do have soap in Spain?” inquiere.
- “Soap?” pregunto extrañado. “Yes, we do”
- “No. This soap” dice y adelanta el sobre con el que estaba jugueteando hace un momento.
Puedo leer “Excel. Ultra detergent powder”. Detergente protector de colores con el que lavarse pues es más barato que el jabón de cuerpo. En un país que muy cercano al ecuador conoce como propio el calor sofocante sorprende que un hombre te diga “It can make your skin very hot”. Pero Abu se lava con él y calla. Y sufre.
Abu añora el pasado; Abu extraña a Taylor.
Este hombre que se sienta delante de mí no es ningún santo. Sufre pero también ha hecho sufrir. El hombre con el que llevo ya un rato charlando echa de menos la guerra; está convencido de que sólo las armas pueden traer cambio a este país. Le pregunto si no prefiere la paz y me responde que entiende que ahora hay algunas cosas que van a mejor pero que él casi no puede comer. “I was making 3.000 or 4.000 dollars a day”. Dólares liberianos me aclara, equivalente a varias decenas de dólares, mucho más que su paupérrimo dólar y medio actual. Y añora.
El tipo que sigue sentado delante de mí apoya a Taylor. “He is my great leader” me da como única respuesta cuando le pregunto por qué iría de nuevo a la guerra. “If he says we go to war, I will follow him”. No atiende a razones; no me da ninguna explicación de cuál fue la causa de la tantos años de matanzas pero no se apoca en su apoyo a un hombre que está siendo juzgado por crímenes de guerra. “He taught me everything I know” justifica. Y añora.
El individuo con el que sigo hablando pasa a contarme con detalle una de esas enseñanzas. Con el dedo justo por debajo del codo, a modo de cuchillo, me habla de cómo cortaban los brazos de los cadáveres y hacían sopa con ellos para comer entre la tropa; de cómo sacaban la piel y los tendones y de cómo comían “the engine”, es decir el corazón, el hígado y demás vísceras de aquellos a los que habían asesinado. Con contundencia pero sin alzar la voz ni cambiar el tono me asegura “If they try all our generals at the criminal court, we will go to war”. ¿Es posible tener Justicia y Paz o hay que escoger entre Justicia o Paz? Explica y añora.
Han pasado seis años desde que se acallaron las armas en este país pero no está claro que se haya apaciguado el ardor guerrero. Hombres que empuñaron armas ven pasar monótonamente días anodinos que sólo sirven para echar la vista atrás y reforzar la creencia de que tiempos pasados siempre fueron mejores. Éste es el peligro de Liberia.
Abu sufre, el antiguo soldado añora. “I’m suffering” me dice el primero con su engañosa media sonrisa. “It’s so easy to kill” dice el segundo en un tenue suspiro que no es más que un pensamiento dirigido a si mismo. A sus espaladas, un cartel anuncia: LBDI: Liberia Ready for Business.
Al ver la cámara, Abu, con el característico “You, White man!”, me ha llamado al pasar enfrente suyo. En cuclillas, me pide una foto mientras con un palillo pincha un trozo de carne en el cubo de una vendedora ambulante. Me arrodillo, enfoco y disparo. Nos ponemos a charlar.
Abu, que ronda la cuarentena, tiene dos críos, el mayor de los cuales no pasa de los seis años. Su madre tuvo un infarto hace poco y su padre murió hace ya veinte años. Abu no trabaja, trapichea vendiendo algo de carne estofada para sacarse alrededor de un dólar y medio al día. Poco dinero, poca comida y críos creciendo. Abu sufre.
Empezamos a hablar mientras un grupo de hombres curiosos, jóvenes, adultos y viejos, comienza a rodearnos. Como es habitual la conversación empieza con preguntas sobre mí y sobre mi trabajo: qué hago en Liberia, para quién trabajo, por cuánto tiempo y las demás preguntas del interrogatorio popular. Yo pregunto sobre qué opinan de toda esta marea de extranjeros que está en el país, de la misión de Naciones Unidas y del país en general. Abu está descontento sobre cómo van las cosas. En realidad, más que descontento. Piensa que el país no marcha bien y razón no le falta: “There are no Jobs”. Lamenta que nadie escucha a los pobres. “The government” se queja “doesn’t listen to us”. Mencionarle una larga serie de programas de ayuda que se están llevando a cabo sólo sirva para que responda:
- “The school is not free. The hospital is not free. There is nothing free for the poor”
- “What would you do to solve the problems?” le pregunto.
- “Education” responde primero. “Hospitals” añade un tanto después.
Abu, como el resto de sus compatriotas, habla de la educación como de la panacea a sus dificultades. Pero ¿cuántos años tarda en educarse una persona hasta que realmente contribuye a levantar el país? ¿cómo ayuda eso a solucionar el hoy de Abu, no sólo el mañana? Entiende que sí, que ahora hay cosas que van mejor pero como dice él “It will be too late for me”. Y sufre.
Abu se queja de que no puede comer, de que el dinero sólo le da para comer una vez al día. Hace tan sólo unos minutos que le he visto llevarse un trozo de carne a la boca y se lo recuerdo. Medio sonríe y me replica:
- “This would make you sick”
- “Why?” pregunto.
- “Spire” responde y repite más de una vez.
- “What do you mean by “spire”?”
- “Not good. Spire. Date passed” intenta hacerme entender. Lo consigue; comprendo: “Expired”, carne caducada. Ése no es alimento con el que alimentarse y dar de comer a sus hijos: Y sufre.
Abu, sin embargo, es consciente de que hoy, donde antes había fango y charcos varios meses al año, hay una carretera asfaltada. Pero Abu no entiende que esta fina capa de asfalto no llegue a su barriada y que haya sido construida, como tantas otras cosas de este país, por los chinos; no entiende que a pesar de ser todo músculo no haya podido alzar pico y pala; no entiende que varios meses al año se siga enlodando para entrar y salir de casa. Y sufre.
Abu ve los postes que se alzan cargando electricidad y que empiezan a iluminar aunque sea tristemente las noches tan oscuras de la ciudad. Pero Abu no entiende que la noche sólo brille para unos pocos porque ni él ni toda la cuadrilla a mi en derredor pueden pagar las, para ellos, desorbitadas tarifas de la compañía eléctrica. El día que el dinero da, pocos, Abu usa lámparas de parafina o carbón y linternas con baterías que milagrosamente aún se recargan a pesar del óxido incrustado. El día que el dinero no da, la mayoría, las oscuras tardes de lluvia y las noches siguen siendo más negras que el añorado carbón. Abu no tiene luz. Y sufre.
Abu ve pasar todos esos camiones cargados de soldados de casco o gorra azul y entiende que han ayudado a acabar la guerra. Pero él, como todos los demás, no entiende que no se paren a ayudarle cuando le atracan y que le manden a buscar ayuda a la policía, bien conocida por sus actos, no de servicio sino de corrupción. Abu se siente inseguro. Y sufre.
Abu no comprende para qué viene tanto extranjero a ayudarles si jamás ni a él ni a la cuadrilla de obreros que tengo al lado les han consultado nunca. “They don’t help me” argumenta. No se explica que el dinero que entra al país sea más que el presupuesto del gobierno, que les hayan perdonado miles de millones de dólares en deuda (cifras inmanejables para él y para mí), y que él, cuando necesita dinero tenga que dirigirse al prestamista del otro lado de la calle que le cobra un interés del 50% mensual. Abu no entiende que la usura es abuso pues es algo natural y común. “It’s business” argumenta “You take it or you leave it” como si tuviera alguna otra opción. Atrapado en un agujero de deuda que se cubre con más deuda “Dig hole, cover hole”, se resigna. Y sufre.
Abu, mientras hablamos de los nuevos proyectos de saneamiento de Monrovia juguetea con un pequeño sobre blanco de plástico. Me pregunta de si en España tenemos agua corriente pues no entiende que en este país, que en algunos puntos conoce más de cinco metros de lluvia al año, casi todos sigan bebiendo agua caldeada al sol y yendo a buscar el agua al pozo o a la charca para lavarse.
- “Do have soap in Spain?” inquiere.
- “Soap?” pregunto extrañado. “Yes, we do”
- “No. This soap” dice y adelanta el sobre con el que estaba jugueteando hace un momento.
Puedo leer “Excel. Ultra detergent powder”. Detergente protector de colores con el que lavarse pues es más barato que el jabón de cuerpo. En un país que muy cercano al ecuador conoce como propio el calor sofocante sorprende que un hombre te diga “It can make your skin very hot”. Pero Abu se lava con él y calla. Y sufre.
Abu añora el pasado; Abu extraña a Taylor.
Este hombre que se sienta delante de mí no es ningún santo. Sufre pero también ha hecho sufrir. El hombre con el que llevo ya un rato charlando echa de menos la guerra; está convencido de que sólo las armas pueden traer cambio a este país. Le pregunto si no prefiere la paz y me responde que entiende que ahora hay algunas cosas que van a mejor pero que él casi no puede comer. “I was making 3.000 or 4.000 dollars a day”. Dólares liberianos me aclara, equivalente a varias decenas de dólares, mucho más que su paupérrimo dólar y medio actual. Y añora.
El tipo que sigue sentado delante de mí apoya a Taylor. “He is my great leader” me da como única respuesta cuando le pregunto por qué iría de nuevo a la guerra. “If he says we go to war, I will follow him”. No atiende a razones; no me da ninguna explicación de cuál fue la causa de la tantos años de matanzas pero no se apoca en su apoyo a un hombre que está siendo juzgado por crímenes de guerra. “He taught me everything I know” justifica. Y añora.
El individuo con el que sigo hablando pasa a contarme con detalle una de esas enseñanzas. Con el dedo justo por debajo del codo, a modo de cuchillo, me habla de cómo cortaban los brazos de los cadáveres y hacían sopa con ellos para comer entre la tropa; de cómo sacaban la piel y los tendones y de cómo comían “the engine”, es decir el corazón, el hígado y demás vísceras de aquellos a los que habían asesinado. Con contundencia pero sin alzar la voz ni cambiar el tono me asegura “If they try all our generals at the criminal court, we will go to war”. ¿Es posible tener Justicia y Paz o hay que escoger entre Justicia o Paz? Explica y añora.
Han pasado seis años desde que se acallaron las armas en este país pero no está claro que se haya apaciguado el ardor guerrero. Hombres que empuñaron armas ven pasar monótonamente días anodinos que sólo sirven para echar la vista atrás y reforzar la creencia de que tiempos pasados siempre fueron mejores. Éste es el peligro de Liberia.
Abu sufre, el antiguo soldado añora. “I’m suffering” me dice el primero con su engañosa media sonrisa. “It’s so easy to kill” dice el segundo en un tenue suspiro que no es más que un pensamiento dirigido a si mismo. A sus espaladas, un cartel anuncia: LBDI: Liberia Ready for Business.
martes, 16 de junio de 2009
El Prestige y el subdesarrollo
Cual manto de muerte, un espeso manto de 77.000 toneladas cubrió las costas gallegas de negritud. Era noviembre de 2.002; el Prestige se quebró y Liberia aún conocería otro año más de esa salvajada llamada guerra. Precisamente aquí, en Liberia, estaba registrada la compañía propietaria del buque que tanto daño nos hizo.
Liberia, a pesar de ser tan pobre, es una potencia mundial. Con una costa de tan sólo unos pocos cientos de kilómetros y con el puerto de la capital que se hunde Liberia es una de las potencias marítimas más grandes del mundo. Al menos, sobre el papel así consta. Son cientos los barcos aquí registrados. Pura falacia, todos lo saben pero Liberia enarbola el pabellón de la Bandera De Conveniencia.
Han sido muchas y airosas las quejas en contra de esos convenientes pabellones que permiten a un buque registrarse en un país sin casi ningún trámite; incluso es posible hacerlo por Internet. Fueron muchos los que alzaron la voz en contra de estos países que permiten crear agujeros negros legales (negritud que ya sabemos dónde acaba incrustada). Sin embargo, pocos saben que las principales potencias mundiales, europeas entre ellas, apoyaron el uso de esas convenientes banderas cuando se cuestionó su existencia allá por 1958, al entrar Liberia en la ONU.
Son muchas las protestas, reproches, críticas y lamentos por el uso de esos buques pero ¿acaso alguien se cuestiona el por qué de ellos?
Liberia es un país malditamente pobre. Son 3,5 millones liberianos, seis de cada 10 de los cuales viven por debajo del linde de la pobreza (límite que aquí se sitúa en unos 250 euros al año). Aparte de lo que gaste aquí la ONU y demás agencias internacionales, el presupuesto nacional para el año que viene es de unos 212 millones de euros. El presupuesto español para 2.009 contempla un gasto de 157.000 millones de euros. Es decir, Liberia, con una población trece veces menor que España, tiene un presupuesto que es sólo el 0,13% del español.
Todo lo anterior viene a cuento porque uno no ata cabos hasta que acude a una conferencia de prensa de la Presidente. En ella varios periodistas le preguntan repetidamente sobre una diferencia de ni siquiera un millón y medio de euros en las aportaciones al presupuesto por parte de la compañía registradora de navíos. 14 ó 16 millones de dólares, ése el problema. ¿En qué país desarrollado se interpelaría a su máximo dirigente por esa diferencia cuando se habla de los presupuestos para todo un año? Sencillamente a ninguno.
La explicación es aleccionadora. Liberia ha tenido que entrar en una guerra de precios con las Islas Marshall, otra de las principales potencias mercantes mundiales, para volver a captar a los buques que atraídos por tarifas más bajas y menos regulaciones se estaban registrando en aquellas. De ahí, el descenso en ingresos.
Liberia no enarbola el pabellón de la Bandera de la Conveniencia y reduce sus tarifas sólo para dar más márgenes de beneficios a patrones de barcos y navieras. No. Libera lo hace por pura necesidad. Cuando el precio de su principal materia prima, el caucho, se hunde un 40% a consecuencia de la crisis, ¿de dónde sacar dinero para levantar el país? Cuando hay hambre no hay pan duro. Y aquí hay mucha hambre.
Estoy convencido de que los liberianos estarían encantados de no formar parte de esos países tan convenientes y de que su presidente no tuviera que responder a preguntas sobre diferencias que son sencillamente ridículas para unos presupuestos generales. Pero también estoy convencido de que uno no puede ir a decirle a un liberiano que refuerce sus controles marítimos para que nosotros nos sintamos más seguros cuando la grandísima mayoría de sus gentes, como el compañero que se sienta a mi lado en el ministerio, encuentra normal comer sólo una vez al día.
El futuro de países como Liberia y el de nuestras costas se juega mucho en Occidente no sólo porque podamos imponer mayores regulaciones sino porque consigamos que países como Liberia avancen en eso llamado desarrollo, que aquí podríamos entender como desayunar, comer y cenar el mismo día. Ésa es la auténtica marea negra que les azota a diario. Nosotros ya limpiamos los restos en nuestras costas mientras que ellos siguen de lleno en ella.
Liberia, a pesar de ser tan pobre, es una potencia mundial. Con una costa de tan sólo unos pocos cientos de kilómetros y con el puerto de la capital que se hunde Liberia es una de las potencias marítimas más grandes del mundo. Al menos, sobre el papel así consta. Son cientos los barcos aquí registrados. Pura falacia, todos lo saben pero Liberia enarbola el pabellón de la Bandera De Conveniencia.
Han sido muchas y airosas las quejas en contra de esos convenientes pabellones que permiten a un buque registrarse en un país sin casi ningún trámite; incluso es posible hacerlo por Internet. Fueron muchos los que alzaron la voz en contra de estos países que permiten crear agujeros negros legales (negritud que ya sabemos dónde acaba incrustada). Sin embargo, pocos saben que las principales potencias mundiales, europeas entre ellas, apoyaron el uso de esas convenientes banderas cuando se cuestionó su existencia allá por 1958, al entrar Liberia en la ONU.
Son muchas las protestas, reproches, críticas y lamentos por el uso de esos buques pero ¿acaso alguien se cuestiona el por qué de ellos?
Liberia es un país malditamente pobre. Son 3,5 millones liberianos, seis de cada 10 de los cuales viven por debajo del linde de la pobreza (límite que aquí se sitúa en unos 250 euros al año). Aparte de lo que gaste aquí la ONU y demás agencias internacionales, el presupuesto nacional para el año que viene es de unos 212 millones de euros. El presupuesto español para 2.009 contempla un gasto de 157.000 millones de euros. Es decir, Liberia, con una población trece veces menor que España, tiene un presupuesto que es sólo el 0,13% del español.
Todo lo anterior viene a cuento porque uno no ata cabos hasta que acude a una conferencia de prensa de la Presidente. En ella varios periodistas le preguntan repetidamente sobre una diferencia de ni siquiera un millón y medio de euros en las aportaciones al presupuesto por parte de la compañía registradora de navíos. 14 ó 16 millones de dólares, ése el problema. ¿En qué país desarrollado se interpelaría a su máximo dirigente por esa diferencia cuando se habla de los presupuestos para todo un año? Sencillamente a ninguno.
La explicación es aleccionadora. Liberia ha tenido que entrar en una guerra de precios con las Islas Marshall, otra de las principales potencias mercantes mundiales, para volver a captar a los buques que atraídos por tarifas más bajas y menos regulaciones se estaban registrando en aquellas. De ahí, el descenso en ingresos.
Liberia no enarbola el pabellón de la Bandera de la Conveniencia y reduce sus tarifas sólo para dar más márgenes de beneficios a patrones de barcos y navieras. No. Libera lo hace por pura necesidad. Cuando el precio de su principal materia prima, el caucho, se hunde un 40% a consecuencia de la crisis, ¿de dónde sacar dinero para levantar el país? Cuando hay hambre no hay pan duro. Y aquí hay mucha hambre.
Estoy convencido de que los liberianos estarían encantados de no formar parte de esos países tan convenientes y de que su presidente no tuviera que responder a preguntas sobre diferencias que son sencillamente ridículas para unos presupuestos generales. Pero también estoy convencido de que uno no puede ir a decirle a un liberiano que refuerce sus controles marítimos para que nosotros nos sintamos más seguros cuando la grandísima mayoría de sus gentes, como el compañero que se sienta a mi lado en el ministerio, encuentra normal comer sólo una vez al día.
El futuro de países como Liberia y el de nuestras costas se juega mucho en Occidente no sólo porque podamos imponer mayores regulaciones sino porque consigamos que países como Liberia avancen en eso llamado desarrollo, que aquí podríamos entender como desayunar, comer y cenar el mismo día. Ésa es la auténtica marea negra que les azota a diario. Nosotros ya limpiamos los restos en nuestras costas mientras que ellos siguen de lleno en ella.
jueves, 11 de junio de 2009
Despertando en Liberia
Tras poco más de 10 diez meses rompo el silencio de este blog desde Liberia, pequeño y pobre país en el oeste de África, adonde llegué hace poco más de dos semanas y hasta donde me quedaré hasta mediados de agosto. Esta que sigue es la primera de mis crónicas.
Tenía que reventar y reventó. Tanto quejarme yo de que vivía en una burbuja por ir del trabajo a la oficina y de la oficina al trabajo que al final tenía que estallar.
Al principio todo resulta llamativo, exótico y hasta en cierto modo divertido. Es el ciclo natural: primero te divierte, luego te enerva y al final lo acabas aceptando. Hoy, tras dos semanas y media en Liberia, he pasado de la primera a la segunda etapa. Recapitulemos.
Tras haber empezado este oscuro día de lluvia animado tras visitar la escuela de mi amigo Manuel, un hermano marista que lleva seis años aquí, he llegado al trabajo. Ahí se ha empezado a torcer el día.
Aclaremos que estaré trabajando para uno de los ministerios del gobierno de Liberia durante poco más de dos meses y llevaré a cabo un estudio sobre la ayuda que ha llegado al país en los últimos tre años. Para ello es necesario que todos los ministerios me echen una mano y como los liberianos son muy protocolarios uno de los ministros de mi ministerio me firmó una carta “a quién corresponda” pidiendo colaboración. (aclaración: ministro, entendido al modo español, sólo hay uno pero entre vice-ministros y asistente de ministros, a quienes hay que siempre que llamar “Ministro” para no meter la pata, la lista se alarga).
Al llegar al ministerio me avisan de que el ministro (el de verdad, no de esos ministros subalternos) de otro ministerio al que tenía que ir hoy no acepta esos términos generales y exige una carta dirigida personalmente a él por el ministro. Aunque reconozco que resulta un incordio pienso que tampoco es para tanto porque sólo hay que cambiar la cabecera. Pero ¿Cuál es el nombre exacto del ministro a quien dirigir la carta? “Pregúntalo en protocolo”. El incordio va en aumento. Subo una planta y llego a la oficina de protocolo. De paso pido ya una lista con todos los ministerios y ministros intuyendo que ésta sí es la primera vez pero no será la última vez que suceda. “Lo siento pero ahora el sistema no funciona”. ¿¿¿Alguien sabe el nombre exacto de uno de los principales ministros del país??? Cuando el sistema ya funciona y pienso que tendré la lista llega la noticia del día: “No tenemos tinta”. La impresora está seca y lógicamente no me pueden enviar la lista por correo electrónico porque no hay Internet.
“No tenemos tinta”, frase más repetida del día. Ahí descubres lo que es trabajar en un país tercermundista con tantas restricciones presupuestarias. Lo habías entendido cuando te habían dicho que para las visitas a los otros ministerios el taxi te lo pagas tú porque no hay transporte disponible. Sin embargo, lo de la tinta sí que te pega de lleno. ¿Cómo se supone que voy a escribir una carta si no puedo imprimirla? Mi departamento también se ha quedado sin tinta, así como en no sé cuantas oficinas más. Tras dar más vueltas que Mortadelo y Filemón en las ventanillas de la T.I.A. he bajado, acompañado de un compañero, a la oficina de material.
Primera pregunta a mi compañero: ¿Has hecho una petición oficial de tinta? Respuesta: No. (aclaración: la tinta se acabó ayer). Tras varios tomas y dacas interpelo yo al funcionario: Si hacemos ahora la petición ¿cuándo podremos tener la tinta? Respuesta simple: No tenemos. ¡Toma ya! ¿Por qué no has empezado por ahí? Pues nada, vuelta a arriba (aclaración tres (¿Cuántas aclaraciones tendré que dar?): sólo hay un ascensor y está reservado para la presidente así que de la primera a quinta planta todo el día por las escaleras).
Finalmente, tras enfadarme, patalear, tener que recomponerme y casi lloriquear he conseguido que alguien me dejase imprimir la carta. ¡Qué contento estaba yo porque casi había acabado! Ingenuidad de “White man”.
A falta del ministro titular, hay un “acting minister” que actúa de ministro titular. La anterior carta la firmó el entonces ministro en funciones pero hoy le tocaba a otro. En principio, eso no debería causar más problemas que cambia la firma ¿no? ¡No! He tenido que hacer 5 borradores diferentes, cada vez pensando que era el último pues el ministro me daba su visto bueno para cada vez volver a tener que bajar una planta a hacer cambios. ¿No hubiera sido lógico hacerlo en formato digital para ahorrar tiempo, papel y la tan preciada tinta? No opina así el ministro.
Eran las 10:00 de la mañana cuando, en vano, he intentado argumentar al otro ministerio de la validez de la carta. Eran las 15:00h cuando, rendido ya tras cinco borradores, le he entregado la carta a un asistente para que la acabase él. ¿Cómo será el tema que hasta él me ha dicho “quiero dejar atrás esto hoy”? A las 16:00h aún no estaba acabado el tema. ¿Estará mañana? Desgraciadamente no me sorprendería si no estuviera. Y todo esto con apretones de manos, chasquidos de dedos y sonrisas como si no pasara nada (porque en realidad, y ése es el problema, es que no pasa nada) que no hacen más que añadir frustración para que te lleves las manos a la cabeza.
Aclaración cuatro. Esta aclaración requiere un punto y aparte: el saludo liberiano requiere un cierto aprendizaje y parece un saludo quinceañero “guay”. Empieza con un apretón de manos convencional pero a partir de ahí hay varias opciones. La más común es dejar ir la mano despacio, deslizándola, para acabar chasqueando los dedos corazón y pulgar. Otras veces las manos se enlazan en una serie de movimientos para acabar con el consabido chasquido. También puede uno chocar los puños y con el puño aún cerrado golpearse el pecho a la altura del corazón. Pero volvamos al ministerio.
O mejor, a como irse del ministerio. Debo añadir que llevaba todo el día entre crecientes dolores de estómago y arcadas regalo de alguna comida contaminada. Irse del ministerio es más fácil de decir que de hacer. A pesar de que la marea de taxis amarillos le inundan la vista a uno parece que no hay suficientes para surtir a Monrovia. Para coger un taxi hay que dar codazos, literalmente. Hay una hilera de gente en la “parada” del taxi. Al llegar, uno se pone al final para descubrir que aquello de de fila tiene lo mismo que Joan Gaspart de merengue. El taxi llega con la mano del taxista haciendo misteriosas indicaciones sobre hacia dónde se dirigo (nota aclaratorio (una más): los taxis se comparten) y la gente se abalanza literalmente sobre él. Al principio, como vas trajeado no te metes en harina pero al final, harto de esperar, con retortijados y tras cuarenta minutos bajo la lluvia sacas punta a tus codos. Sin embargo, el resultado puede ser que te metas en el taxi equivocado y que tras doscientos metros tengas que bajarte entre risas de todos los demás pasajeros que entre labios murmuran jocosamente “White man, White man” como si eso fuera sinónimo de tonto. O también puede ser que aciertes y encuentres un incómodo acomodo en el asiento trasero con otros tres pasajeros más. Ahí, bien apretado y oliéndolo el sobaco a al pasajero de cada flanco, oyes al taxista que le dicen al afortunado pasajero del asiento de delante “abróchate el cinturón que ahí delante está la policía”. Y ¿qué pasa con los cuatro que vamos detrás dejando de vez en cuando la puerta abierta para poder ir más anchos?¿no dirá nada la poli? Pues no.
Al cabo de varias paradas para dejar y recoger a nuevos pasajeros (con el consiguiente apretujón en el asiento trasero) he conseguido llegar a la clínica. He llamado al médico desde el coche y según él “everything is clear”. ¿¿Cómo va a estar todo bien si llevo varios días que parezco Belcebú por la cantidad de azufre que echo por la boca?? Los dos hablamos inglés pero parece que él hable chino y yo suahili, tan diferente es el inglés liberiano del que uno aprende. Aunque la insistencia (los retortijones pueden maravillas) consigue que nos entendamos y al final me recete un antibiótico. Ahí en la clínica de una ong (nadie, absolutamente nadie, ha ni siquiera mencionado el “sistema” liberiano de salud para que te curen) piensas en qué pasaría si necesitaras una gastroscopia o resonancia magnética. ¿Cuánto tardarías en llegar a Dakar en avión? te preguntas.
A la salida de la clínica, la misma historia con el taxi. Pero esta vez con el añadido de que como estás en la carretera pasan camiones que levantan una nube de agua sucia y acabas con tu traje hecho un desastre. Un par de taxis más tarde (el segundo lo he cogido para mí solo en vez de esperar a que se llenase) he llegado a casa. He salido del ministerio a las 15:00. He llegado a casa a las 17:00h y sólo he estado 10 minutos en la clínica. El resto, pasado a la caza y captura del taxi. ¡Cómo se echa de menos un buen sistema de transporte público!
Mañana será otro día; habrá luz, no lloverá, mi estómago no reclamará atención, no me subiré a un taxi, y tendré tinta en la impresora y la carta en mi mesa. Pienso esto y en mi cabeza resuenan al unísono varias voces desternillándose: ¡White man!
Tenía que reventar y reventó. Tanto quejarme yo de que vivía en una burbuja por ir del trabajo a la oficina y de la oficina al trabajo que al final tenía que estallar.
Al principio todo resulta llamativo, exótico y hasta en cierto modo divertido. Es el ciclo natural: primero te divierte, luego te enerva y al final lo acabas aceptando. Hoy, tras dos semanas y media en Liberia, he pasado de la primera a la segunda etapa. Recapitulemos.
Tras haber empezado este oscuro día de lluvia animado tras visitar la escuela de mi amigo Manuel, un hermano marista que lleva seis años aquí, he llegado al trabajo. Ahí se ha empezado a torcer el día.
Aclaremos que estaré trabajando para uno de los ministerios del gobierno de Liberia durante poco más de dos meses y llevaré a cabo un estudio sobre la ayuda que ha llegado al país en los últimos tre años. Para ello es necesario que todos los ministerios me echen una mano y como los liberianos son muy protocolarios uno de los ministros de mi ministerio me firmó una carta “a quién corresponda” pidiendo colaboración. (aclaración: ministro, entendido al modo español, sólo hay uno pero entre vice-ministros y asistente de ministros, a quienes hay que siempre que llamar “Ministro” para no meter la pata, la lista se alarga).
Al llegar al ministerio me avisan de que el ministro (el de verdad, no de esos ministros subalternos) de otro ministerio al que tenía que ir hoy no acepta esos términos generales y exige una carta dirigida personalmente a él por el ministro. Aunque reconozco que resulta un incordio pienso que tampoco es para tanto porque sólo hay que cambiar la cabecera. Pero ¿Cuál es el nombre exacto del ministro a quien dirigir la carta? “Pregúntalo en protocolo”. El incordio va en aumento. Subo una planta y llego a la oficina de protocolo. De paso pido ya una lista con todos los ministerios y ministros intuyendo que ésta sí es la primera vez pero no será la última vez que suceda. “Lo siento pero ahora el sistema no funciona”. ¿¿¿Alguien sabe el nombre exacto de uno de los principales ministros del país??? Cuando el sistema ya funciona y pienso que tendré la lista llega la noticia del día: “No tenemos tinta”. La impresora está seca y lógicamente no me pueden enviar la lista por correo electrónico porque no hay Internet.
“No tenemos tinta”, frase más repetida del día. Ahí descubres lo que es trabajar en un país tercermundista con tantas restricciones presupuestarias. Lo habías entendido cuando te habían dicho que para las visitas a los otros ministerios el taxi te lo pagas tú porque no hay transporte disponible. Sin embargo, lo de la tinta sí que te pega de lleno. ¿Cómo se supone que voy a escribir una carta si no puedo imprimirla? Mi departamento también se ha quedado sin tinta, así como en no sé cuantas oficinas más. Tras dar más vueltas que Mortadelo y Filemón en las ventanillas de la T.I.A. he bajado, acompañado de un compañero, a la oficina de material.
Primera pregunta a mi compañero: ¿Has hecho una petición oficial de tinta? Respuesta: No. (aclaración: la tinta se acabó ayer). Tras varios tomas y dacas interpelo yo al funcionario: Si hacemos ahora la petición ¿cuándo podremos tener la tinta? Respuesta simple: No tenemos. ¡Toma ya! ¿Por qué no has empezado por ahí? Pues nada, vuelta a arriba (aclaración tres (¿Cuántas aclaraciones tendré que dar?): sólo hay un ascensor y está reservado para la presidente así que de la primera a quinta planta todo el día por las escaleras).
Finalmente, tras enfadarme, patalear, tener que recomponerme y casi lloriquear he conseguido que alguien me dejase imprimir la carta. ¡Qué contento estaba yo porque casi había acabado! Ingenuidad de “White man”.
A falta del ministro titular, hay un “acting minister” que actúa de ministro titular. La anterior carta la firmó el entonces ministro en funciones pero hoy le tocaba a otro. En principio, eso no debería causar más problemas que cambia la firma ¿no? ¡No! He tenido que hacer 5 borradores diferentes, cada vez pensando que era el último pues el ministro me daba su visto bueno para cada vez volver a tener que bajar una planta a hacer cambios. ¿No hubiera sido lógico hacerlo en formato digital para ahorrar tiempo, papel y la tan preciada tinta? No opina así el ministro.
Eran las 10:00 de la mañana cuando, en vano, he intentado argumentar al otro ministerio de la validez de la carta. Eran las 15:00h cuando, rendido ya tras cinco borradores, le he entregado la carta a un asistente para que la acabase él. ¿Cómo será el tema que hasta él me ha dicho “quiero dejar atrás esto hoy”? A las 16:00h aún no estaba acabado el tema. ¿Estará mañana? Desgraciadamente no me sorprendería si no estuviera. Y todo esto con apretones de manos, chasquidos de dedos y sonrisas como si no pasara nada (porque en realidad, y ése es el problema, es que no pasa nada) que no hacen más que añadir frustración para que te lleves las manos a la cabeza.
Aclaración cuatro. Esta aclaración requiere un punto y aparte: el saludo liberiano requiere un cierto aprendizaje y parece un saludo quinceañero “guay”. Empieza con un apretón de manos convencional pero a partir de ahí hay varias opciones. La más común es dejar ir la mano despacio, deslizándola, para acabar chasqueando los dedos corazón y pulgar. Otras veces las manos se enlazan en una serie de movimientos para acabar con el consabido chasquido. También puede uno chocar los puños y con el puño aún cerrado golpearse el pecho a la altura del corazón. Pero volvamos al ministerio.
O mejor, a como irse del ministerio. Debo añadir que llevaba todo el día entre crecientes dolores de estómago y arcadas regalo de alguna comida contaminada. Irse del ministerio es más fácil de decir que de hacer. A pesar de que la marea de taxis amarillos le inundan la vista a uno parece que no hay suficientes para surtir a Monrovia. Para coger un taxi hay que dar codazos, literalmente. Hay una hilera de gente en la “parada” del taxi. Al llegar, uno se pone al final para descubrir que aquello de de fila tiene lo mismo que Joan Gaspart de merengue. El taxi llega con la mano del taxista haciendo misteriosas indicaciones sobre hacia dónde se dirigo (nota aclaratorio (una más): los taxis se comparten) y la gente se abalanza literalmente sobre él. Al principio, como vas trajeado no te metes en harina pero al final, harto de esperar, con retortijados y tras cuarenta minutos bajo la lluvia sacas punta a tus codos. Sin embargo, el resultado puede ser que te metas en el taxi equivocado y que tras doscientos metros tengas que bajarte entre risas de todos los demás pasajeros que entre labios murmuran jocosamente “White man, White man” como si eso fuera sinónimo de tonto. O también puede ser que aciertes y encuentres un incómodo acomodo en el asiento trasero con otros tres pasajeros más. Ahí, bien apretado y oliéndolo el sobaco a al pasajero de cada flanco, oyes al taxista que le dicen al afortunado pasajero del asiento de delante “abróchate el cinturón que ahí delante está la policía”. Y ¿qué pasa con los cuatro que vamos detrás dejando de vez en cuando la puerta abierta para poder ir más anchos?¿no dirá nada la poli? Pues no.
Al cabo de varias paradas para dejar y recoger a nuevos pasajeros (con el consiguiente apretujón en el asiento trasero) he conseguido llegar a la clínica. He llamado al médico desde el coche y según él “everything is clear”. ¿¿Cómo va a estar todo bien si llevo varios días que parezco Belcebú por la cantidad de azufre que echo por la boca?? Los dos hablamos inglés pero parece que él hable chino y yo suahili, tan diferente es el inglés liberiano del que uno aprende. Aunque la insistencia (los retortijones pueden maravillas) consigue que nos entendamos y al final me recete un antibiótico. Ahí en la clínica de una ong (nadie, absolutamente nadie, ha ni siquiera mencionado el “sistema” liberiano de salud para que te curen) piensas en qué pasaría si necesitaras una gastroscopia o resonancia magnética. ¿Cuánto tardarías en llegar a Dakar en avión? te preguntas.
A la salida de la clínica, la misma historia con el taxi. Pero esta vez con el añadido de que como estás en la carretera pasan camiones que levantan una nube de agua sucia y acabas con tu traje hecho un desastre. Un par de taxis más tarde (el segundo lo he cogido para mí solo en vez de esperar a que se llenase) he llegado a casa. He salido del ministerio a las 15:00. He llegado a casa a las 17:00h y sólo he estado 10 minutos en la clínica. El resto, pasado a la caza y captura del taxi. ¡Cómo se echa de menos un buen sistema de transporte público!
Mañana será otro día; habrá luz, no lloverá, mi estómago no reclamará atención, no me subiré a un taxi, y tendré tinta en la impresora y la carta en mi mesa. Pienso esto y en mi cabeza resuenan al unísono varias voces desternillándose: ¡White man!
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